Axel
Al principio me reproché por permitir que Verónica se quedase conmigo. Esto no solo era un problema por el poco espacio que tenía en mi departamento, sino por el detalle de que ella estaba casi en la misma situación que yo. Además, no podía darle de comer, pues mi comida me la daban en el asilo, por lo que me vi obligado a pedirle apoyo al señor Rodríguez.
Por suerte, la bondad del señor Rodríguez volvió a relucir cuando le ordenó a la señora Aura que registrase en la lista de empleados el nombre de Verónica, por lo que tuvo la misma oportunidad que yo de comer dos veces al día. A su vez, le pedí a ella que me apoyase con mis clases en el asilo, y debo decir que la mayoría de los abuelitos quedaron encantados con la pelirroja, como algunos la empezaron a llamar de cariño.
Incluso la señora Oropeza me descuidó un poco cuando empezó a simpatizar con Verónica. Esto me hizo sentir celos al principio, pero, por lo menos, las cosas empezaron a fluir de buena manera mientras seguía con la búsqueda de empleo y esperaba la llamada de Bianca.
Desde el incidente con Freddy, Verónica congeló sus estudios por temor a que siguiese libre, esto a petición mía para que no perdiese su beca.
Nuestra rutina mañanera consistía en levantarnos entre las seis y seis con treinta para discutir quién se duchaba primero. Yo alegaba que tenía más derecho a usar el baño antes que ella, pues le había cedido mi cama con tal de que durmiese cómoda; yo dormía en una colchoneta que me prestó el señor Rodríguez.
Las primeras tres semanas, a pesar de la batalla de orgullos, pude despejar la mente con esas pequeñas discusiones. Siempre me veía obligado a salir del departamento y esperar en el pasillo a que Verónica se alistase después de su ducha.
Ahora, su caso era todo lo contrario, pues, cuando era yo quien terminaba de ducharse, tenía que vestirme en el baño porque a ella no le gustaba esperar afuera.
—Libro de Miranda Ferrer… ¿Quién es Miranda? —preguntó Verónica. Tenía un ejemplar de Matar un ruiseñor.
Como estaba buscando una camisa, no pensé bien en mi respuesta, aunque tuve la suerte de corregirla a tiempo.
—Miranda Ferrer es mi… —me interrumpí antes de decir que era mi exnovia—, una colega de profesión.
—¿Sí? —replicó con sorna —, algo me dice que es más que eso, a menos que Miranda Ferrer se haya ido del país, como muchos últimamente, y te dejase tantos libros de recuerdo.
—¿Por qué tocas sus libros? —pregunté con fingida calma.
—Ah, porque me gusta leer, tiene buenos gustos tu… ¿Colega de profesión, dijiste? —preguntó con sorna—. Bueno, ya luego averiguaré quién es ella, dime, ¿qué haremos hoy?
Fruncí el ceño con su insinuación, aunque me centré en su segunda pregunta.
—Por ahora, ir al apartamento de Freddy y buscar el resto de tus cosas —respondí.
Ya habíamos buscado su ropa, sus productos de higiene personal y unos pocos accesorios de joyería que Freddy le había obsequiado.
—Nada más faltan cuatro pares de zapatos y dejar la copia de la llave con Heraldo —dijo.
Heraldo era un chico servicial y exageradamente amable que fungía como recepcionista del edificio donde estaba el apartamento de Freddy.
—Bueno, no olvides llevar tu morral por si acaso… Mira que eres medio despistada —comenté con sorna.
No dejaba de sorprenderme las pocas cosas que tenía Verónica, pero con lo que me contó respecto a la economía de sus padres, pude entenderlo.
Llevábamos una maleta a petición de ella, ya que alegó tener los zapatos en sus cajas, esto debido a que no los había estrenado; fueron regalos de Freddy. Al salir del edificio nos encontramos con sospechoso, a quien saludamos con prisa, puesto que nos esperaba el taxi que habíamos llamado.
Dependíamos del poco dinero en efectivo que Verónica había encontrado las primeras veces que fuimos al apartamento de Freddy. Nos quedaba para el taxi de ida, el de vuelta, y desayunar en el Espacio de canela.
El apartamento de Freddy estaba ubicado en la urbanización El Doral, nombre que le pusieron por sus similitudes con la ciudad de Florida. Era una zona exclusiva en la que vivían los adinerados de Ciudad Esperanza. El edificio era una maravilla arquitectónica que resaltaba entre los demás edificios de esa área, parecido a la torre Trump de Nueva York; siendo honesto, eran bastantes las alusiones a lugares estadounidenses.
Cuando entramos y Heraldo notó que Verónica llevaba una maleta, este se acercó con la intención de ayudarla, pensó que cargaba peso. Ella le agradeció por su amabilidad y él la saludó con un dejo de tristeza; sabía que estaba mudándose.
—Es demasiado servicial. Me empalaga su amabilidad —dije cuando subimos al ascensor.
Heraldo era un chico servicial en exceso, a un punto en que te hacía sentir un inútil si no te anticipabas a sus ofrecimientos de ayuda.
—Sí, a Freddy no le agradaba —dijo.
La puerta del ascensor se abrió en el piso catorce, mismo en el que solo había dos apartamentos, uno que estaba a la venta y otro que pertenecía a Freddy. Ya en ese amplio pasillo, fue fácil comprender lo lujosos que eran los inmuebles del edificio, y en parte me frustró un poco saber que, jamás en la vida, tendría la oportunidad de comprar un apartamento de esos.
El apartamento de Freddy opacaba, por mucho, el lujo del pasillo del piso catorce, y tan solo con entrar a la sala de estar mi hice la idea del dinero que tenía. Lujosos juegos de muebles, esculturas, cuadros abstractos e impresionistas, e incluso un candelabro, decoraban el área.
Verónica subió a su habitación y yo me fui al lugar que más me encantaba del apartamento; la cocina.
Solo en televisión había visto cocinas como esas, con un enorme refrigerador de dos puertas, estufa de seis hornillas empotradas y una chimenea para que los malos olores no impregnasen el sitio. Las despensas también eran una maravilla, con un estilo colonial y madera reluciente que le daban un aire anticuado, pero acertado.
En ese momento, Verónica apareció con cuatro cajas identificadas con el logo de una reconocida marca. Su presencia me sacó de mis pensamientos cuando me pidió que buscase la maleta en la sala de estar.
—¿Qué me dijiste que eran los padres de Freddy? —pregunté al volver a la cocina.
—Creo que son dueños de un hotel en Las Vegas y varios edificios, no lo recuerdo… El punto es que tienen propiedades allá. Por eso, Freddy no se lleva bien con ellos, se la pasan más en Estados Unidos que acá —respondió.
—Pues es un grandísimo pendejo por estar aquí en vez de allá —repliqué.
—Nunca me dijo por qué se vino al país, ya que estuvo viviendo con ellos hasta que se hizo mayor de edad —reveló.
—¿Crees que hizo algo malo y sea eso lo que influya en su temperamento?—pregunté.
—Puede ser, pero no puedo sacar conclusiones… Es poco lo que Freddy me ha contado de su pasado —respondió con un dejo de frustración.
—Bueno, no perdamos tiempo, deja tus zapatos en las maletas y vayámonos de aquí —dije.
—¡Espera! —exclamó—, casi lo olvido, traeré unas almohadas también, son muy cómodas.
Verónica fue corriendo a la habitación y yo me quedé de nuevo admirando la cocina, aunque en esa ocasión y considerando que era la última estancia en el lugar, me picó la curiosidad y me dio por revisar aquellas despensas.
Sabía que estas estarían repletas, pero no tanto como lo imaginé; no pude salir del asombro.
Encontré paquetes de arroz, pastas, enlatados, granos, harina de trigo, azúcar, especias y un montón de víveres más. Mientras que en otra despensa hallé el tesoro de todo niño, repleto de variedades de galletas, mezclas para pasteles y brownies, chocolates en distintas presentaciones y tres tipos de cereales.
Hubiese seguido revisando el resto de las despensas, pero cuando me dirigí a la tercera, Verónica me interrumpió.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Echando un vistazo… Deberíamos llevarnos algo de aquí, por lo menos lo esencial —respondí.
—Eso sería robar —dijo.
—No, es tomar lo que te corresponde por haber soportado sus malos tratos… Insisto, es mejor llevar algo a dejar que se pierda —insistí.
—Bueno, sí, tienes razón —hizo una pausa y se mostró pensativa—. En ese caso, sacaré los zapatos de sus cajas y los meteré en nuestros morrales.
Con el espacio que teníamos en la maleta, hicimos un buen mercado, incluso nos dimos el tiempo de revisar las otras despensas, donde encontramos algunas especias raras, paquetes de pan, varios tipos de té, bolsas con cierre hermético, variedad de salsas, mayonesa y mostaza.
Entonces, como teníamos tiempo, ya que el señor Rodríguez nos había dado la mañana libre, nos preparamos unos sándwiches de jamón y queso, y un batido de chocolate.
Después de limpiar lo que ensuciamos, Verónica dio un último recorrido por el apartamento y finalmente abandonamos el lugar.
♦♦♦
Días después, mientras le enseñaba algunas técnicas de dibujo a Verónica, recibí una llamada telefónica de Bianca. Me planteó asistir a una entrevista laboral con el presidente del club Ítalo. No supe cómo tomar la noticia, pero cuando recordé mi antecedente penal, me puse nervioso y le dije que no era buena idea.
Por suerte, ella aseguró que eso no sería un problema, pues ya se había encargado de informar a los miembros del club sobre mi caso.
Acordamos la entrevista para el día siguiente, por lo que me vi en la situación de pedirle la mañana libre al señor Rodríguez, de quien esperaba un regaño con su característico comportamiento gruñón, aunque en vez de eso me deseó suerte.
Por otra parte, le pedí a Verónica que me supliese en las clases de dibujo. Los abuelitos habían avanzado bastante y dominaban muy bien algunas técnicas.
Al día siguiente, después de comer unos deliciosos panqueques preparados por Verónica, con quien empezaba a reforzar una relación fraternal, me fui al club Ítalo y me reencontré con Bianca y su hijo.
Bianca le pidió al niño que fuese a jugar con sus amigos y luego me llevó hasta una oficina pequeña. Ahí me presentó al señor Gianluca Di Natale, un hijo de italianos, al igual que mi amiga, y quien presidía el club ítalo.
El señor Di Natale estrechó mi mano con firmeza y me pidió que tomase asiento; Bianca salió de la oficina y me guiñó un ojo.
El presidente del club era un hombre delgado y alto, de nariz aguileña y ojos azules parecidos a los de Anthony Hopkins. Incluso comparé su penetrante mirada con la del famoso personaje Hannibal Lecter que este actor interpretó.
Lo bueno, a pesar de la incomodidad que sentí estando con el señor Di Natale, fue que obtuve el empleo y me aseguró que recibiría un buen salario, uno que al escuchar su monto, supe que me permitiría pagar la renta del departamento, realizar un mercado decente a la semana e incluso poder ahorrar.
Al reencontrarme con Bianca, le di la buena noticia y me tomé el atrevimiento de pedirle dinero prestado para pagar la renta del departamento, pues ya tenía dos semanas de retraso.
Ella aceptó sin mostrar queja alguna y yo le prometí que mi primer salario lo destinaría al pago de ese préstamo.
Al final, nos despedimos con un abrazo que me permitió oler su delicioso perfume y acordamos vernos todos los fines de semana en el bar del club al terminar mis clases.
Minutos más tarde, cuando llegué al asilo y fui al salón donde solía impartir mis clases, me encontré a todos los abuelitos prestando atención a las palabras de Verónica; se le daba muy bien enseñar.
No quise interrumpir la clase y me dirigí a la oficina del señor Rodríguez, quien, al verme, me preguntó cómo me había ido.
—¡He conseguido el empleo!… Serán los sábados y domingos, y las clases se dividirán en cuatro turnos de dos horas, es decir, cuatro grupos de niños y adolescentes —dije emocionado.
—Dieciséis horas a la semana, nada mal… ¿Es bueno el salario? —preguntó.
—Es un poquito más que el salario mínimo. Prácticamente, me están contratando como tutor privado. El presidente del club mencionó que si a los miembros les gusta mi trabajo, podrían duplicar mi ingreso.
—Eso me alegra mucho, hijo, te deseo la mejor de las suertes… Y sabes que, si necesitas algo que esté a mi alcance, con gusto te apoyaré.
—Gracias, señor… Por todo lo que ha hecho por mí.
El señor Rodríguez asintió y siguió con sus labores administrativas, mientras que yo me encontré a la señora Aura conversando con Verónica en el pasillo. Ella se abalanzó sobre mí con un afectuoso abrazo y mordió mi hombro como lo hacía Miranda, razón por la cual me alarmé un poco y le pedí que no lo hiciese de nuevo.
—Perdón, don piel delicada —dijo con sorna. La señora Aura esbozó una sonrisa.
—Si eres tonta —reclamé—. Hola, señora Aura, ¿cómo está?
—Bien, cariño, gracias… Verónica y yo hablábamos de ti. Me comentó que fuiste a una entrevista de trabajo, ¿cómo te fue? —preguntó amablemente.
—Muy bien, por fin he tenido un poco de suerte y supongo que, desde ahora en adelante, las cosas mejorarán —respondí con optimismo.
Y no me equivoqué al decir que las cosas iban a mejorar, y aunque hubo un par de tropiezos en el camino, la vida me empezó a sonreír y yo aproveché al máximo las oportunidades que esta me ofreció.
El futuro quedó en misterios, y los planes pasaron a segundo plano cuando empecé a priorizar el presente, y en este, la presencia de Verónica fue de vital importancia.