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EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (7)

Von Richthofen dio las buenas noches y bajó a las bodegas. Sam paseó arriba y abajo, deteniéndose en una ocasión a encenderle un cigarrillo al timonel. Deseaba dormir, pero no podía. El insomnio le perseguía desde hacía años; lo tenía metido en el centro de su cerebro, que giraba como una rueda loca desgajada de la necesidad de descanso de su cuerpo.

Joe Miller se sentó apoyado en la borda y esperó a su amigo (el único hombre al que quería y en quien confiaba) para bajar a las bodegas. Luego su cabeza cayó, la porra de su nariz en un desmayado arco, y empezó a roncar. Era como el ruido lejano de los leñadores. Eran secoyas que se trinchaban, se hendían y se desplomaban. Inmensos suspiros y burbujeos alternaban con las actividades de los leñadores.

-Que duermas bien, camarada -dijo Sam, sabiendo que Joe soñaba con aquella Tierra, perdida para siempre, de mamuts y osos gigantes y leones y aquellas mujeres que a él le parecían bellas porque eran de su especie. En una ocasión gruñó y luego gimió, y Sam se dio cuenta de que ya estaba soñando otra vez que le había cogido un oso y le estaba royendo un pie. A Joe los pies le dolían día y noche. Como a todos los de su especie: eran demasiado pesados y gigantescos para la locomoción bípeda. La naturaleza había experimentado con algunas especies subhumanas de auténticos gigantes y luego los había desechado como un fallo.

-La ascensión y caída de los piesplanos -dijo Sam-. Un artículo que jamás escribiré. Sam soltó un gruñido, débil eco del de Joe. Vio el cuerpo semimachacado de Livy, que

le había sido ofrendado brevemente por las aguas y luego arrebatado otra vez. ¿O no sería realmente Livy? ¿No la había visto él por lo menos una docena de veces antes, cuando buscaba con su telescopio entre las multitudes de las riberas? Sin embargo, cuando había logrado convencer a Hachasangrienta de que pusiera proa a la orilla, simplemente para ver si aquel rostro era el de Livy, siempre se había visto frustrado. No había razón alguna para creer ahora que aquel cadáver había sido el de su esposa.

Suspiró de nuevo. ¡Qué crueldad si fuese Livy! ¡Qué semejante a la otra vida! Haber estado tan próximos, y luego verse privado de aquella proximidad unos minutos antes de poder reunirse con ella. Y aplastarla contra la cubierta como si Dios (o las fuerzas burlonas que controlaban el universo) fuese a reírse y a decir: "¡Mira lo cerca que estuviste! ¡Sufre, miserable conglomerado de átomos! ¡Aflígete, desventurado! ¡Tienes que pagar con tus lágrimas y tu calvario!"

-¿Pagar por qué? -murmuró Sam, mordisqueando su puro-. ¿Pagar por qué delito?

¿No he sufrido ya bastante en la Tierra por lo que hice, e incluso más por lo que no hice?

La muerte le había llegado en la Tierra y él se había alegrado porque significaba el final definitivo de toda aflicción. No tendría que llorar por la enfermedad y la muerte de su amada esposa y de sus queridas hijas, ni tendría que apesadumbrarse sintiéndose responsable de la muerte de su único hijo, muerte causada por su negligencia. ¿O fue solo un descuido lo que hizo que su hijo cogiese la enfermedad que le mató? ¿No había permitido su mente, de modo inconsciente, que la manta se escurriera destapando al pequeño Langdon, cuando lo llevaba a dar un paseo en un coche de caballos en aquel frío día de invierno?

-¡No! -dijo Sam, tan alto que Joe se estremeció y el timonel gruñó algo en noruego. Golpeó su palma abierta con el puño, y Joe gruñó otra vez.

-Dios mío, ¿por qué tendré que dolerme ahora sintiéndome culpable por algo que haya hecho? -gritó Sam-. ¡Ahora eso no importa! Todo ha quedado barrido, hemos empezado otra vez con el alma limpia.

Pero importaba. Daba igual que los muertos estuviesen otra vez vivos y que los enfermos estuviesen sanos y las malas acciones tan alejadas en tiempo y espacio que debieran perdonarse y olvidarse. Lo que un hombre había sido y había pensado en la Tierra aún lo era y lo pensaba allí.

De pronto, sintió deseos de una barrita de goma de los sueños. Aquello podría eliminar los remordimientos y hacer que se sintiera liberado y feliz.

Pero luego podía intensificarse la angustia. Nunca sabes si va a surgir algo tan aterrador que te haga desear la muerte. La última vez que tomó la goma, se había visto tan acosado por monstruos que no se había vuelto a atrever a probar fortuna. Pero quizá esta vez... ¡no!

¡El pequeño Langdon! ¡Jamás volvería a verle, jamás! Su hijo tenía solo veintiocho meses cuando murió, lo que significaba que no haba resucitado en el valle del Río. Ningún niño muerto en la Tierra antes de los cinco años había sido resucitado. Al menos, resucitado allí. Se suponía que vivían en otro lugar, probablemente en otro planeta. Pero, por alguna razón, quien fuese responsable de aquello había decidido no incluir allí a los niños pequeños muertos. Con lo cual Sam jamás le encontraría para poder enmendar su yerro.

Ni encontraría nunca a Livy y a sus hijas, Sarah, Jean y Clara. Era imposible en un río que quizá tuviese veinte millones de kilómetros de longitud y en cuyas orillas posiblemente hubiese treinta y siete mil millones de personas. Aunque un hombre empezase por un extremo y recorriese andando una orilla y examinase a todas las personas que había en ella y luego, al llegar al final, volviese por el otro lado y los mirase a todos también, no podría lograrlo. Un kilómetro cuadrado al día significaría un viaje de, digamos, cuarenta millones divididos por trescientos sesenta y cinco... ¿cuánto será eso?. No se le daban muy bien las operaciones mentales, pero debía de ser unos 109.000 años; aunque un hombre pudiese hacer esto, pudiese caminar todos esos kilómetros y asegurarse de no haber perdido un solo rostro, pasados más de 100.000 años aún podría no haber encontrado a quien buscaba. La anhelada persona podría haber muerto en algún punto al que aún no llegara el buscador y haber sido trasladada a un punto orilla abajo ya recorrido por el buscador, o el buscado podría haber pasado ante el buscador durante la noche, o quizá mientras el buscador buscaba al buscado.

Sin embargo, podría haber otro medio de conseguirlo. Los seres responsables de la existencia del valle del Río y de la Resurrección podían tener poder para localizar a cualquiera a voluntad. Debían de tener un archivo general o algún medio de identificar y localizar a los habitantes del valle.

O, si no lo tenían, podía al menos hacerles pagar por lo que habían hecho.

La historia de Joe Miller no era una fantasía. Tenía algunos aspectos muy desconcertantes, pero implicaba algo esperanzador. Implicaba que alguna persona desconocida (persona o ser) quería que los habitantes del valle supiesen de la existencia

de la torre entre las nieblas del mar del Polo Norte. ¿Por qué? Sam no lo sabía, y ni siquiera podía imaginarlo. Pero alguien había hecho aquella cueva en el acantilado para que los seres humanos pudieran saber de la existencia de la torre. Y en aquella torre la luz debía borrar la oscuridad de la ignorancia. Sam estaba seguro de ello. Y luego estaba aquella conocida historia del inglés, Burlón o Perking, probablemente Burton, que había despertado prematuramente en la fase de pre resurrección. ¿No sería aquello un falso accidente, como la cueva del acantilado polar?

Y así, Samuel Clemens había tenido su primer sueño, lo había alimentado hasta hacer que se convirtiera en El Gran Sueño. Para realizarlo necesitaba hierro, mucho hierro. Fue esto lo que le empujó a convencer a Erik Hachasangrienta para embarcarse en la expedición en busca del origen del hacha de acero. Sam no había esperado en realidad que hubiese metal suficiente para construir el barco gigante, pero por lo menos los noruegos le llevaban río arriba, hacia el mar del polo.

Y ahora, por un golpe de suerte inmerecido (estaba convencido de no merecer nada bueno), tenía a su alcance más hierro del que podría haber esperado. Aunque, desde luego, eso no le había impedido esperar.

Necesitaba hombres con conocimientos. Ingenieros que supiesen tratar el hierro del meteorito, extraerlo, fundirlo y darle forma. E ingenieros y técnicos para el otro centenar de cosas necesarias.

Dio con el pie en las costillas a Joe Miller y le dijo:

-Levántate, Joe. Pronto lloverá.

El titántropo soltó un gruñido, se levantó como una torre entre la niebla y se estiró. La luz de las estrellas relampagueó en sus dientes. Siguió a Sam por la cubierta, haciendo rechinar las planchas de bambú bajo sus cuatrocientos kilos de peso. Se oyó una maldición en noruego procedente de abajo.

Las montañas de ambas riberas estaban cubiertas de nubes ahora, y la oscuridad se extendía sobre el valle y borraba el vivo resplandor de veinte mil estrellas gigantes y de las brillantes masas de gas. Pronto llovería de firme durante media hora, y luego las nubes desaparecerían.

En la orilla oriental brilló un relámpago y luego retumbó el trueno. Sam se detuvo. Los relámpagos siempre le daban miedo, o, más bien, el niño que había en él se asustaba. Los relámpagos le taladraban y le mostraban las acosadas y acosadoras caras de aquéllos a los que había injuriado o insultado o deshonrado, y tras ellos se difuminaban unos rostros que le reprochaban crímenes sin nombre. Los relámpagos se retorcían atravesándole; entonces.

Sam creía en un Dios vengador que iba a quemarle vivo, a ahogarle en ardiente dolor. En algún punto entre las nubes estaba el Colérico Retribuidor, y buscaba a Sam Clemens.

-Hay truenoz por el río. ¡No! ¡No zon truenoz! ¡Ezcucha! ¿No lo oyez? Ez algo extraño, como un trueno pero diztinto.

Sam escuchó con la piel estremecida por el frío. Se oía un estruendo muy apagado río arriba. Sintió aún más frío al oír un estruendo más fuerte.

-¿Qué demonios es eso?

-No te azuztez, Zam -dijo Joe-. Eztoy yo contigo. Pero también él temblaba. Un relámpago iluminó fantasmalmente la orilla este. Sam dio un salto y gritó:

-¡Dios mío! ¡Vi algo que brillaba! Joe se aproximó a él.

-¡Yo lo vi! Ez el barco, zabez, el barco que vi zobre la torre. ¡Pero ze ha ido!

Joe y Sam permanecieron en silencio, escrutando la oscuridad. El relámpago brilló de nuevo, y esta vez no había ningún objeto blanco en forma de huevo sobre el río.

-Brotó de la nada y volvió a la nada. Como un milagro -dijo Sam-. Si no lo hubieses visto tú también, habría creído que se trataba de una ilusión.

-Todo como siempre -murmuró Sam, bromeando, aunque inconscientemente, pese a su sorpresa. Algo había hecho dormir a toda la tripulación del Dreyrugr, y mientras

estaban inconscientes se había realizado el increíble trabajo de limpiar el barro y reemplazar la vegetación. ¡Aquella sección del Río había renacido!

Sam despertó en la cubierta. Estaba rígido, frío y confuso. Se giró y entrecerró los ojos, mirando hacia el sol que comenzaba a clarear por el oeste.

Joe estaba tendido a su lado, y el timonel dormía junto al timón.

Pero no fue esto lo que le hizo ponerse en pie. El oro del sol se había desvanecido cuando bajó su mirada. Todo estaba verde. Las llanuras y montañas llenas de fango, de ramas y restos de la crecida, habían desaparecido. Había yerba baja en las llanuras, yerba alta y bambú en las laderas, y pinos gigantes, robles, tejos y árboles de hierro por las montañas.

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