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Capítulo 3

—¿Doctora? ¿Tendría usted un momento?

Tilly von Klippstein se paró en el pasillo y asomó la cabeza a la sala de enfermos, cuya puerta estaba abierta. La mujer mayor y delgada de la cama del medio había levantado la mano, como si fuera una colegiala que pidiera la palabra con timidez. Ya se habían recogido los restos del almuerzo.

—La doctora tiene cosas que hacer, señora Kannebäcker —reprendió la enfermera Martha a la paciente—. ¡Los médicos de esta clínica no están solo a su disposición!

Tilly hizo caso omiso del reproche y entró en la sala de enfermos. Había cuatro camas muy juntas, a la izquierda una ventana, a la derecha la pared con el lavamanos. Al lado de la puerta, dos sillas de madera para las visitas: ese era todo el mobiliario. Las bolsas y maletas con las pertenencias de los enfermos estaban guardadas bajo las camas.

—¿Qué pasa, señora Kannebäcker? ¿Tiene dolores? —preguntó Tilly.

La anciana lo negó. Tenía una dolencia grave en el corazón y le costaba respirar, pero nunca se quejaba por eso. Solo los grandes ojos de color azul claro, con un aire tan amable y desvalido en su rostro enjuto, transmitían algo de su sufrimiento. Tilly ya había conversado un poco con ella en varias ocasiones, y vio que le sentaba bien.

—Quería decirle algo, doctora —susurró la anciana, y le indicó con un gesto que se acercara.

Tilly dudó, la esperaban para un caso que había ingresado con una herida en el cráneo. El doctor Heinermann, un colega, estaba al cargo, pero por lo visto algo no iba bien. Sin embargo, decidió dedicar unos minutos a la señora Kannebäcker y luego ir a la unidad masculina. La cama de la izquierda estaba vacía, la paciente había fallecido por la mañana. Las otras dos camas las ocupaban campesinas que se habían herido trabajando.

—¿Qué quería decirme, señora Kannebäcker? —Tilly se inclinó sobre la anciana y le cogió la mano. Estaba fría, se le notaban los huesos bajo la piel arrugada.

—¿Sabe, doctora? —susurró—. No me importa nada, ¿entiende? No me da miedo la muerte.

Tilly sabía que estaba mal, pero aun así le dolían sus palabras. Tras los cinco años que llevaba como médico en la clínica de Schwabing aún no podía permanecer imperturbable ante la muerte.

—Señora Kannebäcker —dijo en tono animado—, quién está hablando ahora de la muerte. Al fin y al cabo, está usted aquí para recuperarse.

La anciana sacudió la cabeza con obstinación y sonrió como si ella supiera lo que se decía. Seguramente tenía razón, pero eso Tilly se lo guardó.

—Está bien así, me alegro de que haya terminado —dijo en voz baja—. ¿Para qué voy a seguir viviendo? Mi querido marido y mis dos chicos hace tiempo que se fueron, me dejaron sola…

Le había contado a Tilly que su marido y sus dos hijos murieron en la Gran Guerra. El marido justo al inicio, y poco después los dos chicos con dieciocho años recién cumplidos. Murieron el mismo día, como si lo hubieran acordado. Uno en Rusia, el otro en Francia. La madre se quedó sola y sin recursos porque la tienda de pinturas del marido quebró tras la guerra.

—Pero seguro que tiene amigos o familiares —comentó Tilly, que se sentía impotente—. Siempre hay un motivo para vivir, señora Kannebäcker.

La campesina de la cama de al lado empezó a roncar, en el pasillo tintineaba la vajilla que habían recogido de las habitaciones y esperaba en el carro a que la llevaran a la cocina.

—No tengo a nadie —dijo la anciana—. Trabajé diez años en la fábrica. Turno de noche, turno de mañana. Me quedé dos veces sin trabajo, estuve en los comedores populares y en invierno quemé los muebles del salón. La vecina venía a veces a prestarme un huevo o una taza de harina. Ya está. Por lo demás estaba sola. Pero tenía los recuerdos, vivía con ellos. «Has caminado por el lado alegre de la vida. Ahora te toca ir por el lado oscuro», me decía.

Le costó susurrar las últimas frases, respiraba con dificultad y calló. Tilly apretó su mano y le dijo al oído que seguro que las sombras no podían durar eternamente, que llegarían tiempos mejores. La paciente asintió y sacó la otra mano de debajo de la manta.

—Me gustaría regalarle esto, doctora —susurró—. Porque es usted una persona bondadosa y me ha escuchado. —Abrió el puño y dentro brilló algo dorado.

Tilly miró confusa el pequeño colgante de piedra roja engastada en una delicada cadena de oro.

—No puedo aceptarlo, señora Kannebäcker —dijo en voz baja—. No puedo aceptar regalos de mis pacientes.

—¡Cójalo, por favor! Cuando me muera, me lo arrancarán del cuello. Y quiero que lo tenga usted. Me lo dio mi marido como regalo de compromiso. Seguro que le trae suerte.

A Tilly se le partió el corazón por no poder cumplir ese deseo de la anciana, pero la dirección de la clínica era estricta: le habría costado el puesto. Por suerte, en ese momento se abrió la puerta y la silueta fornida de la enfermera Martha apareció en el umbral.

—Señora Von Klippstein, por favor, la reclaman en la unidad masculina —anunció, y se quedó esperando en la puerta.

—Ya voy, Martha.

Tilly se inclinó para despedirse de su paciente, le acarició la frente con ternura y prometió ir a verla más tarde. Luego pasó junto a la enfermera Martha y subió corriendo la escalera que llevaba a la unidad masculina.

El trabajo en el hospital no era fácil. Aparte de Tilly, había dos doctoras más. Las dos entraron el año anterior, pero ya tenían su doctorado, y una de ellas era la hija del jefe de cirugía. En su momento Tilly renunció a hacer el doctorado. Para ella era más importante trabajar de médico y prestar ayuda a los enfermos que sacarse un título. Ahora se arrepentía de esa decisión porque sin él no la tomaban del todo en serio, sobre todo las enfermeras. En la clínica imperaba una estricta jerarquía, y las enfermeras eran implacables con las áreas de trabajo que tenían asignadas, incluso se permitían dar instrucciones a los médicos jóvenes. En cambio, ante los médicos mayores o los médicos jefe se mostraban solícitas, se inclinaban ante ellos y competían por sus simpatías. Porque eran hombres. De vez en cuando, una joven enfermera guapa conseguía pescar a un médico de la clínica como marido, aunque era raro. Lo más común eran las aventuras amorosas breves y casi siempre infelices, sobre las que todo el personal cuchicheaba tapándose la boca.

Una mujer con bata blanca era sospechosa para las enfermeras, despertaba los celos y la envidia. En los cinco años que llevaba de médica en la clínica, Tilly solo había conseguido imponerse con algunas enfermeras. La mayoría se habían convertido más bien en sus acérrimas enemigas, entre ellas Martha.

Tilly echó un vistazo al gran reloj de pared y vio que eran las tres, dentro de media hora terminaba su turno normal. No era de extrañar que se sintiera tan cansada. Apenas había comido desde primera hora de la mañana, no paraban de llamarla de un paciente a otro y entretanto había ido a urgencias, de las que también se hacía cargo junto con un colega. Una hora antes entró un chico joven con una herida en el cráneo del que se ocupaba el doctor Heinermann. Por lo visto ahora tenía dudas y la hizo llamar.

En el número 14, donde estaba el joven, el médico se encontraba junto a la cama examinando al paciente.

—Tiene trastornos visuales y se siente mareado —le explicó, muy escueto.

—¿Le han hecho una radiografía?

—Por supuesto. Sin diagnóstico. Seguramente son consecuencia de la conmoción cerebral. Se ha levantado y ha caminado un poco, incluso ha intentado abrir la ventana.

El joven parecía fuerte, trabajaba como repartidor de cerveza. Se había hecho la herida en una pelea con un amigo en estado de embriaguez, tras recibir un puñetazo cayó hacia delante y se golpeó la cabeza contra un poste. Los que tenían el cráneo duro solían sufrir las secuelas de ese tipo de golpes al cabo de unos días.

—¿Le ha sangrado la nariz todo el tiempo? —le preguntó Tilly al chico, que no paraba de usar un paño para contener la sangre que le salía de la nariz.

—Pues sí. No para.

Tilly pidió un pañuelo de celulosa, recogió con él unas cuantas gotas de sangre y vio que alrededor se formaba un borde transparente. ¡Líquido cefalorraquídeo!

—Mire, doctor Heinermann.

El médico observó el pañuelo y la miró enfadado, como si fuera culpa suya. Fractura de la base craneal. Debería haberse dado cuenta él.

—Túmbese y quédese tranquilo, señor Kugler —ordenó el doctor—. Y no camine más bajo ningún concepto. Ahora volverá a examinarlo nuestro médico jefe.

—¿Qué? ¿Otro médico? Pensaba que mañana podría irme a casa. Mariele, mi novia, quiere hacerme albóndigas de patata y carne ahumada.

—Probablemente no sea mañana, señor Kugler. Su novia puede venir a visitarlo a la clínica.

—¿Y si otro se come las albóndigas de patata?

Cuando los médicos salieron de la sala de enfermos, el doctor Heinermann se detuvo un momento y miró el reloj de pulsera.

—Menuda tontería —comentó—. Enseguida se termina su turno, ¿no? Qué suerte. Ya me ocupo yo del caso. Al profesor Sonius no le entusiasmará tener que operar ahora.

Tilly estuvo de acuerdo, estaba demasiado cansada y ya eran las tres y media. Sin embargo, le habría encantado ver la radiografía, no para colgarle el muerto a su colega, sino por interés propio. ¿Habría reconocido la fractura de cráneo?

—Estas cosas siempre pueden pasar —le consoló ella—. Aún no es demasiado tarde para una operación.

—Por supuesto que no —comentó, y sonrió más tranquilo—. Que tenga un buen día, señora Von Klippstein.

Dio media vuelta y se fue con la bata ondeando. Tilly se dirigió a la sala de médicos para cambiarse. Sin embargo, cuando se encontraba frente a su taquilla volvió a pensar en la señora Kannebäcker y, aunque se sentía agotada y tenía ganas de salir de la clínica, se pasó por la sala de mujeres. La puerta estaba abierta y dos jóvenes enfermeras salían de la sala.

—Ay, señora Von Klippstein, qué bien que haya venido.

—¿Qué pasa?

—La señora Kannebäcker ha fallecido. Ha sido muy rápido, las pacientes de al lado ni siquiera se han dado cuenta.

Fue una muerte dulce. Cuando Tilly la examinó, vio en el rostro de la anciana una sonrisa de liberación. Ya había terminado, las sombras habían desaparecido, viviría para siempre en la luz.

Con paso lento y cansado, regresó a la sala de médicos para expedir el certificado de defunción. Allí se quitó la bata blanca y, cuando la iba a guardar en su taquilla, notó un bultito en uno de los bolsillos. Lo palpó con la mano: era la cadena con el colgante de rubí. Un corazón pequeño, engastado en oro y con un corchete.

«Seguro que le trae suerte», había dicho la anciana. Esa mujer astuta se lo metió en el bolsillo de la bata mientras hablaba con la enfermera Martha.

Tilly dudó, luego se colgó la cadena. Era un recuerdo de una persona querida, por eso lo llevaría. Además era precioso. Ernst le regalaba joyas con frecuencia, sobre todo al principio de su relación, pero por desgracia casi nunca eran de su agrado. A ella le gustaban sencillas y no se sentía atraída por los collares ostentosos y caros con pendientes a juego. Todos esos regalos bienintencionados se quedaban en su joyero y rara vez se los ponía.

El trayecto en tranvía hacia Pasing se le hizo interminable. Se alegraba de haber conseguido al menos un asiento y no tener que ir de pie. Poco antes de las cinco por fin llegó a la imponente villa de Menzinger Strasse que su marido Ernst adquirió unos años antes. Estaba muy orgulloso de esa propiedad, había llevado a cabo una costosa reforma de la villa y del parque y solía contar a sus conocidos que vivían en las inmediaciones del castillo de Nymphenburg.

En la entrada, el olor de la cena era tentador. La criada se acercó a ella para cogerle el abrigo y el sombrero.

—¿Qué hay para cenar que huele tan bien, Bruni? —preguntó con una sonrisa.

Bruni era rolliza y siempre estaba de buen humor. Llevaba el cabello espeso y crespo recogido en la nuca, pero siempre se le salía un mechón que le daba en la cara.

—Hay albóndigas de patata con asado de cerdo, señora. El plato preferido del señor. De primero crema, y el postre no puedo desvelarlo o la señora Huber me mata.

Su risa era tan contagiosa que Tilly no pudo más que unirse a ella.

—Entonces será mejor que nos dejemos sorprender —comentó—. ¿Mi marido está en el despacho?

—Sí. El señor está hablando por teléfono.

Tilly entró en la biblioteca que había justo al lado del despacho, allí se sentía a gusto. A través de tres ventanas estrechas y altas se veía el parque, donde en esa época del año brillaban los primeros narcisos amarillos en los bancales. Los abetos azulados que Ernst ordenó plantar alcanzaban ya una altura considerable y había que podarlos porque le quitaban demasiada luz al parque. Tilly respiró hondo y se dejó caer en una de las mullidas butacas orejeras de cuadros, cerró un momento los ojos y procuró ahuyentar las angustiosas sensaciones de la clínica. No lo consiguió. Con un suspiro, cogió el correo que el sirviente Julius le había dejado como siempre sobre la mesita. La factura anual de una revista médica a la que estaba suscrita, una invitación a tomar el té que fue directa a la papelera y una carta de Kitty. Por lo menos algo le haría sonreír.

Mi querida e infiel Tilly, has olvidado a todos los de Augsburgo…

Vaya, a su cuñada no le faltaba razón. La semana siguiente su madre cumpliría sesenta años. ¿Cómo podía ser que lo hubiera olvidado? Estaba tan entregada a sus asuntos que había desatendido de un modo imperdonable a sus seres queridos de Augsburgo.

Mientras leía las divertidas historias de Kitty sobre las últimas fechorías de su hija Henny, oyó la voz de Ernst desde la habitación contigua. Sonaba alterado, como casi siempre en esos últimos meses. Durante unos años había hecho crecer su fortuna gracias a inversiones inteligentes y compras de acciones, luego invertía los beneficios en participaciones de empresas y le iba bien así. Ahora, el Viernes Negro en la bolsa de Nueva York se había extendido a Alemania y todo había cambiado. Los financieros estadounidenses exigían el reembolso de sus créditos y los bancos y las empresas alemanes pasaban dificultades. Tilly recordó horrorizada la quiebra del banco de los Bräuer durante la Gran Guerra, que provocó que su padre, Edgar Bräuer, se quitara la vida por desesperación. «Tonterías», se dijo para calmarse. Ernst no era banquero, había invertido su dinero con astucia y superaría la crisis sin pérdidas.

Poco después Ernst entró en la biblioteca.

—Aquí estás, Tilly —comentó, y sonrió un poco despistado—. ¿Has tenido un día agotador? ¡Cuántas veces tengo que decirte que dejes el trabajo en la clínica! Realmente a mi mujer no le hace falta ganar dinero.

«Cómo ha cambiado en los últimos años», pensó Tilly. ¿Acaso no la había apoyado con cariño durante los estudios y los primeros años de carrera profesional? ¿No la animaba una y otra vez a seguir su camino como médico? Ernst le despejaba el camino de obstáculos, les contaba a todos los conocidos lo orgulloso que estaba de ella.

Ahora se consideraba un empresario de éxito, se codeaba con la alta sociedad de Múnich, con la nobleza y los ricos, y le decía que debería dejar su profesión y ocuparse de la casa y de su esposo como las demás mujeres casadas.

—No trabajo por el dinero, Ernst —contestó en voz baja—. Lo sabes perfectamente.

—Sí, claro, claro —dijo, y se frotó las manos. Era un gesto al que se había acostumbrado y que expresaba su desasosiego—. Vayamos a la mesa. Tengo hambre.

El comedor estaba decorado con muebles al estilo inglés antiguo que tanto le gustaba a Tilly. Transmitían en parte el ambiente hogareño de las casas de campo británicas que había visto en Kent durante el viaje de novios. El mundo podía irse al garete, los pueblos podían desmoronarse: My home is my castle, esa era la fe inquebrantable de los ingleses.

Pese a la agradable decoración del comedor, Tilly no notaba el «bienestar» esperado. Echaba de menos la vida, la familia, la alegre ingenuidad de los niños que conocía de Frauentorstrasse en Augsburgo. En cambio, ahí estaba sola con Ernst en esa gran mesa tan bonita; dejaban que Julius sirviera la comida, bebían vino mezclado con agua y los dos se esforzaban por entablar una conversación estimulante que la mayoría de las veces degeneraba en dos monólogos. Tilly le informó de lo sucedido en la clínica mientras Ernst hablaba de sus negocios y de los compromisos sociales a los que debía acompañarlo. Le costaba un horror cumplir los deseos de su marido en ese sentido. Las visitas a la ópera y al teatro que iban asociadas a importantes reuniones comerciales todavía las hacía con gusto. Le resultaban mucho más difíciles los actos oficiales en los que uno debía estar si quería formar parte del mundillo. Lo peor para ella eran esas invitaciones aburridas en extremo y las eternas preguntas que tenía que aguantar.

«Supongo que trata exclusivamente a mujeres, ¿no?» «¿No es repugnante ver a tanta gente enferma todos los días?» «Seguro que ahí tiene trato con personas muy sencillas, de esas que no pueden lavarse todos los días». «¿Puede poner usted inyecciones, o eso solo lo hace el médico?»

Era prácticamente imposible explicarles a esas damas descerebradas que ella era doctora y no enfermera, no lo entenderían. Ayudaría si contara con el título de médico, pero había renunciado a él porque era consciente de que un doctorado le exigía tiempo, pero no la iba a convertir en mejor médico.

Después siempre llegaba la misma pregunta: «¿Tiene hijos, señora Von Klippstein?». «Por desgracia, no».

Esa manera de asentir con la cabeza. Por supuesto que no tenía hijos. Trabajaba y no podía ocuparse de las criaturas en absoluto. Tilly jamás mencionaba, por respeto a su marido, que si no tenía hijos se debía a la herida de guerra de Ernst.

«Pero el cometido más importante de una mujer es la maternidad, ¿verdad?», le replicaban luego.

Poco a poco, con distintas excusas, había ido reduciendo las obligaciones que le imponía Ernst y ahora solo lo acompañaba en ocasiones importantes en las que quedaría mal presentarse sin su esposa. Eso requería cierta abnegación por su parte, pero lo hacía por amor a él.

Durante el postre, que hoy consistía en helado, Ernst le relató los acontecimientos políticos más recientes. De nuevo había dimitido un gobierno, esta vez el segundo gabinete de Hermann Müller. Siempre el mismo juego en esta República, los señores diputados se dedicaban a sus intrigas, se dejaban unos a otros fuera de combate y malgastaban el tiempo en discusiones inútiles.

—¿Quién gobierna Alemania en realidad? —exclamó Ernst—. Eso me gustaría saber. ¿Quién se ocupa del futuro de Alemania mientras los diputados y los ministros se enzarzan en sus enfrentamientos verbales? ¡Es un crimen, teniendo en cuenta los problemas a los que ha tenido que enfrentarse el castigado Imperio alemán!

Tilly tenía poco que decir sobre el tema, así que se quedó sentada en su sitio en silencio, removiendo el helado derretido que se había convertido en nata con sabor a vainilla. Intentó unas cuantas veces formular una pregunta, pero a Ernst no le gustaba que lo interrumpieran en sus monólogos. Todos los terminaba de la misma manera:

—Así no se puede gobernar un país. Es como en el estamento militar: cuando los soldados empiezan a discutir con los oficiales en vez de obedecer órdenes, el ejército no puede avanzar. ¡Necesitamos a alguien que diga lo que hay que hacer! Alguien con madera de líder que se imponga. Tú puedes decir lo que quieras, Tilly: Adolf Hitler, ese es mi hombre. Confío en él para nuestro futuro.

Tilly había visto fotografías de ese hombre en la prensa y, en efecto, daba la impresión de ser una persona muy resuelta y decidida. Sin embargo, dudaba de si contaba también con la experiencia y el buen juicio necesarios para semejante tarea. No le gustaba por pura intuición. Sin embargo, según Ernst, la política no era cuestión de intuiciones, sino un asunto que requería una mente clara que, por naturaleza, poseían los hombres. En ese sentido, no estuvo de acuerdo con que las mujeres obtuvieran el derecho de voto tras la Gran Guerra. Para Ernst era probablemente una de las causas de la terrible situación actual de Alemania.

Tilly no compartía su opinión, pero estaba cansada de discutir con él sobre el tema. No llevaba a nada porque Ernst no escuchaba sus argumentos y se limitaba a defender su postura con obstinación. Sí, había cambiado. Ernst von Klippstein ya no era el hombre con el que se casó hacía cinco años. Su éxito empresarial le había dado una excesiva seguridad en sí mismo con la que disimulaba sus carencias físicas. Compraba su ropa en tiendas caras, llevaba abrigos loden y de piel, tenía trajes de etiqueta según la última moda en corte, y en las ocasiones especiales vestía de frac. Rara vez se quejaba ya de dolores en las cicatrices que le cubrían el estómago y el pecho. Tampoco parecía sufrir la angustia de no poder engendrar jamás un niño. Era más bien Tilly la que quería tener hijos, pero nunca hablaba del tema.

—Por cierto, la semana que viene me han invitado a una velada en casa del doctor Breindorfer —anunció Ernst después de permanecer un rato callado—. Acudirán algunas personalidades importantes y sería conveniente que me acompañaras, Tilly.

—¿La semana que viene? —preguntó, y arrugó la frente—. Oh, lo siento muchísimo, Ernst. Voy a tomarme unos días libres en la clínica para ir a Augsburgo. Mi madre cumple sesenta años.

Ernst lanzó enfadado la cucharilla del té al plato de postre y sacudió la cabeza.

—¿De verdad es necesario?

Ella respiró hondo para no decir nada de lo que pudiera arrepentirse.

—¡Yo creo que sí, Ernst!

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