Capítulo 6: La Creación de los Reinos
Año 6
Ápeiron despertó del letargo, su conciencia se extendió por todo su cuerpo planetario, una vasta extensión que ahora sentía aún más grande de lo que había sido antes de su sueño. La expansión era evidente: su ser parecía multiplicarse de manera interminable, como si el tiempo hubiera hecho crecer su forma a una escala mucho más allá de lo que jamás había imaginado. De hecho, estimaba que su tamaño era al menos cien veces mayor que cuando era el dios omnipotente que alguna vez dominó la creación.
El planeta ahora tenía una geografía que reflejaba la inmensidad de su ser. Había montañas de alturas tan imposibles que sus picos se perdían en las nubes, acantilados afilados y temibles que desafiaban cualquier intento de conquista. Los valles eran profundos, un eco de la vastedad que tenía el planeta. El suelo se curvaba y se retorcían bajo la presión de la energía primordial que aún latía bajo su superficie.
En sus viajes mentales por este mundo, Ápeiron vio paisajes que aún no había tocado, lugares donde la creación se desplegaba con una belleza sin igual.
Las Montañas Eternas
En el norte, los picos de Las Montañas Eternas se elevaban hacia el cielo. No era una cadena de montañas ordinarias, sino un terreno escarpado y severo, donde los vientos eran tan poderosos que desgarraban cualquier intento de aproximarse. Las rocas negras y las cumbres desoladas parecían imponentes, como guardianes de secretos olvidados. Este lugar era perfecto para criaturas como Drakthar, el Viento Carmesí. Un dragón con alas gigantescas que dominaba los cielos con su furia. Era un territorio apropiado para que su esencia se manifestara, un lugar donde su naturaleza de viento y fuego podría desplegarse sin restricciones.
El Abismo Silencioso
En el oeste, más allá de las montañas, un abismo profundo se extendía en la oscuridad infinita. Se llamaba El Abismo Silencioso. Un abismo tan profundo que ningún ojo mortal podría llegar a ver su fondo, donde extraños túneles de piedra serpenteaban y se abrían hacia el vacío. Las paredes de este abismo estaban cubiertas de enredaderas oscuras, como si el mismo caos hubiera dejado su marca allí. Este lugar podría ser un refugio para Nyxoth, el Caos Eterno. El torbellino de energía caótica que representaba el desorden primordial se alimentaría de la vastedad y el misterio de este abismo, un lugar perfecto para esconderse y observar sin ser visto.
El Mar del Olvido
Al este, un mar sin fin se extendía, conocido como El Mar del Olvido. Las olas golpeaban las costas como si fueran las mismas manos de la eternidad que acariciaban la tierra. Este mar estaba envuelto en una niebla espesa que lo hacía parecer un lugar fuera del tiempo, un océano que nunca era tranquilo pero tampoco violento. A lo lejos, las islas flotaban, suspendidas en el aire, creando un paisaje de surrealismo total. Este era el lugar ideal para Thalassia, el Pulso de los Mares. La entidad de agua, el ser primordial que representaba el flujo y la vida acuática, podría ocupar este vasto mar y revitalizar las aguas que recorrían las islas flotantes y los paisajes inundados, manteniendo la armonía entre la vida marina y la tierra.
Las Llanuras de Fuego
Al sur, donde el sol parecía brillar más intensamente, se encontraban Las Llanuras de Fuego. Un desierto de lava fundida, donde la tierra misma parecía hervir con energía. Los volcanes escupían fuego y cenizas, y las corrientes de lava recorrían las profundidades, iluminando la oscuridad de la noche con su luz infernal. Este terreno abrasante parecía un lugar imposible de habitar, pero era el sitio perfecto para Kragath, el Destructor del Mundo. La bestia volcánica representaba el poder destructivo, y allí, en las llanuras incandescentes, podría forjar un reino propio, donde la vida y la destrucción coexistieran de forma fundamental. Era su lugar de poder.
El Bosque Eterno
En el centro del planeta, donde las temperaturas eran más suaves, se extendía un lugar conocido como El Bosque Eterno. Un inmenso bosque de árboles gigantescos que tocaban el cielo, sus hojas doradas y plateadas brillando bajo la luz de un sol tímido. En este lugar, donde la vida florecía de manera prístina, las criaturas más pequeñas y los espíritus de la naturaleza coexistían en armonía. Era un lugar ideal para Éleos, el Susurro de las Almas. La corriente fluida de energía conectaba el mundo espiritual con el material, y este bosque, que parecía resonar con la presencia de las almas, era el sitio donde podía sanar y conectar ambas dimensiones.
Las Tierras Heladas
En el extremo opuesto, al norte, un vasto terreno de hielo y nieve cubría todo el horizonte. Las Tierras Heladas eran implacables, donde los vientos gélidos cortaban la piel y el suelo estaba cubierto por una capa de hielo eterno. Este lugar inhóspito sería perfecto para Seraphis, la Majestad Celestial. Un ser emplumado que podría resistir el frío más extremo y dominar los cielos de hielo y tormentas. Allí podría vigilar los cielos más altos, como un símbolo de majestad y resistencia.
La Gran Ciudad de los Destinos
En el corazón de estas tierras, en una extensión que parecía ir más allá de la razón, se alzaba una ciudad de energía pura: La Gran Ciudad de los Destinos. No era una ciudad material, sino un punto donde la energía estructural se alineaba para tejer las tramas del destino. Este sería el lugar para Valomir, el Tejedor de Destinos. Las energías estructurales del lugar permitirían que tejiera la red del destino de todas las criaturas de Ápeiron, manteniendo el orden entre el caos y la creación.
Ápeiron caminó por su mundo, mirando las tierras que ahora se desplegaban ante sus ojos. Ya no podía moldearlas como una deidad omnipotente, pero aún tenía la capacidad de observar y elegir cómo serían utilizadas por sus creaciones. A medida que recorría las vastas extensiones, sabía que había llegado el momento de dejar a sus criaturas libres, de que fueran dueñas de su propio destino.
Con un suspiro profundo, Ápeiron miró hacia el cielo, ahora despejado y lleno de potencial.
—Es su turno... —dijo para sí mismo, mientras observaba el horizonte.
Con un gesto de su mano, las entidades comenzaron a despertar una a una, sus formas completas y únicas manifestándose en estos paisajes que reflejaban sus esencias más profundas. Ahora, el mundo estaba listo para que los seres creados por él tomaran su lugar, tomaran sus dominios, y fueran libres de vivir según su voluntad.