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La espina maldita (español)

A veces la cura puede ser peor que la enfermedad. Cuando Ainelen decide unirse a La Legión, jamás pensó que eso terminaría metiéndola en un lío mayor que estar obligada a casarse de joven. Su vida, despojada de libertad y de la posibilidad de elegir un futuro, se transforma en una hazaña por mantenerse existiendo junto a un grupo de chicos.

signfer_crow · Fantaisie
Pas assez d’évaluations
78 Chs

Cap. 34 Contradicciones inevitables

Los días transcurrieron más rápido de lo que Ainelen esperó. En la Fortaleza Elartor, ella y sus compañeros se fueron acostumbrando a la rutina diaria. Llevaban a cabo sus labores dentro del edificio, combatían esporádicamente, conocían a más personas y recibían de vez en cuando a grupos nuevos de exploradores que iban de pasada.

Urumuwen acabó, llegando por fin aiwen, el penúltimo mes del año. El décimo día del antes mencionado era especial, porque Ainelen cumplía sus diecisiete. Y es que se despertó bastante alterada, había que ocultar como fuese el hecho. ¿Quién no lo hacía? Nadie les comunicaba a otros que faltaba un año menos para morirse. Curiosamente, fue raro que tuviera que poner esfuerzo en ello; era como si en su interior algo presionara para gritarlo a todo pulmón.

Coincidió con su primera salida a reconocimiento desde su estadía en la fortaleza. En ese punto, Danika, Amatori, Vartor y hasta Holam, habían salido por lo menos una vez junto a exploradores veteranos. Recorrían los alrededores del Valle Nocturno, asegurando el sendero hacia el río Lanai y el camino principal hacia la Fuerza Fronteriza.

En aquel viaje, sus compañeros fueron Zei Claussie, capitán y líder, Zei Ankatu, un chico espadachín, y Zei Eluney, el arquero del grupo. Era un equipo de exploradores en toda regla.

En el último par de semanas, los ataques de no-muertos habían decrecido considerablemente, permitiendo a La Legión retomar las misiones de limpieza. De no haber sido así, hasta ahora tendrían que haber resistido no solo acorralados, sino que también sin recibir bienes de consumo y armas por parte del Consejo Provincial. Por suerte las vías se reactivaron.

En la fortaleza Elartor guardaban una buena reserva de alimentos, pero lo complicado era el armamento. Con suerte tenían un taller en el cual afilaban espadas, cuchillos y lanzas, además de elaborar arcos y flechas. Cuando se hablaba de armaduras, era imposible. A Danika le repararon su espada un par de veces, la cual aún le quedaba vida útil.

La misión de exploración transcurrió sin muchos incidentes, como se anticipaba. De vez en cuando asomaba alguna criatura, como un pobre goblin que fue rebanado por Claussie, o una masa aceitosa, también hecha girones por el capitán. Según él, esas criaturas no morían, solo se dispersaban y volvían a reunir sus partes. No se sabía exactamente lo que era, tampoco se les había dado un nombre. Incluso se dudaba de que fueran seres vivos.

Ainelen había mejorado su rango de poder curativo y, no solo eso. Ahora veía en las personas y animales pequeñas motas de luces, tales como lo eran los colormorfos. ¿Lo eran también? No podía afirmar nada al respecto, aunque cuando vio morir al goblin, las luces escaparon de su cuerpo repartidas en millares. Eso le recordó a las flores espolvoreándose en verano.

El equipo regresó al atardecer, con el sol poniéndose detrás de las montañas Arabak. La grieta en el cielo yacía más al sur que de costumbre, pues era lo natural cuando avanzabas hacia la dirección contraria.

Ainelen agradeció no ser requerida; aunque le hubiese gustado ser útil, dudaba de sus capacidades de sanación. ¿Y si no estaba a la altura?, ¿y si los decepcionaba a todos?

Al separarse en el pabellón del edificio, el capitán Claussie le ofreció un pulgar arriba, entonces le dio una palmadita en el hombro. Ainelen gruñó, pues fue exacto en donde tenía su mancha. El hombre, de piel extrañamente oscura, casi negra, se marchó hacia otro lugar.

Como todavía no era horario de cena, pensó en qué gastaría su tiempo.

«Iré a ver a Holam», decidió. Ainelen dobló a la izquierda del pasillo principal y se metió en la primera puerta. Al instante, el deleitoso aroma de guisos se internó en sus narices. Se acercó cuidadosamente hacia el mesón, donde, entre el vapor y la luz de las lámparas, dos personas de blanco trabajaban con diligencia.

Piria se dio por enterada de su presencia. Hizo un gesto para saludar a Ainelen, entonces se detuvo al ver que la chica caminó con disimulo para sorprender a Holam.

Ainelen se inclinó con rostro curioso detrás del pelinegro, que cortaba zanahorias con rápidos y precisos cortes, para luego echarlos a la olla y añadir más vegetales. «Es muy empeñoso, como era de esperarse».

—Señorita, ¿debería también...? —Holam se detuvo, sobresaltándose un poco al notar que a sus espaldas había alguien.

—Hola.

—Nelen, veo que regresaste. ¿Tienes hambre?

—No, no. Solo pasaba a... —El estómago de Ainelen soltó un gruñido, dejándola expuesta de la manera más desvergonzada posible.

—Eres una mentirosa. —Holam se quedó viéndola con suspicacia. La joven solo pudo limitarse a desviar la mirada.

No había venido por eso, estaba segura de que aún no necesitaba comer. En el tiempo durante el cual había residido en Elartor, sus hábitos se moldearon a los del resto de personas. Desayunaba en la mañana, almorzaba pasado el mediodía, en la tarde comía la merienda y al caer la noche la cena.

Holam se acercó a Piria y le dijo algo en voz baja, a lo que ella respondió con un impetuoso:

—¡Por supuesto que sí!

Entonces, el chico buscó un plato hondo dentro del mueble donde se guardaba la loza. Luego de echarle agua hirviendo y secarlo ligeramente, sirvió una porción de sopa que le entregó a Ainelen.

—¿Está bien que me dejen cenar antes? —preguntó ella.

Piria soltó una risita.

—No le llames cena a esto. Solo estás haciendo de catadora. Espero tu barriga ande resistente el día de hoy, porque me enojaré demasiado si no te veo después.

—Muchas gracias.

Luego de sonreír a ojos cerrados, Ainelen probó la comida. Qué bien se sintió. El plato quedó vacío en un suspiro.

Más tarde, cuando sí que fue la cena, los chicos estaban reunidos en la mesa que acostumbraban a usar. Se podía decir que se habían ganado aquel lugar.

—¿Cómo va tu entrenamiento, Tori? —preguntó Ainelen. Yacía recostada en la mesa, como derrotada. Estaba tan llena que sentía dolor.

—Supongo que bien.

—¿Supongo? Tienes que decir: ¡por supuesto que bien! Ese es el Tori que conocemos —dijo Vartor.

—Sí, diría eso. Pero... bueno, no es que sea malo entrenar con el comandante. Lo que pasa es que es un poco apresurado.

Danika, que estaba bebiendo cerveza, dejó su vaso sobre la mesa y se limpió la espuma del labio con el dedo índice. La rizada puso una cara desaliñada.

—¿No dijiste el otro día que eras el más rápido de Alcardia?

—Por supuesto que lo soy. Podría ligarme a todas las chicas en un solo día, ¿te lo demuestro?

—No gracias.

Ainelen sonrió levemente, luego clavó sus ojos en Holam. El joven de aspecto delicado sobresalía por su vestimenta de cocinero. Se mantenía observando, al tiempo que daba esporádicos sorbos a su té de hierbas. «Tal vez debería pedirle uno. La abuela siempre decía que era bueno para el dolor de estómago».

Mientras el resto seguía inmiscuido en su conversación, Holam volcó su atención sobre Ainelen, quedándose así un momento. ¿La estudiaba?, ¿ella tenía algo en la cara?, ¿o solo estaba con la mente en blanco?

El tiempo fue avanzando y la muchacha comenzó a ponerse roja al darse cuenta que Holam no dejaba de observarla. Esos no eran ojos perdidos.

«Basta», pensó ella, desviando la mirada, solo para volverla hacia él y hacer contacto visual nuevamente.

Por fin. Holam se hizo el desentendido y cambió su atención hacia otro lugar. Ainelen pensó que sentiría alivio, sin embargo, se descubrió decepcionada.

******

Luklie apuntó con su diamantina a dos hombres que habían sido heridos. Uno de ellos estaba en una situación complicada, mientras que el otro se las arregló para salir del rango del no-muerto. De tal manera, el curandero disparó su hechizo hacia el primero, luego al segundo. Las raíces azules se formaron en sus cuerpos, luego se desvanecieron para dejarlos impecables.

Qué talentoso era Luklie.

Ainelen solo podía observar y tomar las lecciones que su entorno le ofrecía. Pero se preguntó: ¿llegaría el día en que fuera capaz de hacer algo, aunque sea, miserablemente similar?

Luego de la batalla de esa tarde, que fue positiva para La Legión, fue solicitada por el antes mencionado curandero. Como era tradición, se reunieron en los establos, en el patio delantero de la fortaleza.

—¿Desentrañaste el misterio que te ordené resolver? —preguntó el hombre, estoico.

Ainelen bajó los hombros.

—No, señor. No se me ocurre cómo sanar en movimiento.

—No contamos con mucho tiempo, jovencita. Bien, tu rango aumentó. Eso es bueno. Pero si pretendes que tus aliados se queden quietos durante una pelea, el enemigo no se sentará a esperar.

«Lo sé», pensó Ainelen, fastidiada.

—La clave para sanar en movimiento son los ángulos —siguió diciendo Luklie—. Tu magia no funciona porque, básicamente, si el flujo de energía se altera, la conexión se rompe.

—Entonces no hay solución, señor.

—¿Y cómo crees que lo hago yo?

Hubo silencio.

—No lo sé. Perdón.

—No tienes que disculparte. Lo que ocurre, es que hay una clave que estás ignorando. Recuerda que, para una curación mínima, lo que haces es controlar la salida de energía desde tu cuerpo. Los vestigios te permiten dirigirla a la zona herida en una persona que esté dentro de tu rango.

Ainelen abrió los ojos. No prestó suficiente atención a ello. Cuando usaba sanación, dirigía el poder hacia todo el cuerpo de sus compañeros. Claro, si reflexionaba sobre eso, estaba siendo demasiado ineficiente. No sería raro que las curaciones no hubieran sido completas y que hasta se hubiera fatigado prematuramente a sí misma por esa razón.

Zei Luklie se aclaró la garganta. Tenía la costumbre de hacerlo y luego acariciarse el cabello lacio.

—Así que hay una trampa.

—Y ¿es...?

—Haz que la salida de energía golpee suave, adaptándose a la dirección de la zona que necesitas impactar. Simula que estás sobre una superficie plana, amortiguando.

Ainelen casi suelta una risa. Pensó en lo difícil que ya era curar inmóvil, y, ahora, a eso sumarle que debía ajustar los impactos. Imposible.

—Creo que no sirvo para esto, señor. No sé por qué la diamantina me eligió.

—Lo mismo pensaba yo. Todo es práctica. Y a propósito, me he dado cuenta que tu resonancia no es normal. Lo he visto.

—¿Qué?, ¿por qué lo dice? —Ainelen se sorprendió.

—Tu rango crece muy rápido. También he notado como los no-muertos ponían su atención sobre ti. Eso quiere decir que hay un fuerte enlace entre tú y tus colormorfos. Raro, para una joven.

Sin comprender esas palabras, la muchacha intentó reflexionar sobre qué significaban en realidad. Por alguna razón no pudo encontrar lo que buscaba, ¿o no quiso?

Antes de que la reunión terminara, el curandero de cabello reluciente, incluso más que el de una mujer promedio, se detuvo para preguntarle algo.

—¿Cómo sigue tu brazo?

—Me duele un poco. No es nada grave.

—Ya veo. ¿Sigues sin decirle nada a tus amigos?

Amigos. Era la primera vez que Ainelen conectaba esa palabra con los camaradas que la habían acompañado a lo largo del último tiempo. Era innegable que se había formado un lazo. Y, aun así, no estaba preparada para revelarles esa verdad. Pensaba guardárselo sin importar las circunstancias.

—No lo he hecho —respondió tras un tiempo, con seriedad inusual en su cara. No pudo mirar a los ojos a Luklie. Este no respondió nada, marchándose silente a través del patio hasta perderse a la vuelta del pabellón.

Mentir no se sentía bien, pero si Ainelen debía recurrir a ello para mantener la armonía, tomaría esa opción. Sabía que el costo podría resultar alto, lo que la aterraba. La enfermedad iría deteriorando su cuerpo más y más, lo que en algún punto haría la situación insostenible. Cuando eso pasara, Ainelen huiría para irse a morir a un rincón lejano. Sola, donde su miseria no fuera vista por los ojos de nadie.

«Si mis compañeros están bien, para mi es más que suficiente. Ellos son mi familia ahora, así que debo esmerarme en traerles felicidad y consuelo».

¿Se podía aspirar a eso cuando planeaba seguir mintiendo?

Era una hipócrita.