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24 de Octubre (Ecos del pasado)

Belfast, Irlanda Del Norte.

Otra vez.

Volver a la casa de La Hechicera con la cola entre las patas no estaba entre mis planes, pero poco más podía hacer después del desastre de Roma. Incluso dudaba de que la abuelita se dignara a ayudarme, después de saber que dos de sus amados niños inmortales habían muerto luego de…"dialogar" conmigo. Por más que fueran dos idiotas fascistas.

Sin embargo, era necesario. Buscar a Anastasia en Rusia por mis propios medios iba a ser una tarea ridículamente exigente. Sin ningún intermediario, podría tardar semanas en encontrarla. O meses. Y ella, sin noticias de mi paradero actual, podría demorar lo mismo, por más que tuviera acceso a los mejores hackers y espías.

Irlanda del Norte estaba cada vez peor, si es que eso era posible. Los primeros saqueos habían empezado días atrás en algunos supermercados y tiendas de electrónicos, los cortes de corriente programados llegaban hasta tres horas al día, y veías a la gente en la calle abrigada, malhumorada y criticando al gobierno. Los graffitis y cortes de calles habían vuelto a hacer acto de presencia. La calle ya no era patrullada solo por coches de policía, sino también por transportes blindados con ruedas, capaces de resistir hasta bombas y cócteles molotov.

Así pues, puse mi mejor sonrisa y tomé un taxi hasta la dirección de la viejecita. El chofer no dejó de conversar en todo el viaje, fiel a la tradición de su gremio. Recibí un discurso sobre cómo las cosas se habían torcido hasta ese punto, y de lo que —según él— había que hacerse para que todo fuera "como antes". Incluso me advirtió que tuviera cuidado allí afuera.

Decidí bajarme dos calles antes del destino. Los acólitos de La Hechicera iban a molestarse si los dejaba en evidencia, y tal vez necesitara su apoyo para convencer a la anciana. Era hora de ser una buena niña.

Poco a poco me di cuenta de que algo no iba bien. La gente en la calle tenía aspecto de asustada. No de molesta, como en el centro de la ciudad, sino de asustada. Algunos conversaban en voz baja. La violencia ha vuelto, decían. Otros echaban la culpa al Nuevo I.R.A., o sacudían la cabeza con pena. A medida que me acercaba, veía ancianos mirando por las ventanas, en dirección al lugar de La Hechicera.

La casa estaba rodeada por una cinta policial blanca y roja. Una patrulla hacía guardia frente a la entrada, con un somnoliento agente al volante. Y había un vidrio roto en una de las ventanas, con un agujero muuy pequeño y bien marcado, del cual salían quebraduras en todas direcciones. Sospechoso…

El coche negro se acercó a mi espalda, casi en total silencio.

—Va a ser mejor que nos acompañes, chica.

La voz sonaba mortalmente seria, más no amenazante. Aún sin mirar hacia atrás, reconocí la entonación.

Walther. Debía ser él. ¿Pero qué…?

—¿Qué pasó aquí, si se puede saber…?

Un chistido de fastidio.

—Todo se fue a la mierda, Kali. Sube de una maldita vez.

Obedecí. Todos estaban con cara de circunstancia. El señor Smith tenía cara de velorio (aún más que de costumbre), el silbador se hallaba mudo, y los ojos del jefe parecían bastante irritados; ni siquiera atinaba a tomar su celular. Condujo un rato con la mirada fija en la nada.

Esperaron a estar lejos del barrio antes de hablar.

—No pudimos ayudarla. Ni siquiera…

La voz del jefe se cortó por la emoción. William intentó completar la frase.

—No pudimos despedirnos, Kali. La gente no debería morir de esa manera, a esa edad. Y menos aún ella.

El frío que sentí en la espalda la primera vez que La Hechicera me había hablado, ahora había vuelto multiplicado por mil.

—¿Qué… qué le hicieron?

El señor Smith aprovechó el silencio para intervenir. Habló pausadamente, como si estuviera eligiendo cada palabra para herir menos a sus compañeros:

—Alguien le disparó con un rifle, desde al menos tres calles de distancia. Un arma de alto poder, por si te lo preguntas. No tuvimos tiempo de detectarlo antes de… ya sabes. Suponemos que el tirador llegó, se apostó, e hizo el disparo lo más rápido posible.

—¿Y no pudieron…?

—No —me cortó el norteamericano—. Se fue en un coche, tan rápido como llegó. No pudimos llegar a interceptarlo.

—Ahora van a tener que velarla a cajón cerrado. Malditos hijos de puta… soltó el jefe.

—Walther tenía una copia de sus llaves —explicó Smith—. Se quedó a auxiliarla mientras nosotros intentábamos alcanzar al tirador. Cuando todavía pensábamos que podíamos salvarla…

Ahora entendía el porqué del estado de shock de Walther. El jefe siguió hablando:

—Entré por la puerta de fondo, para no ser identificado. El dormitorio estaba lleno de sangre y… sesos, joder. No se podía hacer más nada por ella. Y taparle la cabeza con algo suponía dejar huellas, los vecinos empezaban a acercarse, y…

Empezó a sollozar en silencio.

Calculé que habrían pasado cinco o seis horas del ataque, como mínimo. Ya no había adrenalina en esos hombres, tampoco una rabia extrema. Solo pena y frustración. Las secuelas de un trabajo que salió terriblemente mal.

Yo también estaba empezando a sentirme cansada y deseosa de estar en casa. Pero ¿a qué le podía llamar "hogar" ahora? ¿A la casa de Helena, mi enésima madre adoptiva? ¿A un monasterio que ya ni podía reconocer? ¿A un templo abandonado y derruido, esculpido en las rocas desde hacía milenios?

—Deberías irte lejos, Kali. Habrá mucha gente buscándote ahora mismo. Más aun teniendo en cuenta lo que pasó en Italia…

La mirada de Smith lucía dura y severa, como la de un padre teniendo que tomar una decisión difícil para su familia.

—Escucha, entrajado. Con todo respeto, yo no tuve nada que ver con la muerte del Papa. Eso fue culpa de los imbéciles de los Camerotti.

El entrajado suspiró, molesto. El silbador aprovechó para intervenir.

—Escucha, Smith tiene razón por una vez. Estás teniendo un perfil muy alto ahora mismo. Y por lo que parece, Anastasia Romanova volvió para terminar el trabajo que empezó en el 99…es la única explicación lógica que se me ocurre.

—No, los que tienen que escuchar son ustedes. La matanza en el Consejo de la Orden no fue el objetivo principal del asalto en 1999, sino robar el Códice. ¡Matar al resto de la gente relacionada con la Orden no tiene sentido!

—¿Acaso no te enfrentaste a ocho tipos, Kali, incluido uno de los "tuyos"? —atacó el silbador— ¿O la abuela nos omitió algo importante?

—¡No, pero simplemente no creo que Anastasia busque eliminarnos a todos! ¡Podría haberlo hecho mucho antes!

—Pero existe la posibilidad —intervino Smith—. Y en ese caso, tu pequeña y anciana vida corre peligro. Y eso en el mejor de los casos; en el peor —añadió—, no sólo tú, sino hasta el propio mundo estarían metidos en un problema grave. ¿Entiendes eso, última traductora de un códice milenario y probablemente muy peligroso?

Maldije para mis adentros. Estaba claro que La Hechicera les había contado todo lo que sabía sobre mí. No tenía caso tratar de convencerlos de que me dejaran continuar mi búsqueda.

—¿Y por qué me dicen esto justo ahora? La Hechicera no tuvo problemas en dejar que fuera a buscar a esos mellizos idiotas.

—Hay dos posturas sobre esto, Kali. Digamos que son A y B —Smith hizo un gesto con las palmas de las manos, simulando una balanza—. La postura "A" —subió una mano— dice que tendríamos que encerrarte en el lugar más inhóspito de la Tierra, a la espera de poder neutralizar nosotros mismos a esa tal Anastasia Romanova. Pero Anastasia Romanova es difícil de encontrar, y eliminarla sería igual o más difícil que matar al mismísimo Putin.

Bajó la mano que simbolizaba a "A", y levantó la otra.

—La postura "B", la cual apoyaba La Hechicera, indica que el mejor recurso para espiar o neutralizar a Anastasia es otro de los suyos, es decir, un niño inmortal. Pero no cualquier niño inmortal…tiene que ser alguien que tenga valor para ella. Como, por ejemplo, una traductora del códice —bajó ambas manos y luego me señaló—. Pero… es una apuesta arriesgada. Muy arriesgada. En caso de fallo, las consecuencias serían inadmisibles, y nadie autorizaría semejante operación.

—¿Y mi opinión no cuenta?

—No cuando es motivada por venganza, o por querer deshacerte de una persona. Como es en tu caso. Pero…también opino que debes poder decidir con toda la información a mano.

El entrajado sacó con lentitud un maletín de cuero viejo desde atrás de sus piernas, y lo abrió con cuidado, como si se fuera a desgranar ante la más mínima fuerza. Si tuviera que precisar una época, diría que era de antes de la Segunda Guerra Mundial.

Smith sopló su interior. Dentro, parecían haber unas cuantas carpetas polvorientas.

William, el silbador, miró a Smith con ojos de terror.

—¿Qué se supone que estás haciendo, imbécil?

—Cumplir la última voluntad de La Hechicera, como es obvio. Algo que ni siquiera debería discutirse.

—¿Estás loco, medio yanqui? ¡La orden era entregar el maletín a ese monje raro en Nepal! ¿Por qué diablos le deberíamos dar el dossier a —me señaló de manera amenazante— ella?

Smith lo miró muy serio.

—¿Respetar una orden que ya no tiene sentido, William? ¿Eso es lo que quieres hacer? Si hasta la abuelita reconocía que no hay muchos niños inmortales disponibles… ¿Qué más da enseñarle esto a Kali? ¿Acaso no quieres verificar si sus historias eran ciertas?

Aquello ya me estaba superando.

—¡Hey, tranquilícense! ¡No entiendo nada de lo que están diciendo!

El silbador bufó. Smith, estresado, giró el cuello hasta hacerlo crujir.

—Nos estamos ahogando en un vaso de agua, colegas —dijo al final—. Probemos con una votación. ¿Quién está de acuerdo con activar el protocolo Tesla?

—Ahh…Déjate de idioteces, medio yanqui.

Smith le clavó los ojos, apenas disimulados detrás de sus lentes de sol.

—Quiero llegar a un acuerdo, William. ¿Puedo?

—¡Si hacemos esto sin autorización, van a tomar represalias contra nosotros! ¡Y ni siquiera creo que este sea el mejor plan de acción!

La cara de Smith se puso roja.

—¿Cuáles represalias? ¿Gritarnos? ¿Hacernos un sumario administrativo? ¿Meternos a la cárcel por traición? ¡Miren, soy el que más puede perder de todos nosotros, al estar todavía en activo en tareas de inteligencia, y aun así quiero Kali sepa lo que hay aquí!

El jefe, todavía silencioso, se sonó los mocos con un pañuelo descartable. Luego, sugirió con voz muy suave:

—William, pienso que Smith tiene un punto. Déjalo que continúe. Y… si nos hacen preguntas, diremos que nos tomó por sorpresa. De todas maneras, disolverán el grupo en cuestión de días.

El silbador nos observó con cierto desdén en la mirada. Luego, estornudó ruidosamente.

—Dale eso de una vez, maldita sea. Soy alérgico a los ácaros.

—¿Estamos todos de acuerdo en activar el protocolo Tesla? —volvió a preguntar Smith.

El jefe levantó la mano, votando con desgana.

—¿William?

—¿En serio es necesaria esta pantomima? —protestó el silbador, antes de estornudar otra vez.

—Es el procedimiento que nos legó La Hechicera, Will. Desearía haberlo hecho en otras circunstancias, pero es lo que toca.

El otro levantó la mano con fastidio, por toda respuesta.

Smith, finalmente, me alcanzó una de las carpetas.

—Lee.

Bajé la ventanilla de mi lado para soplar afuera el polvillo. El dossier, amarillento, tenía estampado un gran "ULTRASECRETO" en letras negras. Abrí la tapa con el máximo cuidado posible.

La primera página rezaba:

"PERSONAL Y ULTRASECRETO (POTSDAM) JULIO 25, 1945"

—¿Qué? ¿Ya tenían algo planeado desde 1945? ¿Y recién ahora me lo informan?

Smith se encogió de hombros.

—No estabas ubicable en esa época. Pensaron que te aparecerías por el Tíbet, pero no fue el caso.

—¿Y por qué? No tenía nada que aportar. No se me da muy bien la diplomacia, como ya sabrán. Y además… ¿Por qué no intentaron ubicarme después del ataque al Consejo de la Orden?

Walther se quejó, aunque sin mucha vehemencia.

—Chica, nosotros no estamos metidos en el meollo de la cosa, solo somos peones. Sería peligroso que un acólito supiese demasiado.

—Cumplimos órdenes de la mejor manera que podemos —secundó Smith—. Te recomendaría que sigas leyendo.

Era inútil protestar, por lo visto.

Comencé a leer el resto. Tras la portada, comenzaron las sorpresas. El resto del documento no estaba en inglés, sino en syama, la lengua secreta que usábamos para enviarnos mensajes entre los miembros de la Orden. Un dialecto tan antiguo, que me costaba recordarlo.

—Ah…

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