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Cuarta parte (29)

29

En el sueño, Danny se hallaba en el extremo más alejado de un largo túnel. Estaba encadenado, sentado en el centro de una pequeña caverna bien iluminada, pero el pasadizo que conducía hasta él aparecía en sombras y se traslucía el peligro. Danny la llamaba una y otra vez, le suplicaba que le salvara antes de que el techo de su Prisión subterránea se hundiera y le enterrase vivo. Ella echaba a andar por el túnel hacia él, determinada a sacarle de allí, pero algo alargaba la mano hacia ella desde una pequeña hendidura en la pared. Fue consciente de un resplandor suave, parecido al ruego, que se mostraba más allá de la hendidura, y una figura en movimiento silueteada contra el fondo rojizo. Se dio la vuelta y se quedó mirando el rostro sonriente de la Muerte, como si la observaran desde las mismas entrañas del infierno. Aquellos ojos carmesíes. La temblorosa carne. El racimo de gusanos en la mejilla. Gritó, pero luego vio que la Muerte no podía llegar a alcanzarla. El agujero en la pared no era lo bastante ancho como para que la Muerte entrara en el pasadizo; sólo podía alargar un brazo hacia ella, y sus largos y huesudos dedos quedaban a pocos centímetros de Tina. Danny comenzó a llamarla de nuevo, y ella continuó por el oscuro túnel hacia él. Una docena de veces pasó ante hendiduras en la pared, y la Muerte la miró enfurecida desde cada una de ellas, gritándole, maldiciéndola, pero ninguno de los agujeros era lo bastante grande como para que la Muerte pudiera pasar por él. Tina llegó junto a Danny y, cuando le tocó, las cadenas cayeron mágicamente de sus brazos y piernas.

-Qué susto he pasado -dijo Tina.

-Hice más pequeños los agujeros -replicó Danny-. Quería estar seguro de que no resultaras lastimada.

A las ocho y media de la mañana del viernes, Tina se despertó sonriendo, excitada. Tocó repetidas veces a Elliot hasta despertarle.

Él parpadeó, adormecido, y se incorporó.

-¿Qué sucede? -preguntó.

-Danny acaba de enviarme otro sueño.

Al ver la amplia sonrisa de Tina, Elliot respondió:

-Resulta obvio, al mirarte, que no ha sido la pesadilla de siempre.

-En absoluto. Danny quiere que vayamos hasta él. Desea que nos presentemos en el lugar donde le retienen, y que nos lo llevemos de allí.

-Nos matarían antes de llegar junto a él. No podemos presentarnos a la carga como si fuésemos la caballería. Deberé emplear los medios de comunicación y los tribunales para liberarle. Nosotros dos solos no podemos luchar contra toda la organización que está detrás de Kennebeck, además del personal de algún centro secreto militar de investigación.

-Pero Danny lo convertirá en seguro para nosotros -explicó ella confiada-. Empleará sus poderes psíquicos para ayudarnos a penetrar allí.

-Eso no es posible.

-Dijiste que creías en ello.

-Y creo -replicó Elliot, que bostezó y se desperezó de una manera forma muy elaborada-. Claro que creo. Pero..., ¿cómo nos ayudará? ¿Cómo garantizaría nuestra seguridad?

-No lo sé. Sin embargo, estoy segura de que eso es lo que ha tratado de decirme en el sueño.

Le contó con todo detalle lo que había soñado, y él admitió que la interpretación de Tina no era forzada en absoluto.

-Pero aunque Danny pudiera, de alguna forma, hacernos entrar -repuso Elliot-, no sabemos dónde le retienen.

-Esa instalación militar secreta acerca de la cual teorizamos...

-Puede estar en cualquier parte -repuso Elliot-. Y tal vez ni siquiera exista. Y aunque exista, quizá no le tengan allí.

-Existe, y es donde él se encuentra -dijo ella, que trató de parecer más segura de lo que en realidad se sentía.

Estaba convencida de que se hallaba a punto de llegar hasta Danny. Casi le parecía que le tenía de nuevo entre sus brazos, y no deseaba que nadie dijese que le separaba de ella algo más que el grosor de su cabello.

-Muy bien -replicó Elliot, al tiempo que se erguía, y se pasaba los dedos por los adormilados ojos-. Digamos que tu teoría de la instalación secreta es correcta. Digamos, también, que ese lugar existe. Pero eso no nos ayuda en absoluto. Puede encontrarse en cualquier lugar de estas montañas.

-No -contestó Tina-. Debe hallarse a pocos kilómetros de distancia de donde Jaborski quería ir con los muchachos.

-De acuerdo... Tal vez sea verdad. Pero eso cubre una gran extensión de terreno escabroso. Y no podemos llevar a cabo una exploración en regla.

La confianza de Tina resultaba inconmovible.

-Danny nos lo indicará -replicó.

-¿Va a decirnos Danny dónde se encuentra?

-Creo que lo intentará. Al menos, tuve ese presentimiento durante el sueño.

-¿Y cómo lo hará?

-No lo sé. Pero tengo la corazonada de que si encontráramos alguna forma de..., algún medio para que enfocara su energía, para que la canalizara...

-¿Y eso cómo sería?

Tina se quedó mirando durante un instante la revuelta ropa de la cama, como si buscara una inspiración en las arrugas de las sábanas, con la misma expresión que uno ve en el rostro de una gitana que Predice el futuro mientras mira las hojas de té.

-¡Mapas! -exclamó de repente.

-¿Qué?

-¿No publican mapas del terreno de esas zonas deshabitadas? Los excursionistas y otros amantes de la Naturaleza los necesitan. Sin un minucioso detalle de todo. Pero sí unos mapas que muestren el aspecto básico del terreno: colinas, valles, los cursos de ríos y torren tes, senderos, pistas forestales abandonadas..., todo ese tipo de información. Estoy segura de que Jaborski tenía mapas. Sé que los tenía Los vi durante la reunión con los padres de los escolares, cuando nos explicó que la excursión sería de lo más segura.

-Supongo que en los establecimientos de artículos deportivos de Reno tendrán mapas, por lo menos de las partes más cercanas de las Sierras -admitió Elliot.

-Tal vez si encontráramos un mapa y lo extendiéramos..., pues quizá Danny hallara una manera de mostrarnos con exactitud el lugar dónde se encuentra.

-¿Cómo?

-Aún no estoy segura.

Tina apartó los cobertores y se levantó de la cama.

-Primero habremos de conseguir los mapas. Ya nos preocuparemos después por todo lo demás. Vamos. Tenemos que ducharnos y vestirnos. Las tiendas abrirán dentro de una hora o así.

Debido al lío que se había organizado en casa de Bellicosti, George Alexander no se fue a la cama hasta las cinco y media de la madrugada del viernes. Dado que estaba furioso con sus subordinados por haber permitido de nuevo que Stryker y la mujer escapasen, tuvo dificultades para conciliar el sueño. Finalmente, lo consiguió a eso de las siete, y a las diez estaba de nuevo en pie, sintiéndose atontado y cansado.

No se había despertado a las diez por obra del despertador, sino por una llamada telefónica. Era el Director que le telefoneaba desde Washington. Empleaban un aparato de interferencias, para hablar con plena libertad, el Director no se ahorró ninguna clase de palabras. El viejo estaba furioso. Mientras escuchaba con docilidad las acusaciones y exigencias del Director, Alexander se percató de que su futuro en la Red estaba en juego. Si fallaba en eliminar a Stryker y la Evans, sus sueños de sentarse en el sillón de Director al cabo de unos cuantos años, no tendrían la menor oportunidad de convertirse en realidad.

Después que el viejo colgase, Alexander llamó a la oficina, y no estaba de humor en absoluto para escuchar que Elliot Stryker y Christina Evans seguían aún libres. Pero eso fue exactamente lo que le dijeron. Sacó más hombres de otras misiones y les ordenó que participaran también en aquella caza del hombre.

-Quiero que les encuentren antes de que el día concluya -gritó Alexander-. Ese hijo de puta ha matado ya a uno de los nuestros. Y no se irá de rositas después de eso. Quiero que sea eliminado.

«Y también quiero a esa bruja. La quiero muerta», pensó Alexander.

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