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Kakuy.

El era bueno; ella era cruel; el muchacho amaba a su hermana, pero ella acibaraba sus días con recalcitrante perversidad. Desesperado, abandonaba en ocasiones la choza, internándose en las marañas del monte.

Vagando él triste por las umbrías, pensaba en ella; las algarrobas más gordas, los mistoles más dulces, las más sazonadas tunas, llevaba al rancho para alimentar a su hermana. También llevaba sábalos pescados en el remanso del río o tal vez un quirquincho de la barranca próxima.

Palmo a palmo conocía su monte, y siendo cazador de tigres, además, protegía la morada. Insigne buscador de mieles, nadie tenía más despiertos ojos para seguir la abeja voladora que llevara a su colmena. Todo esto le costaba trabajo y pequeños dolores; pero su hermana, en cambio, se mostraba indiferente, como gozándose de sus penas.

Volvió una tarde sediento, herido y fatigado. Pidió entonces a su hermana un poco de agua para beber y limpiarse las heridas. Ella, malvada, la dejó caer en el suelo. El hombre, una vez más, ahogó su desventura. Al siguiente día le hizo lo mismo con la comida.

Cansado de tantos desprecios, la invitó a acompañarlo a un sitio distante, donde había descubierto miel; pero su invitación encubría designios de venganza.

Cuando llegaron allí la hizo subir al árbol más alto. Cuando ella se hubo instalado allá, el empezó a descender por el tronco, desgajándolo a hachazos. Una vez en tierra, huyó sigilosamente.

Presa quedó en lo alto la infeliz. Transcurrieron instantes de silencio. Ella habló. Nadie le respondía.

Abandonada a semejante altura, sobre un tronco liso y largo sin otras ramas que aquellas a las que se aferraban sus manos, espiaba para ver si el hermano reaparecía por ahí. La acometían deseos de arrojarse, pero la brusquedad del golpe la amilanaba.

Mientras tanto, la noche iba descendiendo. La garganta le había quedado muda y la lengua se le pegaba en la boca con sequedad de arcilla. Tiritaba de frío y sentía el alma mordida por implacables remordimientos. Los pies, en el esfuerzo anómalo con que ceñían su rama de apoyo, fueron desfigurándose en garras de búho; la nariz y las uñas se encorvaron y los dos brazos abiertos en agónica distensión, emplumecíeron desde los hombros a las manos. Se vio de pronto convertida en ave nocturna.

Así nació el Kakuy. La pena que se rompió en su garganta llamando a aquel hermano justiciero es el grito que aún resuena en la noche por el monte santiagueño, gritando:

- ¡Kakuy! ¡Turay! ¡Kakuy! ¡Turay!

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