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Tercera parte Los alcaldes

—Ordénaselo tú, Wienis, a ver quién está jugando con fuerzas que lo superan. En estos momentos no hay ni un solo engranaje girando en Anacreonte. No hay ni una sola luz encendida, salvo en los templos. No corre ni una sola gota de agua, salvo en los templos. En la mitad del planeta donde ahora es invierno no hay ni rastro de calefacción, salvo en los templos. Los hospitales han dejado de ingresar nuevos pacientes. Las centrales energéticas han cerrado sus puertas. Todas las naves están varadas en tierra. Si no te gusta, Wienis, ordena tú a los sacerdotes que vuelvan a sus puestos. A mí no me apetece.

—Por el espacio, Hardin, cuenta con ello. Si quieres convertir esto en un tira y afloja, por mí encantado. Ya veremos si tus sacerdotes consiguen hacer frente a mis soldados. Esta noche, todos los templos del planeta pasarán a estar supervisados por el ejército.

—Perfecto, pero, ¿cómo piensas dar las órdenes? Todas las líneas de comunicación del planeta están cortadas. Descubrirás que las radios no funcionan, ni los televisores, ni los equipos de ultraondas. De hecho, el único instrumento de comunicación que funcionará… aparte de los de los templos, naturalmente… es el televisor que hay aquí mismo, en esta habitación, y lo he programado para que sólo reciba.

Sin esperar a que Wienis terminara de recuperar el aliento, Hardin continuó:

—Si quieres, puedes ordenar a tu ejército que entre en el templo de Argólida, justo enfrente del palacio, y que utilice los equipos de ultraondas que encontrarán dentro para contactar con otras zonas del planeta. Aunque si lo haces, me temo que la multitud hará pedazos al contingente militar, ¿y quién protegerá entonces el palacio, Wienis? ¿Y vuestras vidas?

—Resistiremos, demonio —masculló Wienis con voz pastosa—. Aguantaremos hasta que pase este día. Pese a los aullidos de la plebe y la escasez de energía, resistiremos. Y cuando se extienda la noticia de que la Fundación ha sido conquistada, el populacho descubrirá que su religión no era más que un castillo en el aire, abandonarán a tus sacerdotes y se volverán contra ellos. Tienes hasta mañana al mediodía, Hardin, porque puedes dejar a Anacreonte sin energía, pero no puedes detener a mi flota —se jactó, exultante—. Mis naves están en camino, Hardin, con el temible acorazado que tú mismo ordenaste reparar a la cabeza.

—Sí —replicó despreocupadamente el alcalde—, el acorazado que yo mismo ordené reparar… pero a mi manera. Dime, Wienis, ¿sabes qué es un relé de ultraondas? No, ya veo que no. Bueno, pues dentro de un par de minutos averiguarás para qué sirven.

El televisor se encendió mientras hablaba, y se corrigió:

—No, dentro de un par de segundos. Siéntate, Wienis, y atiende.

7

Theo Aporat era uno de los sacerdotes de más alto rango de Anacreonte. Desde el punto de vista de la antigüedad, se justificaba que le hubieran asignado el liderazgo espiritual a bordo del buque insignia Wienis.

Pero el rango y la antigüedad no eran los únicos motivos. Conocía la nave. Había trabajado directamente a las órdenes de los hombres santos de la Fundación mientras duraron las labores de reparación. Bajo su supervisión, había revisado los motores. Había reacondicionado los visores, restaurado los sistemas de comunicación, parcheado el casco perforado y reforzado los soportes. Le habían permitido incluso ayudar mientras los sabios de la Fundación instalaban un instrumento tan sagrado que ninguna nave lo había transportado jamás, algo reservado exclusivamente para esta majestuosa embarcación colosal: el relé de ultraondas.

Así pues, no era de extrañar que la perversión de los gloriosos fines de la nave le revolviera el estómago. Siempre se había resistido a creer lo que Verisof le había contado, que la nave pensaba utilizarse para perpetrar un crimen inimaginable, que sus cañones debían apuntar a la gran Fundación. La misma Fundación donde se había formado cuando era joven, el origen de todo lo que era sagrado.

Sin embargo ahora, después de hablar con el almirante, ya no albergaba la menor duda.

¿Cómo podía consentir semejante abominación el monarca, bendecido con el don de la divinidad? ¿No se trataría quizá de una maniobra del condenado regente Wienis, sin el consentimiento del rey? El almirante que hacía apenas cinco minutos había hablado con él era vástago de este mismo Wienis.

—Ocúpese de sus almas y sus bendiciones, sacerdote —le había dicho—, que yo me ocuparé de la nave.

Aporat esbozó una sonrisa torcida. Se ocuparía de sus almas y de sus bendiciones… y de sus maldiciones también. El príncipe Lefkin no tardaría en arrepentirse de sus palabras.

Entró en la sala de comunicaciones precedido de su acólito, sin que los dos oficiales al mando hicieran el menor ademán de interferir. El sacerdote adjunto principal gozaba de absoluta libertad para entrar y salir de cualquier zona de la nave.

—Cerrad la puerta —ordenó Aporat, y consultó el cronómetro. Faltaban cinco minutos para que dieran las doce. Lo había calculado bien.

Con gestos veloces y ensayados accionó las palanquitas que abrían todos los canales, de modo que su voz y su imagen pudieran llegar hasta el último rincón de la nave de tres kilómetros de longitud.

—¡Soldados del buque insignia real Wienis, atención! ¡Os habla el sacerdote adjunto! —Sabía que el sonido de su voz reverberaba desde el cañón atómico de popa hasta los paneles de navegación de proa—. ¡Vuestra nave se dispone a cometer un sacrilegio! Sin sospechar nada, os habéis embarcado en una misión que condenará todas vuestras almas a la eternidad glacial del espacio. ¡Escuchad! Vuestro comandante se propone llevar esta nave hasta la Fundación, y una vez allí, bombardear esa fuente de bendición hasta someterla a su impía voluntad. En vista de sus intenciones yo, en nombre del espíritu galáctico, lo relevo de sus funciones, pues no puede haber autoridad sin el beneplácito del espíritu galáctico. Ni siquiera el rey divino podría ostentar su cargo sin el consentimiento del espíritu.

Su voz adoptó un timbre más grave mientras los acólitos escuchaban con veneración y los dos soldados con creciente temor.

—Puesto que esta nave alberga tan diabólicas intenciones, la bendición del espíritu también le será retirada.

Levantó los brazos con gesto solemne, y ante un millar de televisores repartidos por toda la nave, los soldados se acobardaron mientras la majestuosa imagen de su sacerdote adjunto declaraba:

—En nombre del espíritu galáctico y de su profeta, Hari Seldon, y de sus intérpretes, los hombres santos de la Fundación, maldigo esta nave. Que los televisores de a bordo, que son sus ojos, se queden ciegos. Que las grúas que son sus brazos se queden paralizadas. Que los cañones atómicos que son sus puños pierdan todo su vigor. Que los motores que son su corazón dejen de latir. Que los sistemas de comunicación que son su voz enmudezcan. Que los ventiladores que son su aliento se apaguen. Que las luces que son su alma palidezcan hasta desaparecer. En nombre del espíritu galáctico, así maldigo esta nave.

Cuando pronunció la última palabra, al caer la medianoche, una mano, a años luz de distancia en el templo de Argólida, abrió un relé de ultraondas, que a la velocidad instantánea de la ultraonda, abrió otro a bordo del buque insignia Wienis.

Y la nave pereció.

Pues la característica principal de la religión de la ciencia es que funciona, y que aquellas maldiciones como la pronunciada por Aporat son en verdad fulminantes.

Aporat vio cómo la oscuridad se abatía sobre la nave y oyó el cese repentino del suave murmullo lejano de los motores hiperatómicos. Exultante, sacó del bolsillo de su largo hábito una linterna atómica automotriz que inundó la estancia de luz nacarada.

Contempló a los dos soldados que, aun valientes como sin duda eran, se arrastraban de rodillas presos de un terror exacerbado.

—Salve nuestras almas, eminencia. Somos gentes humildes, ignorantes de los crímenes de nuestros líderes —sollozó uno de ellos.

—Seguidme —ordenó tajantemente Aporat—. Vuestras almas no se han perdido todavía.

La nave era un caos de tinieblas en el que el temor era tan viscoso y palpable que cabría calificarse de pestilente miasma. Los soldados se agolpaban al paso de Aporat y su luz, pugnando por rozar el dobladillo de su hábito, implorando siquiera un ápice de compasión.

La respuesta del sacerdote siempre era la misma:

—¡Seguidme!

Encontró al príncipe Lefkin deambulando a tientas por la sala de oficiales, maldiciendo la oscuridad. La mirada que fijó el almirante en el sacerdote adjunto rezumaba odio.

—¡Ahí estás! —Lefkin había heredado los ojos azules de su madre, pero el puente ganchudo de la nariz y el estrabismo de su mirada lo señalaban como hijo de Wienis—. ¿Qué explicación tiene esta traición? Devuelve la energía a la nave. Aquí mando yo.

—Ya no —fue la sombría respuesta de Aporat.

Lefkin miró a su alrededor, iracundo.

—Apresad a ese hombre. Arrestadlo, o por el espacio que hasta el último hombre al alcance de mi voz saldrá volando desnudo por la escotilla. —Tras un instante de silencio, chilló—: ¡Es una orden de vuestro almirante! ¡Arrestadlo!

A continuación, rindiéndose a la desesperación:

—¿Vais a permitir que os embauque este charlatán, este arlequín? ¿Os encogéis ante una religión compuesta de nubes y rayos de luna? Este hombre es un impostor y el espíritu galáctico del que habla es un fraude diseñado para…

—¡Prended al blasfemo! —lo interrumpió Aporat, furioso—. Sus palabras ponen en peligro vuestras almas.

Acto seguido, el noble almirante se desplomó inmovilizado por las manos de una veintena de soldados.

—Ponedlo en pie y seguidme.

Aporat se dio la vuelta, y con Lefkin arrastrado a su espalda, recorrió los pasillos atestados de soldados hasta la sala de comunicaciones. Una vez allí sentó al ex comandante frente al único televisor que funcionaba.

—Ordena al resto de la flota que interrumpa la travesía y se disponga a volver a Anacreonte.

Así lo hizo un Lefkin vapuleado, cubierto de sangre, magullado y aturdido.

—Y ahora —prosiguió Aporat, inexorable—, contactaremos con Anacreonte mediante el haz de ultraondas. Habla cuando yo te lo ordene.

Ante el gesto de negativa de Lefkin, del gentío que infestaba la sala y el pasillo se elevó un gruñido amenazador.

—¡Habla! —insistió Aporat—. Empieza: la armada de Anacreonte…

Lefkin repitió sus palabras.

8

Reinaba un silencio absoluto en los aposentos de Wienis cuando la imagen del príncipe Lefkin apareció en el televisor. El regente se sobresaltó al ver el rostro desfigurado y el uniforme reducido a jirones de su hijo, y se derrumbó en una silla con los rasgos deformados por el asombro y la aprensión.

Hardin escuchó sin inmutarse, con las manos firmemente enlazadas en el regazo, mientras el recién coronado rey Lepold se acurrucaba en el rincón más sombrío, mordisqueando espasmódicamente una de sus mangas con brocados de oro. Incluso los soldados habían renunciado al hieratismo que es prerrogativa del ejército, y alineados contra la puerta, fusiles atómicos en ristre, lanzaban miradas furtivas a la imagen del televisor.

Lefkin habló a regañadientes, con voz cansada, haciendo pausas a intervalos como si alguien estuviera azuzándolo… y no de buenas maneras.

—La armada de Anacreonte… consciente de la naturaleza de su misión… y negándose a formar parte… de un sacrilegio abominable… regresa a Anacreonte… con el siguiente ultimátum dirigido… a todos aquellos pecadores blasfemos… que osen emplear la fuerza profana… contra la Fundación… fuente de todo lo que es dichoso… y contra el espíritu galáctico. Que cesen de inmediato todas las hostilidades contra… la fe verdadera… y que se nos garantice a los integrantes de la armada… representados por nuestro… sacerdote adjunto, Theo Aporat… que dichas hostilidades no volverán a reanudarse… en el futuro, y que… —Se produjo una pausa más prolongada, tras la cual el príncipe añadió—: Y que el antiguo regente, Wienis… sea encarcelado… y juzgado por un tribunal eclesiástico… por sus crímenes. De lo contrario la armada real… a su llegada a Anacreonte… reducirá el palacio a cenizas… y tomará todas aquellas medidas… necesarias… para aniquilar al resto de pecadores… y al nido de destructores… de las almas de los hombres que prevalecen ahora.

El discurso terminó con un hipido y la pantalla se oscureció.

Los dedos de Hardin se deslizaron rápidamente por la linterna atómica, cuya luz se mitigó hasta que en la penumbra, el antiguo regente, el rey y los soldados se redujeron a sombras desdibujadas. Por primera vez pudo apreciarse el aura que envolvía a Hardin.

No era el resplandor propio de los monarcas, sino algo menos espectacular, menos impresionante, y sin embargo más eficaz a su manera, y más práctico.

La voz de Hardin sonó delicadamente irónica cuando se dirigió al mismo Wienis que una hora antes lo había declarado prisionero de guerra y anunciado que Terminus estaba al borde de la destrucción, y que ahora era una silueta encogida, rota y callada.

—Hay una antigua fábula —empezó—, quizá tan antigua como la humanidad, pues los archivos más antiguos que la contienen son meras copias de otros archivos aún más antiguos, que podría interesaros. Dice así:

»Un caballo que tenía un lobo por poderoso y temible enemigo vivía temiendo constantemente por su vida. Empujado al filo de la desesperación, se le ocurrió buscar un fuerte aliado. Con esa intención abordó a un hombre y le ofreció una alianza, señalando que el lobo también era enemigo del hombre. El hombre aceptó el trato sin pensárselo dos veces y se ofreció a matar al lobo inmediatamente, si su nuevo aliado estaba dispuesto a colaborar poniendo su velocidad superior a disposición del hombre. El caballo accedió y permitió que el hombre le colocara unas riendas y lo ensillara. El hombre montó, dio caza al lobo y lo mató.

»El caballo, aliviado y feliz, dio gracias al hombre y dijo: «Ahora que nuestro enemigo está muerto, quítame las riendas y la silla y devuélveme la libertad».

»Ante lo que el hombre se carcajeó y respondió: «Y un cuerno voy a hacer eso. ¡Arre, zopenco!», e hincó las espuelas con saña.

Persistía el silencio. La sombra que era Wienis no se movió.

—Espero que sepáis entender la analogía —continuó plácidamente Hardin—. En su afán por cimentar para siempre el dominio absoluto sobre sus gentes, los reyes de los Cuatro Reinos aceptaron la religión de la ciencia que los convertía en seres divinos; y esa misma religión de la ciencia era sus riendas y su silla, pues dejaba la savia vital de la energía atómica en manos de los sacerdotes… quienes aceptaban órdenes de nosotros, cabe observar, y no de vosotros. Matasteis al lobo, pero no pudisteis libraros del…

Wienis se puso en pie de un salto. En la sombra, sus ojos eran dos pozos desbordados de locura. Con voz pastosa, incoherente, gruñó:

—Me las pagarás a pesar de todo. No escaparás. Te pudrirás. Que nos hagan saltar por los aires. Que lo arrasen todo. ¡Te pudrirás! ¡Me las pagaras!

»¡Soldados! —bramó, histérico—. ¡Abatid a este demonio! ¡Disparad! ¡Disparad!

Hardin se giró en la silla para mirar a los soldados y sonrió. Uno de ellos llegó a apuntar su fusil atómico contra él antes de bajarlo de nuevo. Los demás ni siquiera pestañearon. Salvor Hardin, alcalde de Terminus, rodeado por la delicada aura, sonriendo confiadamente, y ante quien todo el poder de Anacreonte se había reducido a añicos, era demasiado para ellos, pese a las órdenes del maníaco que se desgañitaba a su espalda.

Wienis profirió una maldición y se acercó tambaleándose al soldado más próximo. Arrebató ferozmente el fusil atómico de manos del hombre, lo apuntó contra Hardin, que no se movió, empujó la palanca y mantuvo el contacto.

El pálido rayo continuo golpeó el campo de fuerza que rodeaba al alcalde de Terminus y fue absorbido hasta neutralizarse, inofensivo. Wienis apretó con más fuerza y soltó una carcajada desgarradora.

Hardin seguía sonriendo mientras el aura del campo de fuerza se iluminaba suavemente al absorber la energía del rayo atómico. En su rincón, Lepold se tapó los ojos y dejó escapar un gemido.

Con un aullido de desesperación, Wienis desvió el arma y disparó otra vez. Cayó al suelo sin vida, con la cabeza desintegrada.

Hardin hizo una mueca y musitó:

—Un hombre de acción hasta el final. ¡El último refugio!

9

La Bóveda del Tiempo estaba llena a rebosar. La afluencia de gente era excesiva para los asientos previstos, por lo que los asistentes se agolpaban al fondo de la sala, en filas de a tres.

Salvor Hardin comparó este aforo con la selección de hombres que habían estado presentes durante la primera aparición de Hari Seldon, hacia treinta años. Entonces sólo eran seis; los cinco veteranos enciclopedistas, ya fallecidos, y él, el joven alcalde simbólico. Había sido aquel día cuando él, con la asistencia de Yohan Lee, había eliminado el estigma de lo «simbólico» de su cargo.

Las circunstancias eran distintas ahora, en todos los aspectos. El consejo de la ciudad en pleno aguardaba la aparición de Seldon. Él mismo seguía siendo alcalde, pero ahora era increíblemente poderoso, y desde la aplastante derrota de Anacreonte, increíblemente popular. Cuando volvió de Anacreonte con la noticia de la muerte de Wienis, y el nuevo tratado firmado por un Lepold tembloroso, fue recibido con un clamoroso y unánime voto de confianza. Tras la rápida sucesión de tratados similares firmados por cada uno de los otros tres reinos, tratados que conferían a la Fundación poderes con los que evitar para siempre cualquier intento de ataque similar al de Anacreonte, las calles de Terminus se habían llenado de procesiones iluminadas con antorchas. Jamás tantas voces juntas habían coreado el mismo nombre, ni siquiera el de Hari Seldon.

Los labios de Hardin se estremecieron. También había disfrutado de una popularidad parecida al término de la primera crisis.

En la otra punta de la estancia, Sef Sermak y Lewis Bort estaban enfrascados en animada conversación; no parecía que lo ocurrido recientemente les hubiera afectado en absoluto. Se habían sumado al voto de confianza; habían dado discursos en los que reconocían públicamente que se habían equivocado, se habían disculpado humildemente por el uso de determinadas frases en debates anteriores, se habían excusado delicadamente declarando que se limitaban a seguir los dictados de su juicio y su conciencia… y se habían apresurado a lanzar una nueva campaña accionista.

Yohan Lee tocó la manga de Hardin e indicó su reloj con gesto elocuente.

Hardin levantó la cabeza.

—Hola, Lee. ¿Todavía estás amargado? ¿Qué pasa ahora?

—Faltan cinco minutos para que aparezca, ¿verdad?

—Eso espero. La última vez se presentó a mediodía.

—¿Y si no viene?

—¿Piensas machacarme con tus preocupaciones toda la vida? Si no viene, no viene.

Lee frunció el ceño y sacudió la cabeza, despacio.

—Como esto salga mal, nos meteremos en otro lío. Si Seldon no refrenda nuestros actos, Sermak será libre para empezar de cero otra vez. Exige la anexión inmediata de los Cuatro Reinos y la expansión de la Fundación… por la fuerza, si es necesario. Ya ha comenzado su campaña.

—Lo sé. Le gusta jugar con fuego y será capaz de encender uno él mismo si nadie lo hace antes por él. Igual que tú, Lee, tienes que encontrar siempre nuevos motivos de preocupación aunque te vaya la vida en el intento.

Lee hubiera respondido algo, pero en ese preciso momento se quedó sin aliento cuando las luces amarillearon y se amortiguaron. Levantó un brazo para señalar el cubículo de cristal que dominaba la mitad de la estancia y se desplomó en una silla con un hondo suspiro.

Hardin enderezó la espalda al reparar en la figura que ahora ocupaba el cubículo, una figura sentada en una silla de ruedas. De todos los presentes, sólo él recordaba el día, hacia décadas, en que aquella figura había aparecido por primera vez. Por aquel entonces él era joven, y la figura, anciana. Desde entonces, la figura no había envejecido ni un solo día, mientras que él se había convertido en un anciano a su vez.

La figura, con la mirada fija al frente, acariciaba el libro que reposaba en su regazo.

—Soy Hari Seldon —anunció con voz suave y anciana.

Un silencio expectante se extendió por toda la estancia, y Hari Seldon continuó plácidamente:

—Es la segunda vez que me presento ante ustedes. Como es lógico, no sé si alguno de ustedes estuvo aquí en aquella ocasión. Lo cierto es que no tengo forma de saber mediante los sentidos si hay alguien presente, pero eso no importa. Si la segunda crisis se ha resuelto satisfactoriamente, tendrá que haber alguien, no podría ser de otra manera. Si no ha venido nadie, eso significa que la crisis ha resultado ser demasiado para ustedes.

Una sonrisa contagiosa se dibujó en sus labios.

—Lo dudo, no obstante, pues mis cifras indican una probabilidad del noventa y ocho coma cuatro por ciento de que no se produzca ninguna desviación del plan durante los primeros ochenta años.

»Según nuestros cálculos, han obtenido ustedes el control de los reinos bárbaros inmediatamente adyacentes a la Fundación. Si durante la primera crisis los repelieron empleando el equilibrio de poder, para superar la segunda se han impuesto enfrentando el poder espiritual al temporal.

»Sin embargo, es justo que les advierta de los peligros del exceso de confianza. No es mi intención adelantarme a los hechos en estas grabaciones, pero no creo desvelar nada nuevo si les digo que lo que han conseguido ahora es tan sólo un nuevo equilibrio… si bien uno en el que su posición sale ligeramente favorecida. El poder espiritual, suficiente para repeler los ataques del temporal, no basta para atacar a su vez. Debido al invariable crecimiento de la fuerza compensatoria conocida como regionalismo, o nacionalismo, el poder espiritual no puede prevalecer. Estoy seguro de que esto que les digo no es ninguna sorpresa.

»Habrán de perdonarme, por cierto, por dirigirme a ustedes de esta forma tan vaga. Los términos que empleo son meras aproximaciones, en el mejor de los casos, pero ninguno de ustedes está preparado para comprender la verdadera simbología de la psicohistoria, de modo que me veo obligado a improvisar.

»En este caso, la Fundación se encuentra sólo al comienzo del camino que conduce al nuevo Imperio. Los reinos vecinos, en términos de población y recursos, siguen siendo abrumadoramente poderosos comparados con ustedes. Fuera de ellos se extiende la inmensa espesura de barbarie que rodea toda la Galaxia. Dentro de esos límites perdura aún lo que queda del Imperio Galáctico… y, aun debilitado y deteriorado como está, sigue siendo incomparablemente poderoso.

Llegado este punto, Hari Seldon cogió el libro y lo abrió. Su expresión se tomó solemne.

—No olviden nunca que hubo otra Fundación establecida hace ochenta años; una Fundación sita en el otro extremo de la Galaxia, en el Extremo de las Estrellas. Es algo que siempre habrá de tenerse presente. Caballeros, novecientos veinte años del plan se extienden frente a ustedes. ¡El problema es suyo!

Bajó la mirada hacia el libro y desapareció con un parpadeo mientras el resplandor de las luces se intensificaba hasta recuperar la normalidad. En medio del tumulto de voces que había estallado, Lee murmuró al oído de Hardin:

—No ha dicho cuándo iba a volver.

—Lo sé —replicó Hardin—, pero espero que no lo haga antes de que tú y yo estemos cómodamente muertos.

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