En el idílico país de la eterna primavera, una plaga misteriosa y letal conocida como "la Podredumbre" ha comenzado a infectar la tierra de Catha. Esta enfermedad, tan horripilante que desafía toda descripción, consume la carne y el alma de sus víctimas, dejando tras de sí solo desolación y muerte. Ante esta calamidad, el rey, desesperado por salvar su reino, convoca a un grupo de valientes y astutos individuos. Esta élite, armada con la determinación de un héroe y el ingenio de los sabios, se embarca en una misión temeraria: adentrarse en las profundidades de la infección para descubrir una cura y detener la propagación de la corrupción antes de que consuma todo lo que es bello y vivo.
Siento náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía, de incontables pérdidas y sufrimientos; comprendí el precio del futuro. Mis sentidos me abandonan, mi cuerpo sucumbió ante el tiempo prolongado del traje. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que registraron mis oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse en un soñoliento zumbido in-determinado, que trajo a mi mente la idea de "revelación", tal vez porque imaginativamente confundí el pasado con el presente. Una rueda de molino giratoria que no detenía su curso ante mi lamentable fallecimiento.
Esto duró muy poco, pues de pronto cesé de oír. Pero al mismo tiempo pude ver...
— Larel... Larel, no es momento de perderse en el idílico mundo de los pensamientos —declaró Vidal, quien ayudaba a descargar los equipos médicos.
Había recordado el inicio del fin, la entrada al infierno que supuso ser el país de Santa Catha. En el 1347, el país atravesaba la peor de las calamidades "la podredumbre" una enfermedad desconocida hasta la fecha; los reportes de quienes se encuentran más allá de las murallas, advierten de una endemia que puso en alerta a todo el continente y en cuarentena al país que una vez fue envidia en boca de quienes lo visitaban.
El rey, Desmond tercero. Convocó a las tres grandes facultades de la medicina e ingeniería, para hacerle frente a esta calamidad, y junto a veinte soldados y el capitán Torres, partimos desde el país de Orión, al oeste del continente, hacia Catha al este del continente.
El viaje, que tardó dos soles y una luna, encontró su final a las afueras del país, frente a la gran muralla, donde los guardias montaron todo un campamento improvisado desde hace varias semanas. Al llegar tuvimos que desmontar los equipos creados por los ingenieros y científicos para hacerle frente a la enfermedad; los médicos revisaban los medicamentos que serían de suma importancia en este infierno, mientras los guardias preparaban sus armas.
Acampamos a las afuera de la muralla, donde tomaría mi último descanso antes de enfrentarme a lo que se avecina. Había visto fotos de la gran muralla de unos cuarenta metros, siendo la más alta en comparación con sus hermanas, que miden treinta metros. La colosal arquitectura fue creada antes de la conquista de Desmond el grande, según los registros históricos.
La muralla emanaba un aspecto de que dentro se recluían enfermos mentales, o un gran manicomio de donde habitaban los horribles relatos de escritores como Lovecraft. Mientras me paseaba por los alrededores, la caravana era desmontada por el jefe Elixander Almánzar y su grupo de transportistas; los guardias guiados por Torres, preparaban las carpas; tanto la OMS, la CM y la CDE probaban los equipos médicos que usaríamos de mañana en adelante para estar expuesta a la infección. Al concluir mi contemplación de la arquitectura, me dirigí hacia el grupo, donde el capitán Torres exponía la trayectoria a seguir.
— ¡En resumen! Más allá de la primera muralla, se extiende una ciudad solitaria al pie de la muralla María. Nuestro camino nos llevará a través de praderas y vastos campos abiertos, que alguna vez estuvieron en posesión de granjeros y cazadores. Evitaremos cualquier contacto con aldeas y asentamientos cercanos, nuestro punto de encuentro es la ciudad de Pontos —explicó el capitán, trazando con su dedo la ruta más directa sobre el mapa—. Del otro lado, entraremos en la jurisdicción de Catha donde el pelotón de guarnición estará esperándonos, así que es imperativo llegar lo antes posible por este sendero. Pero si las circunstancias se vuelven adversas, tomaremos el sendero del noreste, hacia los pueblos cercanos a la siguiente puerta. Es la ruta más segura, evitando los hilos de ríos que podrían dificultar el paso de las caravanas. ¡No se preocupen! La misiva al marqués Amgust Timmoty Vanhouten, ha movilizado un pelotón completo para nuestra protección; nos esperarán sobre la muralla María.
— Es imperativo proteger las vidas de los transportistas y los doctores a toda costa... ¡Pelotón! Sean el baluarte que preservará la vida de estos nobles hombres. Si se requiere el sacrificio de sus vidas, entréguenlas con honor por el rey —proclamó Robinson López, mano derecha del capitán Torres.
— ¡Por el rey! —gritaron los soldados, golpeando con fuerza el suelo con el pie derecho y el pecho con la mano derecha, justo sobre el corazón. Con gran orgullo, formaron el símbolo real juntando el pulgar y el índice, mientras elevaban con firmeza los tres dedos restantes.
— Debemos mantenernos vigilantes ante los habitantes —advirtió Torres—. Los informes hablan de revueltas, vandalismo y otras atrocidades. No duden en eliminar a cualquiera que amenace nuestra misión. —Con un gesto imperioso, ordenó romper filas.
— ¿Hablas como si detrás de estos muros se ocultara la peor escoria, lista para cortarnos el cuello a la primera oportunidad? —inquirió Benjamín Taveras con un tono de desdén hacia la capitanía de Torres—. Recuerde que también son humanos y están asustados.
— No, no son la peor calaña, pero la crisis que se vive más allá de los muros ha despertado lo peor que tienen, su instinto más primitivo, su esencia animal —respondió el capitán con firmeza, dejando claro que dentro de los muros se había perdido toda traza de humanidad.
— ¿Por qué debemos viajar en caravanas si tenemos un tren a nuestra disposición? —preguntó Ezequiel Duarte, con una mezcla de curiosidad y frustración.
— Deja de hacer preguntas sin sentido, Duarte... tenemos una misión que cumplir —le reprendió Weliver Vidal—. El tren fue asaltado por vándalos que intentaron tomar su control para huir del país; aún se sigue el rastro del paradero del tren.
— Para ser un tren tan enorme, a estos polizones se les complica, ¡¿Buscaron en las vías?! Digo, no es como que un tren puede conducirse libremente, ¿verdad? —Joan González, mostró su disconformidad ante la misiva de la búsqueda del tren.
— Dejen de perder el tiempo —interviene Miguel Binet—. Será mejor que comencemos con los equipos de la CDE... ¡Héctor Lárel, ayúdame! Necesito comparar nuestro equipo con el que los médicos de Catha nos han enviado —me pidió Binet, mientras desempacaba cajas de instrumentos.
Mientras asistía a Binet con las comparaciones de los equipos, Duarte y Vidal colaboraban con la Comisión Médica en la preparación de medicamentos auxiliares. Con la escasa información disponible, no podíamos hacer más que prepararnos lo mejor posible. A nuestro favor, contábamos con los científicos más destacados, liderados por Miguel Binet, el ingenioso creador de los trajes que usaríamos.
Al caer la noche, los soldados encendieron una fogata al pie de la muralla, lejos del campamento, frente a la carretera y la gran puerta del Conde. Reunidos alrededor del fuego, comenzaron a beber para aliviar la carga que pesaba sobre sus hombros, como si celebraran su entrada al infierno.
— ¡Esto no augura nada bueno! —exclamé, sintiendo un escalofrío que me recorría hasta los huesos.
— Si esto te parece mal y aún no hemos cruzado, ¿qué esperanzas quedan para los desdichados dentro de esos muros? Aunque solo sea una excusa para beber, al menos estos soldados saben que más allá no habrá dios que los proteja —comentó Almánzar, jefe de los transportistas, con un aire de desánimo tan palpable como el mío.
— Deberían descansar y recuperar fuerzas, el alcohol no es más que una distracción... el talón de Aquiles de los imprudentes —respondí centrándome en mis lecturas.
— ¡Toma, Doctor! Entiendo tu preocupación, pero ¡entiéndelos! —dijo interrumpiendo mi lectura con el cálido ofrecimiento de un poco de hidromiel—. Estos hombres no tienen nada más que perder; muchos ya lo perdieron todo tras esos muros. Los que aún no han perdido nada, saben que están a punto de perder la vida.
— ¿Qué tragedia se esconde detrás de esos muros? —pregunté, temblando ante la presencia del dolor silencioso de aquellos que ahogaban su miedo en alcohol.
— Los informes no reflejan la magnitud de la revuelta que se ha desatado en tan solo unos meses. Por fortuna o desgracia, logré escapar dejando todo atrás, pero esta maldita culpa y el dolor que quema en mis huesos... no han cesado.
— El jefe tenía familia en Catha, al igual que todos nosotros, señor doctor —aclaró Juan Vásquez, conductor e íntimo amigo de Almánzar.
— ¿Tenía familia?
— Tenía, señor Lárel... tenía —su voz era suave, pero resonaba con la desesperación de un león herido viendo acercarse la muerte.
— Por fortuna o infortunio, nos encontrábamos en el país de Azula cuando estalló la endemia. Intentamos regresar, pero los guardias habían puesto el país en cuarentena; toda comunicación con la muralla María se perdió y, en poco tiempo, la muralla Minerva también dejó de enviar reportes. Se cree que los habitantes de la muralla María, quienes fueron los más afectados, se infiltraron en Minerva. Desde entonces, se ordenó ejecutar a cualquiera que intentara escapar del país —relató Vásquez.
Decidí no intentar aliviar el duelo, ni hacer preguntas insensatas que no revivirían a los muertos. El silencio fue mi mejor respuesta. Para un doctor de mi renombre, resultaba difícil empatizar; quizás por ser huérfano, o tal vez por haber dedicado mi vida únicamente a la ciencia y a la universidad que me acogió.
— Algunos no perdemos la fe, señor doctor. Tenemos fe de que nuestras familias estén a salvo —Vásquez buscó motivar el ambiente—. De seguro, mi pequeño Joaquín está cuidando de su hermosa madre Catrina. Todos están bien, yo lo sé.
— Esto es atroz —comenté después de probar un sorbo de alcohol barato, dejando claro que mi paladar estaba acostumbrado solo al dulce néctar de un buen vino—. No sé cómo pueden tomar con normalidad este veneno —buscaba aliviar las caras largas.
— Si eso te parece atroz, no quiero imaginar lo triste que debe ser tu vida, Doctor —replicó él, tomando un largo trago mientras reía.
— ¡Ustedes, los doctores, no saben lo que es bueno! —exhortó Vásquez.
— Lamento no compartir tu gusto por las bebidas baratas, pero si lo deseas, después de esta odisea, les invitaré a probar el mejor vino —ofrecí en tono desafiante.
— Doctor —su sonrisa se desvaneció, dejando ver un rostro desolado—. Si esto funciona, ¿significa que mi familia no murió en vano, o simplemente demuestra que Dios está furioso con algunos, incluyendo a los míos? He buscado una respuesta durante tanto tiempo, quizás una mentira o la sabiduría de un sabio.
— No tengo esa respuesta —admití—. Pero personalmente, no creo en Dios ni en deidades misteriosas; así que la muerte de tu familia es una de las razones por las que estamos aquí, buscando poner fin a esta enfermedad. Además, no creo que tu Dios sea tan cruel como para castigar a quienes no lo merecen.
Mis palabras parecieron consolar su corazón atormentado, que buscaba una respuesta acorde a su fe. En lugar de eso, encontró las palabras de un ateo que le mostró que no toda muerte es un castigo divino.
— Permítame acompañarlo más allá de los muros, déjeme ser su guía, su amigo en quien confiar, déjame trabajar para que mi familia pueda descansar en paz —suplicó con determinación—. No tengo nada que perder, y si esto es lo que mi Dios exige, responderé por las almas de mi familia.
¿Cómo negar la súplica de un hombre tan desesperado por encontrar un propósito?
— ¿Cómo se llamaban?
— Mi amada Isidora y mi pequeño Elías.
Vásquez abrazó con fuerza a su jefe, entendiendo el dolor y la incertidumbre mejor que nadie. A nuestra pequeña charla se nos unieron más y más allegados, cambiando de un tema triste a uno más emotivo y fraternal.
Nos conocimos mejor e incluso pude ver facetas diferentes de mis compañeros de la OMS. González compartió su extraño sentido del humor; mientras que Duarte con sus tonterías nos hacía reír, Taveras nos deleitaba con música y canto que alegraban la noche y para finalizar, logramos hacer que Vidal y Binet cantaran. Una noche inolvidable para lo que supondría ser el infierno de Catha...
Aún podía oír su respirar estruendoso, el dolor en mis articulaciones es insostenible y mi cuerpo ha empezado a desentumecerse, pero, no por completo. Con esfuerzo estoy consiguiendo arrastrarme entre el bosque...
Al amanecer, la resaca me saludó, y con ella llegó un nuevo día para adentrarnos bajo el manto de la investigación. Nos acompañaban veinte guardias, el capitán Torres y cuatro exploradores a caballo; Almánzar con cinco furgonetas, cada una ocupada por nosotros y un transportista.
Cruzamos la gran puerta del Conde, rumbo hacia la muralla María, anticipando nuestro primer encuentro con la corrupción que se esparcía más allá. Sin embargo, apenas cruzamos el umbral, nos envolvió un ambiente lúgubre y macabro. La muerte flotaba en el aire, y la vegetación yacía marchita, exhalando un olor fétido. Los innumerables cadáveres de aquellos que intentaron huir del país; desdichados que encontraron su fin a manos de la armada, éramos testimonio de la desesperación de los habitantes. Los guardias se veían obligados a incinerar los cuerpos para contener la plaga, un acto tan necesario como deshumanizante. La visión de la armada ejecutando a campesinos indefensos fue nuestra amarga bienvenida y un presagio de lo que nos esperaba.
Los campesinos gritaban por ayuda y protección. Gritaban temerle al hombre de la hoguera y las atrocidades de aquellos que abandonaron toda civilización, dando riendas suelta a sus más nefastos deseos.
El nauseabundo olor hizo que vomitara al instante, tuvimos que mojar pañuelos en colonia, para poder avanzar sin perder lo poco que nos queda en el estómago; me armé de valor para poder soportar la escena que se pinta en mis retinas como cuadro de un gran pintor expuesto al público. En esos minutos de carretera, comprendí el origen de las palabras del capitán Torres, que con desdén remarcó lo peor de los humanos, más si ellos son incluso peores; despojando de la vida a quienes huyen despavoridos buscando refugio, pero solo reciben el frío corte de las lanzas y el ardor de las balas.
Sin contratiempos que entorpecieran nuestro avance, el sol en su cenit nos halló, adentrándonos en la única urbe que se erguía majestuosa tras la gran muralla: la ciudad de Pontos, descansando a los pies de la muralla María. Este enclave comercial servía de umbral a los forasteros, quienes aquí hacían escala, recolectando provisiones y conocimientos antes de sumergirse en las verdaderas maravillas del país. Además, Pontos se revelaba como el santuario ideal para que los cazadores, tras jornadas en la espesura, trocaran sus capturas por una modesta suma de cheles.
— Tened cuidado, el lugar está muy silencioso —exhorta López mientras despliega el pelotón.
La ciudad parecía estar vacía como pueblo fantasma. El grupo siguió adentrándose rumbo a la muralla; pero en el camino, la duda de si estábamos solos nos invadía, el silencio nos jugaba en contra y generaba tensión en el grupo.
— Imagino que los pobres desdichados que encontramos cerca del gran muro, son los habitantes de esta ciudad —bromea Duarte.
— A veces no entiendo tu falta de empatía, pero, por primera vez, diré que comparto tu opinión —refuta Taveras.
— Quizás fueron más allá de la muralla María, aquí no tienen médicos —deduce Vidal, quien está fisgoneando por las cuatro esquinas.
— ¡¿No parece curioso que la ciudad esté simplemente desértica?! ¡Digo! Para ser una histeria colectiva, se tomaron con calma el salir de la ciudad y sin destrozar nada; tampoco hay rastros de sangre o cuerpos... los reportes describen que la infección afecta tanto animal, personas, plantas y objetos. Esta ciudad no presenta signo de deterioro; en contraparte, en la entrada nos vimos con ese paisaje lúgubre y siniestro, aquí es "normal", sin mitigar la situación en la que estamos —compartió González su inquietud o tal vez su paranoia de estar en un silencio tormentoso.
—Sí, se me hace extraño, pero preferible que todo se mantenga como hasta ahora, ¿no creen? —exhorta Almánzar a modo de aliviar las caras largas.
A pocos metros de la puerta Mella, el capitán Torres ordena parar; se encuentra dudoso al ver que no hay señal de recibimiento por parte del pelotón del país. No había noticias del pelotón que estaría aguardando en las torres, tampoco a los pies de la muralla.
— ¡Bien! Desplieguen una autocaravana como señuelo conducido por Almánzar; quiero a cinco por el franco derecho y cinco por el izquierdo; el resto en formación de muro cubriendo los autos caravana restantes... algo no anda bien —ordena mientras avanza de frente a la puerta.
— Larel, González; tengan listo el equipo de primeros auxilios. Los demás, síganme a cuidar desde dentro el equipo médico —. Vidal toma el liderazgo movilizando a los médicos y científicos.
La muralla se encontraba completamente desprotegida y sin rastro del pelotón. Torres intentó abrir la puerta, pero, se le hizo imposible de este lado... algo evitaba el acceso desde el otro lado.
Incapaces de seguir, y sin noticias de lo ocurrido. Torres optó por la segunda ruta, rumbo al noreste, rodeando toda la muralla, unos 146 km.
Teníamos que movernos rápido para llegar antes de que el velo de la noche nos cubriera, ya que estaríamos cerca de los bosques Cayo Aclarado. Bosque frondoso al norte de la muralla, hogar de animales y hombres que abandonaron la ley para vivir como salvajes, y sin ser la mejor situación, es de esperarse que sean más salvajes de lo habitual.