—¡Señora Melzer! ¡Cómo me alegro de verla!
Marie estaba subiendo la persiana que protegía las prendas expuestas en el escaparate del sol matutino cuando la señora Ginsberg entró en la tienda. Saltaba a la vista que había caminado deprisa desde la parada del tranvía hasta el atelier, llevaba el abrigo abierto y el pañuelo de seda ondeaba al viento.
—¿Y Walter? —preguntó Marie, preocupada—. ¿Acaso puede volver a…?
La señora Ginsberg asintió, con lágrimas en los ojos.
—Sí, desde esta mañana a primera hora. Me ha dicho que anoche ya notó un cosquilleo. Cuando estaba conmigo sentado a la mesa del desayuno, de pronto podía mover el dedo corazón. Luego también el dedo índice y el anular. Solo el meñique no acaba de decidirse.
Marie vio los ojos iluminados de felicidad de su empleada y no pudo evitar abalanzarse sobre su cuello.
—Es una bendición, señora Ginsberg. He pensado tantas veces en su Walter… Y Leo también. Ha sufrido muchísimo por Walter.
—Ahora todo irá bien —comentó la señora Ginsberg, que se limpió las lágrimas con el dorso de la mano—. Espero que le quiten pronto el yeso, así podrá ejercitar la mano y recuperar el retraso en los ensayos.
Marie asintió. Sabía que la interrupción implicaba un retroceso. Quien no podía ensayar con regularidad por algún motivo perdía lo aprendido en muy poco tiempo, era terrible.
—Seguro que lo conseguirá, señora Ginsberg. Por cierto, nosotros también tenemos buenas noticias. Mañana podremos llevarnos a Kurti a casa, la herida está bien curada.
Mientras la señora Ginsberg dejaba el sombrero y el abrigo y se arreglaba rápidamente el peinado frente al espejo, Marie le contó que Kurti era muy impaciente y se aburría, aunque tenía la cama llena de juguetes que le habían llevado las visitas.
—Esta tarde mi cuñada Lisa quiere ir a visitarlo otra vez con sus niños, así está distraído y no se subleva —le contó relajada—. Y mañana por fin se habrá terminado.
Con la emoción le entraron ganas de hablarle de los regalos y las sorpresas que tenían para Kurti, del cartel de bienvenida que le había pintado Dodo, del pastel de chocolate que había preparado la cocinera por indicación de la abuela. Sin embargo, se detuvo a tiempo. El sueldo que pagaba a la señora Ginsberg era decente, pero no abultado, solo los costes del conservatorio suponían un duro golpe para sus cuentas. Seguramente, cuando se recuperara, Walter no tendría regalos ni recibiría un pastel de chocolate.
—Voy a echar un vistazo a la sala de costura —cambió de tema—. Luego vendrá la esposa del director Wiesler a probarse, la falda tendrá que estar lista.
La esposa del director era muy amiga de Kitty. Era la presidenta del círculo de bellas artes y antes le hacía muchos encargos a Marie. Ahora le encargaba más bien modificaciones, llevaba prendas antiguas para arreglar y siempre lo justificaba diciendo que era una lástima descartar una prenda tan bonita, para luego preguntarle a Marie si no se le ocurría cómo modificarla para que se ajustara a la última moda. El auténtico motivo era que el director de instituto Wiesler hacía un tiempo que estaba jubilado y las acciones que adquirió para mejorar su pensión habían perdido su valor.
Las dos costureras, la señora Schäuble y la señorita Künzel, estaban charlando y cuando Marie abrió la puerta volvieron presurosas al trabajo. Tampoco es que hubiera mucho que hacer, dos trajes de primavera que ya estaban casi terminados, y un vestido de noche para la señora Überlinger, que de momento no se había puesto en contacto para probárselo. No era buena señal. Marie decidió que al día siguiente daría a sus costureras algunas prendas de Lisa que había que ensanchar. Prefería que las dos mujeres tuvieran algo que hacer.
—Será mejor que cosa ese dobladillo a mano —le recomendó a la señorita Künzel—. Cuando termine, dedíquese al vestido de noche, por favor. Las mangas solo hay que ensartarlas, quiero ver cómo cae la tela.
Hizo un gesto con la cabeza para animar a las mujeres, y cuando, muy a su pesar, se iba a ocupar de las facturas, oyó una voz conocida desde la tienda.
—Hace una mañana estupenda, ¿verdad, señora Ginsberg? Por supuesto que nos conocemos… ¿Puedo hablar con la jefa del atelier?
—¿La señora Melzer? Sí, no sé… Siéntese, por favor, voy a ver.
Marie notó que se le revolvía el estómago del asco. Esa desvergonzada se atrevía a entrar en su atelier. Qué desfachatez.
La señora Ginsberg apareció en el despacho y cerró con cuidado la puerta.
—La señora Grünling está aquí —susurró—. ¿Qué hago? ¿Le digo que no está?
—No, ya voy —contestó Marie, y respiró hondo—. En todo caso es mejor que decir que no estoy.
Serafina Grünling se había sentado en una de las sillas blancas y observaba los maniquís con unos impertinentes. Marie, que hacía mucho que no la veía, comprobó que la antigua institutriz estaba muy cambiada. Algo más gruesa, llevaba el pelo corto, cuando antes siempre lo lucía recogido y estirado, lo que le suavizaba los rasgos, y se había maquillado y empolvado.
El vestido verde oscuro era de un tejido caro, aunque cosido sin imaginación, sin ese toque a la moda.
—Buenos días —saludó Marie con frialdad, y Serafina se volvió y esbozó una sonrisa que quería parecer amable pero se veía falsa.
—Mi querida señora Melzer —gorjeó la señora Grünling, y se levantó para saludar—. Hacía mucho que no nos veíamos. Siempre que he pasado por este atelier he admirado sus modelos en el escaparate, y hoy he pensado: voy a entrar sin más. Al fin y al cabo, la señora Melzer es una mujer de mundo, no es mezquina ni rencorosa.
¡Qué charlatana tan pérfida! Marie tenía ganas de echarla, pero era la esposa de un influyente picapleitos con el que siempre había que tener cuidado. No quería de ningún modo poner en apuros a Paul, que lo contrataba de vez en cuando.
—¿En qué puedo ayudarla, señora Grünling? —preguntó con frialdad.
Serafina en realidad tenía la intención de darle la mano, pero Marie no se acercó ni un paso y su pregunta sonó fría, así que guardó la distancia.
—Hace poco le dije a mi querida amiga Lisa que necesitaba unos cuantos vestidos bonitos y también un abrigo. Y ella me comentó que para eso no había en toda la ciudad un sitio mejor que el atelier de su cuñada en Karolinenstrasse.
Sin duda era mentira, porque Lisa sabía muy bien que Marie jamás le perdonaría a esa intrigante la desfachatez que había cometido con ella hacía un tiempo. Marie lamentaba no ser tan deslenguada como Kitty. En vez de contestar a Serafina como se merecía, guardó silencio.
Por desgracia, Serafina no se dejó impresionar por el silencio de Marie ni por su semblante frío y ausente.
—¿Sabe, señora Melzer? Últimamente estamos todos en el mismo barco y deberíamos permanecer unidos en estos tiempos difíciles. Se ve que en todas partes todo va de mal en peor. Según dicen, en la empresa MAN pronto despedirán a doscientas personas porque no tienen pedidos. Estoy muy bien informada porque mi querido marido ahora mismo se ocupa de asuntos tan desagradables como el cobro de deudas y de mercancías impagadas. En realidad apenas puede hacerse cargo de tantos clientes, la gente está nerviosa y preocupada por su dinero.
¿Adónde quería ir a parar esa víbora? ¿Quería explicarle lo bien que se ganaba la vida su marido a costa de la necesidad de la gente? ¿Que ya no necesitaba trabajar para la fábrica de telas de los Melzer?
—Pensé que justo ahora era oportuno encargar en su atelier un traje y un abrigo a juego. Mi marido opina que soy demasiado conservadora en mi estilo y que me falta algo a la moda.
En eso no le faltaba razón, la señora Grünling era una anticuada. Solo que Marie no tenía ganas de cambiar esa situación, aunque en principio Serafina pagara al contado.
—Lamentablemente, ahora mismo mis existencias de tejidos son muy escasas, señora Grünling.
Esa mujer era muy insistente. Dijo que aun así quería ver las telas que tenía para escoger una.
—Por supuesto —contestó Marie en tono desagradable—. La señora Ginsberg, mi empleada, la atenderá. Debe disculparme, tengo una cita importante.
Dicho esto, dio media vuelta y salió de la tienda. La señora Ginsberg la estaba esperando delante del despacho y la miraba angustiada.
—¿Qué hago con ella, señora Melzer?
Marie necesitaba aire fresco, así que cogió el abrigo y el sombrero para no tener que aguantar más a esa pesada que no se daba por aludida con ningún desaire.
—Enséñele las telas y dele los cuadernos de muestras. Cuando se decida de verdad por un modelo, tome las medidas. Lo habitual. Prueba dentro de tres semanas.
—¿Quiere que le exija un pago?
—No. —Atravesó la tienda sin despedirse de Serafina y salió del atelier. Si la señora Grünling aún no quería darse cuenta de que no era bienvenida, entonces no había nada que hacer.
Mientras salía a Karolinenstrasse, Marie pensó que elaboraría junto con Paul una estrategia para que esa mujer no volviera a colarse en la villa de las telas. Caminó sin rumbo y sus pasos la llevaron en dirección al ayuntamiento, pero de pronto se sintió ridícula por haber emprendido la huida de Serafina Grünling. Aminoró el paso, se paró en la plaza del ayuntamiento y escuchó a un orador en torno al cual se había reunido un grupo de personas. El hombre movía con vehemencia los brazos, tenía la cara roja del esfuerzo mientras lanzaba sus lemas a la multitud. ¿Qué decía? Hablaba del «fatal bloqueo de los ciudadanos», de «los de la cruz gamada» y de la «política catastrófica» que quería una nueva guerra. ¿Era del Partido Comunista? No, lo ponía en los carteles: un mitin del SPD, el Partido Socialdemócrata de Alemania. Los presentes no parecían estar todos de acuerdo con el orador, le llovían protestas, en una esquina incluso se dieron puñetazos. Marie rodeó con cuidado el grupo y acabó en Maximilianstrasse, cerca del conservatorio. De todos modos quería tener una conversación con la profesora de Leo, así que por lo menos con su huida cumplió un objetivo.
La zona de entrada del viejo edificio era estrecha y tenebrosa, pero en el interior se ensanchaba hasta formar un bonito vestíbulo con las paredes revestidas de madera. Durante un momento se quedó ahí parada, confundida, escuchando los sonidos deslavazados procedentes de las aulas, la mayoría de piano, se oía también un violín, en algún lugar alguien tocaba el clarinete. Entonces se abrió una puerta y salió un profesor de música, un señor mayor, que vio a la visitante sola en el vestíbulo y se acercó a ella.
—Buenos días, señora. ¿Espera usted a alguien? ¿Puedo ayudarla en algo?
—Esperaba encontrar aquí a la señora Obramova —explicó—. Aunque no tengo cita con ella, pasaba por aquí de casualidad.
—¿La señora Obramova? Si espera usted un momento, voy a ver.
—Es usted muy amable.
Tuvo suerte. Al cabo de unos minutos se abrió otra puerta, salió una chica joven con una carpeta de partituras bajo el brazo y tras ella apareció Sinaida Obramova. Era evidente que la habían informado de que la señora Melzer quería hablar con ella porque sonrió a Marie.
—Señora Melzer —dijo con su voz grave—. Me alegro de verla. Pase, tengo una pausa de un cuarto de hora.
En el aula hacía frío porque las ventanas estaban abiertas. Marie observó el piano de cola en el que Leo recibía clases tres veces por semana. Un Bösendorfer que había vivido épocas mejores. En casa, Leo practicaba con un piano de pared. La señora Obramova le ofreció una silla y se apresuró a cerrar de nuevo la ventana, luego se sentó frente a ella en el taburete del piano.
—Siempre necesito tomar aire fresco después de clase —confesó—. Necesito notar el viento en la cabeza. ¿Viene usted a preguntar por los progresos de Leo? Tiene mucho talento. Es un alumno magistral. Un chico maravilloso.
La pianista volvió a ponerse su chaqueta gris larga, debajo llevaba una blusa de seda de color crema y una falda gris hasta las pantorrillas. En la velada de concierto en el conservatorio llevaba la misma ropa.
—En efecto, he venido a hablar con usted de mi hijo Leo, señora Obramova. Practica a diario varias horas ese concierto de Chaikovski…
—Es una obra maravillosa y una música fantástica —la interrumpió la profesora—. Y Leo es un gran intérprete, aunque aún es joven. Ese concierto será un gran éxito para él.
—Precisamente esa es la cuestión —intervino Marie—. Mi marido y yo somos de la opinión de que Leo está desbordado con esa obra tan difícil.
Su interlocutora frunció las espesas cejas oscuras sin querer.
—¡Nunca! Desbordado no, señora Melzer. El concierto es un desafío, implica un gran esfuerzo, pero Leo es capaz de hacerlo. Los jóvenes artistas deben crecer con grandes encargos, señora Melzer. Leo tiene un don especial, será un gran pianista.
La forma de hablar de esa rusa se parecía un poco a un cañonazo, era casi imposible protegerse de él o intervenir. Seguramente eso también había ayudado a que se ganara el apodo de «mariscala de campo». Marie tenía pocas ganas de dejarse ametrallar con palabras por esa señora.
—No ha entendido lo que quiero decir, señora Obramova —interrumpió a la profesora levantando la voz—. He dicho que mi hijo está desbordado con ese encargo. Todos los días practica hasta ocho horas en el piano, desatiende el colegio. Y lo que más me angustia es que no ha avanzado en las exigencias técnicas del concierto.
La señora Obramova la escuchó reacia, su gesto era hosco y prácticamente atravesaba a su interlocutora con su mirada de ojos negros. Poco a poco Marie comprendió por qué Leo practicaba como un poseso: había caído en las garras de una tirana.
—Ese es un criterio pedagógico, señora Melzer —protestó—. En este caso, es mi decisión. Tengo experiencia, usted no, por lo que no puede emitir un juicio de valor. ¡Soy pianista, estudié música en Petrogrado en el conservatorio con profesores reputados!
Qué mujer tan soberbia. ¿Por qué no se había dado cuenta hasta entonces? ¿Por qué todo el mundo hablaba con tanto respeto de la célebre pianista rusa? Marie decidió tomarle un poco el pulso.
—¿Estudió en Petrogrado? ¿Y también dio conciertos allí?
—¡Por supuesto! ¡Allí di muchos conciertos con la sinfónica de la ciudad! ¡Muy famosa! Fui una niña prodigio, con doce años ya di un concierto.
Marie no se dejó impresionar por el tono de desdén y la arrogancia de la rusa. Petrogrado ahora se llamaba Leningrado, no era fácil viajar allí porque las relaciones habían cambiado mucho desde la revolución de 1917.
—Sin duda terminó el conservatorio con un diploma de profesora, ¿verdad? A mí me gustaría un final parecido para mi hijo.
Era una pregunta capciosa, y Sinaida Obramova cayó en la trampa.
—¡Un diploma! —exclamó—. ¿Qué es un diploma? Nadie necesita un diploma cuando se trata de música y artistas. Leo tiene que dar conciertos, eso es un diploma. Es el billete para tener una carrera.
¿No había hecho el examen final del conservatorio? Bueno, seguramente le habría sido fácil encontrar una excusa. Con los tumultos de la revolución se habían perdido muchos papeles.
—En eso tiene razón, por supuesto —interrumpió a la señora Obramova—. ¿En Alemania también da conciertos? Me encantaría escucharla alguna vez.
Por lo visto la rusa había notado que la estaba poniendo a prueba y reaccionó, como esperaba, con un arrebato de ira.
—En Alemania nadie nos ha ayudado —exclamó furiosa—. Mi madre, mi padre y mi hermano pequeño llegamos a Alemania y nos trataron como si fuéramos basura. Yo tenía solo diecisiete años. Ni casa, ni dinero, ni piano. Los conciertos los dan los pianistas alemanes, nadie quiere oír a una pianista rusa. Tengo que dar clases, necesito ganar dinero para que mis padres vivan…
Al parecer tenía diecisiete años cuando llegó de Rusia. ¿A esa edad ya podía ser una afamada pianista? ¿Quizá una estrella en ciernes en el cielo de los conciertos? Tal vez. Luego la revolución destruyó todas sus esperanzas. Era trágico. Pero sin duda no había sido una célebre pianista rusa.
—Lo siento mucho —dijo Marie levantando la voz para hacerse oír en plena verborrea de su interlocutora—. No dudo de sus capacidades pedagógicas, pero opino que sería mejor que Leo cancelara ese concierto.
Ella entornó los ojos negros, parecía un gato a punto de atacar.
—¿Cancelarlo? ¿Quiere cancelar el concierto de Leo? ¡Es imposible! Bozhe moi! ¡Quiere que ese chico con tanto talento sea director de una fábrica! Leo tiene que sacar buenas notas en el colegio. Zachem? ¿Para qué? La música, esa es la vida de Leo, ¿quiere prohibírsela? Eso es un gran pecado hacia su hijo, señora Melzer. ¡El Señor la castigará por ello! Y yo, Sinaida Obramova, no permitiré que se lo prohíba. Leo es mi alumno. Voy a convertirlo en pianista.
Marie ya estaba harta. Esa señora era incorregible, habría que ir por otras vías. Aunque fuera necesario sacar a Leo del conservatorio, iba a proteger a su hijo de esa mariscala de campo.
—No quiero abusar de su tiempo más de lo necesario —dijo, y se levantó—. Tendrá noticias nuestras, señora Obramova. ¡Buenos días!
La rusa lanzó a Marie una última amenaza:
—¡Tiene que preguntarle a su hijo! Le dirá que quiere dar el concierto. Si se lo prohíbe, la odiará.
Marie cerró la puerta con firmeza. Fuera esperaba un chico pelirrojo con el cuaderno de partituras bajo el brazo. Cuando Marie cerró la puerta, él la miró asustado con sus grandes ojos infantiles de color azul claro.
—Espera un momento antes de entrar —le recomendó con una sonrisa—. La señora Obramova tiene que ventilar el aula.
Cuando volvió a salir a la calle, notó hasta qué punto la había alterado la conversación. ¡Menuda bruja! Parecía sentirse muy segura de su poder sobre Leo. «¡La odiará!» Era una amenaza terrible para una madre que quería a su hijo. A esa mujer le era indiferente si Leo se desmoronaba ante una tarea tan abrumadora. Quería convertirlo en pianista. ¿Por qué? Esa joven ambiciosa tuvo que renunciar a su sueño y buscaba reafirmarse. Si no como gran pianista, por lo menos como reputada pedagoga que formaba a niños prodigio. Y para ello había escogido justo al pobre Leo. ¿Cómo podía estar tan ciega? ¿Qué ganaba ella si Leo fracasaba en el concierto? ¡Absolutamente nada!
Tenía que hacer algo antes de que se produjera la catástrofe. Pero ¿qué? Paul querría solucionar el problema a su manera y prohibiría terminantemente a Leo dar el concierto. Punto. Era la solución más fácil, pero en absoluto la mejor. Marie prefería hablar con Leo, apelar a su sentido común. El joven tenía que ver que ese concierto escapaba a sus posibilidades, debía tomar él la decisión. Sin embargo, tampoco sería fácil. Llegó al atelier justo a tiempo para saludar a la esposa del director Wiesler y hacer las pruebas de la falda modificada. Se la había estrechado y le había añadido un plisado.
—Seguro que no le importa que le pague la semana que viene, ¿verdad? Estoy tan ocupada que no tengo tiempo de ir al banco.
—Por supuesto que no… Se lo apunto, señora.
¡Vaya día! Luego se enteró por la señora Ginsberg de que Serafina Grünling no se había decidido por ningún modelo y volvería más tarde para que la aconsejara la señora Melzer en persona. Así que aún le esperaba otra confrontación.
—Lo siento muchísimo —suspiró la señora Ginsberg, que tenía mala conciencia—. He hecho lo que he podido, pero a todo le ponía pegas.
—No es culpa suya, señora Ginsberg. Ahora váyase a casa, le doy el resto del día libre. Hoy es un día muy feliz para usted y para Walter.
La señora Ginsberg estaba perpleja. Al principio dudó si aceptar la oferta, pero cuando Marie insistió, cedió.
—¡Señora Melzer! ¿Cómo puedo agradecérselo? Voy a comprar unas cuantas cosas y prepararé un almuerzo para Walter y para mí. Se llevará una sorpresa cuando llegue del colegio.
Marie se quedó junto a la puerta y siguió con la vista a su empleada, que se fue a toda prisa. Luego suspiró y se dirigió a su despacho para revisar las facturas impagadas y escribir recordatorios inútiles.