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Capítulo 4: "El Lamento de las Estrellas"

El viento que arrastraba el aire pesado del abismo susurraba entre las rocas, pero ya no le pareció extraño. Ilyas había dejado atrás su antigua vida, y ahora caminaba en un lugar donde el tiempo mismo parecía distorsionarse. Las horas se deslizaban entre los dedos como agua, sin forma ni sustancia. Cada paso que daba lo sumergía más en el enigma de aquel mundo. Las sombras ya no lo asustaban; se habían convertido en algo natural, parte de su propia existencia.

Althea había desaparecido en la negrura del abismo, y la soledad que la había seguido se cernía sobre él como una capa de niebla. Sin embargo, en lugar de sentirse perdido, Ilyas comenzó a comprender que la oscuridad ya no lo separaba del resto del mundo. La oscuridad era su hogar ahora, su morada sagrada, donde los ecos de los antiguos se mezclaban con sus pensamientos.

Un destello, tenue pero persistente, llamó su atención. Lejos, más allá de las sombras densas, algo brillaba en el horizonte. Un resplandor blanco que parecía desafiar las leyes de la oscuridad. Algo, o alguien, lo estaba esperando.

Siguió la luz, guiado por una necesidad inexplicable, como si su propia alma fuera atraída hacia ese faro en la nada. Cada paso lo acercaba más a ese resplandor, y al mismo tiempo sentía cómo el abismo se aferraba a sus entrañas, susurrando promesas de conocimiento a cambio de su humanidad.

La luz comenzó a intensificarse, envolviéndolo, hasta que el mundo a su alrededor desapareció en un destello cegador. Cuando sus ojos volvieron a ajustarse, se encontró en un campo abierto, bañado por una luna brillante y distante, que parecía demasiado cercana, como si se estuviera observando a sí misma en un espejo.

A su alrededor, las estrellas brillaban con una intensidad desconocida, pero algo en su resplandor lo inquietaba. Cada estrella parecía un ojo observando, un testigo mudo de su destino. La quietud del lugar estaba marcada por un lamento sutil, una melodía triste que parecía provenir de las mismas estrellas.

En el centro del campo, una figura se alzaba. Era una mujer de una belleza etérea, imposible de describir con palabras humanas. Su cabello, blanco como la nieve más pura, caía en ondas suaves sobre sus hombros, y sus ojos, grandes y luminosos, reflejaban la luz de las estrellas con un brillo casi sobrenatural. Su figura, delgada y grácil, parecía estar hecha de la misma luz que bañaba el campo, tan etérea como las estrellas mismas.

Ilyas se acercó, cautivado, sintiendo que cada paso lo conectaba más profundamente con el misterio de aquel ser. La mujer no habló, pero su presencia era tan palpable que Ilyas sintió que la conocía desde siempre, como si sus almas ya estuvieran entrelazadas por un destino olvidado.

—¿Quién eres? —preguntó Ilyas, su voz temblorosa, como si hablara en un sueño.

La mujer lo miró fijamente, y aunque no pronunció palabra alguna, Ilyas entendió. Sabía que ella no necesitaba hablar para que él comprendiera. La conexión entre ellos era más antigua que el tiempo, más profunda que cualquier sentimiento conocido por el hombre.

La mujer levantó una mano, señalando el cielo estrellado. Ilyas la siguió con la mirada, y entonces vio lo que ella quería mostrarle. Las estrellas comenzaron a moverse, no como si fueran cuerpos celestes, sino como si fueran fragmentos de algo mucho más grande, algo que estaba a punto de revelarse.

Cada estrella era una historia, un alma, una memoria de un tiempo que ya no existía. Ilyas las vio bailar en el cielo, formando constelaciones que nunca antes había visto, que no pertenecían a ningún mapa conocido. Y en medio de esa danza celestial, un nombre comenzó a resonar en su mente, un nombre que no era suyo, pero que lo sentía como propio.

Aeliana.

El nombre era un eco, una vibración que recorría su ser, y a medida que lo sentía, su conexión con la mujer frente a él se hacía más fuerte, más urgente. Las estrellas, como si reconocieran su comprensión, comenzaron a emitir un brillo más intenso, y la melodía del lamento se transformó en un canto armonioso que resonó en su corazón.

La mujer se acercó lentamente, su mirada profunda, inquebrantable. Ilyas sintió que sus pensamientos se deslizaban hacia ella, como si la oscuridad misma estuviera siendo absorbida por su presencia. Un sentimiento de calma lo invadió, pero también una sensación de pérdida, de abandono. La mujer parecía ser una parte perdida de sí mismo, algo que siempre había buscado sin saberlo.

—No temas, Ilyas —dijo finalmente la mujer, su voz como un susurro en el viento, tan suave que casi se desvanecía. Pero Ilyas la entendió, sintió sus palabras con cada fibra de su ser—. El abismo no te ha reclamado. Lo que has perdido, lo encontrarás en el lugar donde las estrellas guardan sus secretos.

El mensaje era claro. El abismo, la oscuridad que lo había rodeado y lo había transformado, no era su enemigo. Era su guía. Y la mujer, Aeliana, era la clave para desvelar el propósito de su existencia, un propósito que iba más allá de lo que él había imaginado.

Las estrellas comenzaron a desvanecerse lentamente, pero Aeliana se quedó allí, mirándolo con una serenidad infinita, como si fuera el último ser humano sobre la tierra.

—Mi alma y la tuya están conectadas, Ilyas —dijo Aeliana, como si las palabras fueran un secreto compartido entre ellos. Y aunque Ilyas no comprendía por completo su significado, sabía que no importaba. No podía regresar atrás. Ya no era el mismo.

De repente, el campo comenzó a desvanecerse, las estrellas se apagaron una por una, y el viento comenzó a levantar las primeras sombras de la oscuridad. Ilyas trató de aferrarse a la visión, a la figura de Aeliana, pero la luz se deshizo en el aire, y cuando la oscuridad volvió a envolverlo, ella ya no estaba.

Con la misma rapidez con la que había aparecido, el campo estrellado se desvaneció. Ilyas se encontraba de nuevo en el abismo, solo, pero algo había cambiado en su interior. La conexión con Aeliana seguía viva en él, un eco eterno que lo acompañaba. En su mente resonaba el lamento de las estrellas, y en su alma, la promesa de un destino aún por cumplirse.

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