25
Reno, que alardea de ser la «Mayor pequeña ciudad del mundo», tenía una temperatura de seis grados bajo cero a medida que se aproximaba la medianoche. Por encima de las luces que arrojaban un helado resplandor en el estacionamiento del aeropuerto, el cielo nocturno carecía de luna, de estrellas, y era negro como boca de lobo. Los copos de nieve danzaban al compás del viento, a veces errático y otras, fuerte.
Elliot estaba contento por haber tenido tiempo de comprar un par de pesados abrigos antes de salir de Las Vegas. Deseó que se hubieran acordado también de los guantes, puesto que tenía las manos heladas.
Arrojó la única maleta en el portaequipajes del alquilado «Chevrolet», que «Avis» había reservado para que ellos lo recogieran a últimas horas de la noche. En el frío aire, blancas nubes de los gases del tubo de escape rodearon las piernas de Elliot. Cerró la tapa del maletero y miró a su alrededor, a los demás coches, cubiertos de nieve. No vio a nadie en ninguno de ellos.
No tenía la sensación de que le vigilaran. Tal vez el falso vuelo había apartado a los sabuesos de la pista. Se acercó a la puerta del conductor y subió al «Chevy», donde Tina trasteaba ya con la calefacción.
-Se me está helando la sangre -comentó la mujer.
Elliot aproximó la mano a las aberturas.
-Me parece que ya sale un poco de aire caliente.
Se desabotonó el abrigo y retiró la pistola tomada a Vince, y que 'e había causado incomodidad debajo del cinturón desde que tomaron tierra en la pista del aeropuerto de Reno. Colocó la pistola en el asiento entre él y Christina, con el cañón enfilado hacia el salpicadero.
-¿Crees realmente que encontraremos a Bellicosti a estas horas? -le preguntó Tina.
-Claro. Aún no es muy tarde.
En una cabina telefónica de la terminal del aeropuerto, Tina había buscado la dirección de la funeraria de Luciano Bellicosti. El supervisor nocturno del garaje de «Avis», con el que habían firmado la entrega del coche, conocía muy bien dónde se encontraba el domicilio de Bellicosti, y les había marcado el camino más corto en el plano gratis de la ciudad, facilitado por la agencia de alquiler de coches.
Elliot encendió la luz del techo y estudió el plano durante un momento. Luego, se lo tendió a Tina.
-Creo que lo encontraré sin ninguna clase de problemas, pero, si me pierdo, tú serás la copiloto.
-A sus órdenes, capitán.
Elliot apagó la luz y alargó la mano hacia la palanca del cambio de marchas.
Con un audible «clic», la luz, que acababa de apagar, se encendió por sí sola.
Volvió a apagarla.
La luz se encendió de nuevo.
-Ya estamos -exclamó Tina.
La radio empezó a funcionar por sí sola. El indicador de sintonización de emisoras recorrió el iluminado dial, de izquierda a derecha y luego de derecha a izquierda, y, a continuación, otra vez de izquierda a derecha; el botón de sintonía giró sobre sí mismo, aunque nadie lo había manipulado. Ráfagas instantáneas de música, anuncios y voces de pinchadiscos atronaron sin sentido a través de los altavoces.
-Se trata de Danny -explicó Tina.
Los limpiaparabrisas comenzaron a zumbar de un lado a otro, a gran velocidad, añadiendo su metronométrico latido al caos que ya había dentro del «Chevy».
Los faros destellaron, se apagaron y se encendieron a tal velocidad que crearon un efecto visual «congelando» repetidamente la nieve que caía, con lo que pareció como si los blancos copos descendiesen hasta el suelo en cortas sacudidas.
El ambiente del interior del coche comenzó a enfriarse a cada segundo que transcurría.
Elliot puso su mano en la salida del aire caliente de la calefacción. El calor surgía de allí pero no podía hacer nada para estabilizar la temperatura que descendía en picado.
La guantera se abrió sola.
El cenicero se deslizó en su hueco.
Tina se echó a reír, visiblemente encantada.
El sonido de su risa desconcertó a Elliot, pero en seguida tuvo que admitir que no se sentía amenazado por la obra de su poltergeist. En realidad, lo cierto era todo lo contrario. Sintió que era testigo de una alegre manifestación, una cálida salutación, la excitada bienvenida de un niño fantasma. Quedó abrumado ante la asombrosa noción de que, en realidad, percibía una buena voluntad en el ambiente, una tangible radiación de amor y afecto. Hasta entonces, nunca había experimentado nada parecido. Confió en que jamás tuviera que explicárselo a nadie. Un estremecimiento, aunque no desagradable, le recorrió la espina dorsal. Al parecer, se trataba de la misma asombrosa conciencia de ser alcanzado por las oleadas de amor que originaron las risas de Tina.
-Ya vamos -dijo ella-, Danny. Escúchame, si puedes, cariño. Vamos a salvarte. Ya vamos.
La radio se desconectó por sí sola. Lo mismo hizo la luz del aplique del techo del automóvil.
Los limpiaparabrisas cesaron en su vaivén.
Los faros parpadearon y se apagaron.
Inmovilidad.
Silencio.
Algunos copos sueltos se precipitaron con suavidad contra el parabrisas.
En el coche, el ambiente comenzó a caldearse.
-¿Por qué se pone todo frío cada vez que él emplea sus... poderes psíquicos? -preguntó Elliot.
-¿Quién sabe? Tal vez mueva objetos al extraer la energía calórica del aire, cambiándolo de alguna forma. O quizá se trate de algo más Es probable que nunca lo sepamos. A lo mejor ni él mismo lo comprende. De todos modos, eso carece de importancia. Lo importante es que Danny está vivo. No existe ninguna duda al respecto Ahora ya no. Ya nunca más. Y presumo, por tu pregunta, que tú crees en eso también.
-Sí -replicó Elliot, asombrado por completo de su propio cambio, tanto anímico como mental-. Sí, creo que existe una condenada probabilidad de que estés en lo cierto.
-Sé que lo estoy.
-Algo extraordinario le sucedió a aquella expedición de muchachos. Y algo inescrutable le ha ocurrido a tu hijo.
-Pero, por lo menos, no está muerto -repuso Tina.
Elliot vio lágrimas de felicidad brillar en los ojos de la mujer.
-Eh -dijo él, preocupado-, será mejor que refrenes tus esperanzas. ¿Vale? Tenemos un largo, muy largo camino ante nosotros. No sabemos dónde se encuentra Danny, o en qué estado se hallará. Tenemos que enfrentarnos a un desafío antes de que le encontremos y regresemos con él. Incluso pueden matarnos sin que podamos acercarnos a él.
Condujo el coche fuera del aeropuerto. Por lo que pudo observar, nadie les seguía.