Mientras observaba el libro que hablaba sobre Nueva España, escuché que alguien abría la puerta. Era el hermano Juan.
—¡Indira! —dijo sorprendido.
—¡Hermano Juan! —lo saludé emocionada.
—¿Qué haces aquí? ¿y el capitán?
Cuando mencionó a Antonio, mi sonrisa se borró, ya que recordé el incidente que había pasado hace rato. Como no pude ocultar mi expresión, fray Juan se percató de que algo había pasado.
—¿Estás bien? ¿Antonio te hizo algo? —preguntó preocupado mientras entraba.
—No pasó nada —contesté, tratando de sonreír.
—No me mientas, ¿te hizo daño? —insistió, mientras trataba de observar si tenía alguna lesión.
—No me hizo nada —aseguré, mientras escondía mi brazo derecho.
Fray Juan notó mi acción y de inmediato agarró mi brazo para ver si no tenía algún moretón, sin embargo no encontró nada, ya que en mi piel no habían quedado marcas. Sin embargo, eso no lo convenció tanto.
—Voy a creerte, pero —dijo serio— no permitas que él te haga daño. Si lo hace, no tengas miedo y dímelo.
—No te preocupes, estaré bien. Además, hoy se portó muy diferente a como lo hizo el otro día. Incluso me pidió que lo llamara por su nombre.
—¿Te pidió que lo llamaras por su nombre? —preguntó sorprendido.
—Sí, pero es muy difícil para mí hacerlo, no estoy acostumbrada. En mi aldea, las mujeres nunca llaman a los hombres por su nombre, ni aunque sean sus maridos o familiares cercanos.
—¡Vaya! Cada día conozco algo nuevo de ese hombre —dijo mientras su mirada se posaba sobre el libro que sostenía en mis manos—. Por cierto, veo que tienes el libro de fray Bernardino de Sahagún.
Antes de que pudiera responder, noté que Antonio había regresado y estaba parado en la puerta observándonos con furia. Sus ojos parecían como bolas de fuego y todo su cuerpo irradiaba una energía oscura. Al notar mi rostro de terror, fray Juan volteó y de inmediato se apartó de mi lado.
El capitán de "La Castiza" entró, y mientras caminaba, golpeaba con fuerza el piso. Cuando llegó a su escritorio, tomó asiento y respiró profundo antes de hablar.
—Parece que en este barco todos quieren hacer lo que les plazca —reclamó y, dirigiéndose al hermano Juan, preguntó—. Fray Aguilar, ¿por qué está aquí?
El hermano Juan aclaró su voz, para agarrar un poco de valor.
—Capitán, vengo a darle mi informe.
—Mmmm…., ya veo ¿y por qué no esperó afuera?
—Lo siento capitán, no pensé que...
—¿Que no pensaste? —gruñó— ¡Pues que sea la última vez que entras así! Quiero que quede claro, porque de lo contrario olvidaré que eres un monje.
La actitud del capitán me pareció muy excesiva. A mis tiernos 13 años no podía comprender por qué Antonio actuaba de esa manera en contra del hermano Juan. Parecía un niño que estaba celoso de que otro tuviera su juguete. Si así fuera, su desconfianza hacia un hombre de Dios, casi iluminado, era absurda.
Luego de amenazar al hermano Juan, Antonio llamó a uno de sus marineros, quién entró rápidamente.
—Cleofás, lleva a Indira a su camarote.
—Como ordene —respondió obedientemente y me tomó muy fuerte del brazo, por lo que de inmediato reclamé.
—¡Suéltame! Puedo ir sola...
El marinero se sorprendió de mi reacción y rápido me soltó, no sin antes mirar al capitán para ver si estaba bien que me dejara caminar por mi cuenta. Pero éste no le prestó atención y Cleofás tuvo que ceder a mi petición.
Miré con tristeza al hermano Juan y luego caminé hacia la puerta, seguida por el brusco marinero. El camarote estaba a unos pasos. Al llegar, miré hacia la cabina del capitán, y suspirando profundamente, entré para ser encerrada de nuevo.
Ya dentro, recordé que tenía en mis manos el libro de las cosas de la Nueva España. Entonces caminé hacia la cama para poder ver lo que contenía. Cuando lo abrí, noté que estaba ilustrado, lo cual atrajo mi atención aunque no supiera lo que contenía. Ese fue mi primer acercamiento al nuevo mundo que me esperaba.
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Antonio no habló hasta que Indira dejó la habitación. Estaba tan irritado por haber encontrado al joven misionero en la misma habitación con su protegida. Aunque sabía que ella era una niña, luego de haberla visto con su nueva ropa, despertó en él un deseo por evitar que cualquiera se le acercara.
Cuando estuvieron solos, Montejo quiso poner en jaque al misionero y enseñarle de una buena vez que no debía meterse con sus propiedades. Sus celos no lo dejaban pensar con claridad y veía a fray Juan como un rival.
—Sé que eres un religioso y no debes tener deseos carnales, pero he notado que tienes cierta preferencia con Indira —señaló con malicia.
La afirmación de Antonio hizo que el misionero abriera los ojos de sorpresa y se sintiera ofendido. Como religioso jamás había faltado a su voto de castidad y en el tiempo en el que llevaba enseñando a las jóvenes prisioneras, nunca sintió deseo mundano hacia ellas.
—Veo que el capitán peca de malos pensamientos —contestó fray Juan tratando de mantener su postura calmada.
—Sí, soy un pecador. Pero el hábito no hace al monje —replicó Antonio, mientras se levantaba para dirigirse a la ventana—. He notado que miras de manera diferente a Indira que a las demás.
—Creo que ha visto mal —respondió el misionero con seguridad, interrumpiendo al capitán—. A todas las he tratado igual, no tengo preferencias.
—Mmmm... suponiendo que te creo, ¿por qué te acercaste a ella si te había prohibido que volvieras a verla? —cuestionó Antonio mirándolo como si fuera una bestia a punto de atacar.
El misionero sintió un escalofrío y en su corazón ardió por primera vez el odio. Durante su vida en el claustro aprendió a mantener la calma y desterrar los sentimientos mundanos como la ira, el deseo carnal o la soberbia. Pero al ver que Antonio lo ofendía de esa manera, hizo que tuviera un fuerte deseo por proteger a Indira de sus garras, aunque eso le costara la vida.
Montejo, al ver que fray Aguilar no respondía, volvió a provocarlo.
—Vaya, entonces sí que pecas de lujuria. Parece que esa niña despertó a tu hombría. Entonces no eres diferente a mí —dijo en un tono burlón.
—¡No somos iguales! —exclamó con voz fuerte—. No me compares contigo.
—¡Vaya! ¡Hasta que te comportas como hombre! —espetó.
—Así es, soy un hombre, pero tú eres una bestia que corrompe a inocentes —respondió con determinación el joven misionero tratando de mantener la compostura, ya que estaba al borde de olvidar sus votos y golpear al sinvergüenza que tenía enfrente.
—Ja ja ja ja ja, ¡sí, soy una bestia e Indira es mía! —gritó Antonio, abalanzándose contra fray Juan para estrangularlo con sus propias manos.
El ataque tomó por sorpresa al religioso, que intentó zafarse del agarre de Montejo. Por primera vez sintió miedo de morir sin haberse confesado, ya que la discusión con el capitán hizo que deseara golpearlo y no podía tener esa mancha en su alma.
En cambio, la ira nubló la mente de Antonio. Estaba celoso de haber visto que Indira sonreía para fray Juan, cuando para él solo había odio. Realmente quería que su sonrisa fuera sólo para él y de nadie más.
Los gritos alertaron a la tripulación y de inmediato se amontonaron en la puerta para escuchar la discusión, hasta que llegó el segundo al mando, Gonzalo de Castilla, para dispersar a los curiosos.
—¿Qué hacen? ¿No tienen nada mejor que hacer que estar de chismosos? ¡Largo de aquí! —exclamó en un tono tan imponente, que podría espantar al más valiente de los marineros.
Al escuchar la orden, los hombres se retiraron rápidamente, temerosos de que Gonzalo los arrojara al mar. Sabían que el capitán era peligroso, pero el segundo al mando era despiadado. Se decía que había ejecutado a marineros sólo por mirarlo a los ojos, por lo que respetaban su autoridad como si fuera el mismo capitán.
Cuando el pasillo quedó vacío, Gonzalo se sorprendió de que Antonio estuviera atacando a fray Juan, por lo que de inmediato corrió para separarlos.
—¡Antonio! ¡Estás loco! ¡Para!