21
El comedor era alargado, en forma de L, con mucho cromado, cristal, plástico, fórmica y vinilo rojo. La máquina de discos emitía una tonada tipo Oeste por Kenny Rogers, y la música compartía el aire con los deliciosos aromas de huevos fritos, beicon y salchichas. Al compás del ritmo de la vida de Las Vegas, alguien comenzaba su jornada con un opíparo desayuno. A Tina se le hizo la boca agua en cuanto entró.
Once clientes se arracimaban al final del largo brazo de la L, cerca de la entrada, cinco sentados en taburetes en la barra y otros seis en las mesas de color rojo. Elliot y Tina tomaron asiento lo más lejos posible de los clientes, en la última mesa, en el ala más corta del restaurante.
Su camarera era una mujer de cabello castaño alheña, llamada Elvira. Tenía el rostro redondeado, con hoyuelos, ojos centelleantes y acento tejano. Tomó su pedido de hamburguesas de queso, patatas fritas, ensalada de col y cerveza «Coors».
Cuando Elvira se alejó de la mesa y se quedaron a solas, Tina dijo:
-Echemos una ojeada a los papeles que le quitaste a aquel tipo que se daba el nombre de Vince.
Elliot extrajo las hojas de su bolsillo, las desplegó y las colocó sobre la mesa. Formaban tres páginas y cada una de ellas contenía diez o doce preguntas escritas a máquina.
Se inclinaron desde ambos lados de la mesa y, durante un momento, leyeron en silencio.
1) ¿Cuánto tiempo hace que conoce a Christina Evans?
2) ¿Por qué Christina Evans le pidió a usted, en lugar de a cualquier otro ahogado, que preparase la exhumación del cuerpo de su hijo?
3) ¿Qué razones tiene ella para dudar del relato oficial de los hechos acerca de la muerte de su hijo?
4) ¿Posee alguna prueba de que la declaración oficial acerca de la muerte de su hijo sea falsa?
5) Si tiene alguna de estas pruebas, ¿cuál es?
6) ¿Dónde ha conseguido dichas pruebas?
7) ¿Ha oído hablar del «Proyecto Pandora»?
¿Ha recibido usted, o Mrs. Evans, algún material relacionado con las instalaciones militares secretas de investigación en las montañas de la Sierra?
Elliot alzó la vista de la página.
-¿Has oído hablar alguna vez del «Proyecto Pandora»?
-No.
-¿Y de laboratorios secretos en las Sierras?
-Oh, claro. Mrs. Neddler me contó algunas cosas.
-¿Mrs. Neddler?
-Es mi mujer de la limpieza.
-Bromeas otra vez.
-No suelo hacerlo en momentos como éste.
-Bálsamo para los afligidos, medicina para la melancolía.
-Groucho Marx -comentó ella.
-Has ganado los sesenta y cuatro mil dólares.
-Resulta evidente su creencia de que alguien del «Proyecto Pandora» quiere delatarles.
-Eso parece.
-¿Se tratará de la persona que estuvo en el cuarto de Danny? ¿Sería alguien del «Proyecto Pandora» quien escribió en la pizarra... y luego interfirió en el ordenador en la oficina?
-Tal vez -repuso Elliot.
-Pero tú no lo crees.
-Verás, si alguien tiene problemas de conciencia, ¿por qué no se ha dado a conocer de una manera directa?
-Tal vez por miedo. Y existen unas condenadas razones para que sea así.
-Es posible -replicó Elliot una vez más-. Pero, por alguna razón, creo que es mucho más complicado que todo eso. Y no me preguntes el porqué. Sólo se trata de un presentimiento.
Leyeron el resto del material con rapidez, pero no había nada que fuese más revelador. La mayoría de las preguntas se referían a cuánto conocía Tina acerca de la verdadera naturaleza del accidente de la Sierra, cuánto le había contado a Elliot, y con cuántas otras personas lo había discutido. No había otros asuntos intrigantes, como el «Proyecto Pandora», ni más pistas o claves, nada de verdadero valor para ellos.
Elvira les llevó dos copas heladas y dos botellas frías de «Coors».
El jukebox comenzó a tocar una canción melancólica de Barbara Mandrell.
Elliot se tomó su cerveza y hojeó el tebeo de terror que había pertenecido a Danny.
-Asombroso -exclamó cuando terminó la lectura de El muchacho que no estaba muerto.
-Pues aún te parecería más espantoso de haber sufrido todas esas pesadillas -le comentó ella-. ¿Y ahora, qué debemos hacer?
Elliot pensó durante un momento y luego respondió:
-El funeral de Danny se llevó a cabo con el ataúd cerrado. ¿Pasó lo mismo con los otros trece scouts?
-Casi la mitad fueron también enterrados sin verles -contestó Tina.
-¿Y sus padres no llegaron a ver los cadáveres?
-Oh, sí. A todos los demás padres les pidieron que identificasen a sus hijos, aunque algunos de ellos estuvieran en un estado tan terrible que no pudieron restaurarles cosméticamente para su exposición en un funeral. Michael y yo fuimos los únicos a quienes nos aconsejaron con firmeza que no viésemos los restos. Danny fue el único que estaba tan terriblemente... mutilado.
Incluso después de tanto tiempo, cada vez que pensaba en los últimos momentos de Danny sobre la tierra -el terror que debía de haberle asaltado, el dolor que soportaría, aunque fuese de breve duración- no dejaba de sentirse atenazada por la tristeza. Oprimió sus ojos para que no asomaran las lágrimas y se tomó un buen trago de cerveza. Luego, habló de nuevo:
-¿Por qué lo preguntas?
-Creí que nos haríamos en seguida con unos aliados por parte de los demás padres -explicó Elliot-. Si no habían visto los cadáveres de sus hijos, este último año les asaltarían las dudas como a ti. Creí que podríamos persudirles con facilidad para que se unieran a nosotros en una petición de apertura de todas las tumbas. Si se alzasen muchas voces, los jefes de Vince no se arriesgarían a silenciarlas todas, y nosotros estaríamos a salvo. Pero me parece que debo olvidarme de ese plan. Si las demás personas tuvieron una oportunidad de ver sus cadáveres, y si ninguno de ellos ha tenido razones para albergar dudas al igual que nosotros, si, en resumidas cuentas, han podido hacer frente a su tragedia, se hallarán en paz con la vida de nuevo. Si acudimos a ellos ahora con una historia tan inverosímil respecto de una misteriosa conspiración, no se mostrarán muy dispuestos a escucharla.
-Por lo tanto, seguimos solos.
-Sí.
-Me dijiste que podríamos recurrir a algún periodista, para que los medios de comunicación se interesasen por el asunto. ¿Has pensado ya en alguien?
-Conozco a un par de tipos de por aquí -respondió Elliot-. Pero tal vez no fuese prudente recurrir a la Prensa local. Eso tal vez sea lo que los jefes de Vince esperan que hagamos; nos estarán aguardando, vigilando. Habremos muerto antes de que le contemos a un periodista un par de frases. Creo más bien que deberíamos sacar la historia de la ciudad y, antes de llevarlo a cabo, me gustaría poseer algunos hechos más.
-Creía que habías dicho que ya teníamos lo suficiente como para interesar a un buen periodista. La pistola que le quitaste a aquel hombre..., la voladura de mi casa...
-Eso debería bastar -prosiguió él-. Desde luego, para un periódico de Las Vegas bastaría. Esta ciudad aún se acuerda del accidente de la Sierra, puesto que constituyó una tragedia local. Pero si debemos recurrir a la Prensa de Los Ángeles o a la de Nueva York, o de alguna otra ciudad, los periodistas no mostrarán demasiado interés a menos que vean un aspecto del relato que vaya más allá de la categoría de un puro interés local. Tal vez hayamos conseguido lo suficiente ya para convencerles de que se trata de una noticia sensacional. Pero no estoy seguro. Y quiero sentirme condenamente seguro antes de intentar llegar al público con todo esto. De una forma ideal, ni siquiera podré transmitirle al periodista una teoría clara acerca de lo que de verdad les sucedió a aquellos excursionistas, algo sensacionalista que preste gancho a su artículo.
-¿Como qué?
Elliot meneó la cabeza.
-Aún no he elaborado nada completo. Pero me parece que la cosa más obvia que deberíamos considerar sería que los exploradores y sus jefes vieron algo que se suponía que no iban a ver.
-¿El «Proyecto Pandora»?
Elliot bebió un poco más de cerveza y empleó un dedo para borrar una huella de espuma de su labio superior.
-Sí. Un secreto militar. No acabo de comprender qué pudo llevar a una organización como la de Vince a involucrarse en esto; un Servicio de Inteligencia de esa categoría y sofisticación no pierde su tiempo por naderías...
-Pero resulta tan pintoresco... Secretos militares..., eso parece cosa de otros tiempos -contestó Tina.
-En el supuesto de que no lo sepas, te diré que Nevada tiene más instalaciones gubernamentales relacionadas con la Defensa que cualquier otro Estado de la Unión. Y no hablo sólo de algo tan corriente, como la Base de la Fuerza Aérea en Nellis y los terrenos de pruebas nucleares. Este Estado resulta muy adecuado para los secretos o casi secretos, para los centros de investigación de armas de alta seguridad, y para otras experimentaciones de ese tipo. Nevada tiene miles de kilómetros cuadrados de tierras remotas y deshabitadas. Los desiertos. Los lugares más alejados entre las montañas... Y la mayor parte de esas zonas remotas son propiedad del Gobierno federal. Si sitúas una instalación secreta en medio de esta Nevada deshabitada, tu trabajo para mantener la seguridad resulta bastante sencillo.
Con los brazos encima de la mesa y las manos en torno de su copa de cerveza, Tina se inclinó hacia Elliot.
-¿Te refieres a que Mr. Jaborski, Mr. Lincoln y los muchachos toparon con un lugar como ése en las Altas Sierras?
-Es posible.
-¿Y que vieron algo que se suponía que no iban a ver, algún importante secreto militar?
-Tal vez.
-¿Y entonces, qué? ¿Te refieres a que..., a causa de lo que vieron, los asesinaron a todos?
-Es una teoría que tal vez intrigase a un buen periodista -concluyó Elliot.
-Pero el Gobierno no ha podido matar a un grupo de chicos sólo porque, de una manera accidental, vieron un arma nueva o algo parecido.
-¿Y por qué no?
El viento nocturno se fue haciendo más fuerte y embestía contra el amplio panel de cristal que se encontraba al lado de su mesa. Más allá de la ventana, en Charleston Boulevard, el tráfico avanzaba entre una repentina nube de ondulante polvo y trozos de papel.
Con un escalofrío, Tina prosiguió:
-Pero, ¿cuánto llegarían a ver aquellos chiquillos? Tú mismo has afirmado que la seguridad resulta fácil de mantener si una de esas instalaciones está ubicada en los páramos. Los chicos no debieron aproximarse demasiado a un lugar tan bien vigilado. Seguramente no conseguirían más que dar una ojeada.
-Pues tal vez esa ojeada fuera suficiente para condenarles.
-Los niños no son muy buenos observadores -contraargumentó Tina-. Son impresionables, emocionales, excitables, dados a la exageración. Si hubieran visto algo, habrían regresado con una docena de versiones distintas acerca del asunto, ninguna de las cuales sería muy exacta. Un grupo de muchachitos no hubiera constituido una amenaza para la seguridad de una instalación secreta.
-Es probable que tengas razón -convino Elliot.
-Por supuesto que la tengo.
-Pero unos cuantos hombres de seguridad de estrechas miras tal vez no lo consideraron así.
-Pues tendrían que ser más bien estúpidos para creer que el asesinato era la forma más segura de arreglar este asunto. Matar a todas aquellas personas y fingir luego un accidente...; todo eso resultaba mucho más arriesgado que permitir regresar a los chicos con sus historias, respaldadas a medias, acerca de haber visto algo peculiar en las montañas.
-Recuerda que iban dos adultos con esos chicos. La gente llegaría a pasar por alto la mayor parte de lo que los chicos contaran, pero hubieran creído a Jaborski y Lincoln. Tal vez era tanto lo que estaba en juego, que los hombres del Servicio de Seguridad decidieron que Jaborski y Lincoln debían morir. Y de esa manera se hizo también necesario matar a los chicos, para eliminar los testigos de los dos primeros asesinatos.
-Pero es es... diabólico.
-Sí. Mas no improbable.
Tina miró el cerco húmedo que su copa había dejado en la mesa Mientras pensaba en lo que Elliot había dicho, mojó un dedo en eí agua y dibujó una boca sonriente, una nariz y un par de ojos en el cerco; le añadió dos cuernos, transformando la mancha de humedad en una carita demoníaca y malvada. Luego, lo borró todo con la palma de la mano.
-No sé... -dijo-. Instalaciones ocultas..., secretos militares... Todo eso parece demasiado increíble.
-No para mí -replicó Elliot-. Para mí es plausible, probable incluso. De todos modos, no digo que eso fuera lo que ocurrió en realidad. Sólo se trata de una teoría, pero es la clase de teoría que cualquier periodista inteligente y ambicioso puede lanzar y perseguir hasta conseguir algo más importante..., si logramos dar con los suficientes hechos que parezcan apoyarlo.
-¿Y qué me dices del juez Kennebeck?
-¿Qué pasa con él?
-Podría contarnos qué desean saber.
-Sería un suicidio acercarse a la casa de Kennebeck -respondió Elliot-. Seguramente, los amigos de Vince nos estarán esperando allí.
-¿Y no habría ninguna forma de burlarles y conseguir ver a Kennebeck?
Elliot sacudió la cabeza.
Tina suspiró y se retrepó en su silla.
-Además -continuó Elliot-, es probable que Kennebeck no conozca toda la historia. Como los dos hombres que fueron a verme; quizá no le hayan contado más de lo que necesite saber.
Elvira llegó con la comida. Las hamburguesas de queso, hechas con carne picada de solomillo; las patatas fritas, crujientes, y la ensalada de col, agria, aunque no acida.
Por un acuerdo tácito, Tina y Elliot no hablaron de sus problemas durante la comida. En realidad, no hablaron en absoluto. Escucharon la máquina de discos, que tocaba más música country-western. Observaron el Charleston Boulevard a través de la ventana; la tormenta de polvo del desierto tapaba la visión de los faros de los coches y obligaba a los vehículos a avanzar con lentitud. Ellos pensaban en aquellas cosas de las que ninguno de los dos deseaba hablar: en primer lugar, de los asesinatos del pasado y de los del presente.
Cuando terminaron de comer, Tina fue la primera en hablar:
-Has dicho que debemos encontrar alguna prueba antes de acudir a la Prensa.
-Así es.
-¿Pero, cómo se supone que lo lograremos? -preguntó-. ¿De dónde? ¿De quién?
-Llevo todo el tiempo meditando sobre eso -replicó Elliot-. Lo mejor que podemos hacer es conseguir que abran la tumba. Si el cadáver fuera exhumado y reexaminado por un patólogo competente, es casi seguro que encontraríamos pruebas de que la causa de la muerte no fue la que las autoridades declararon en un principio.
-Pero nosotros no podemos abrir la tumba -repuso Tina-. No vamos a entrar furtivamente en el cementerio, en mitad de la noche, a remover un par de toneladas de tierra con picos y palas. Además, se trata de un cementerio privado, rodeado de un alto muro, y estoy convencida de que existe algún sistema de seguridad para protegerlo de los gamberros.
-Y, además, es casi seguro que los compinches de Kennebeck han puesto vigilancia en ese lugar -intervino Elliot-. Por lo tanto, si no podemos examinar el cadáver, debemos hacer el siguiente mejor movimiento. Tenemos que hablar con el hombre que le vio por última vez.
-¿Quién?
-Pues supongo que el... coroner.
-¿Te refieres al hombre de Reno?
-¿Fue allí donde emitieron el certificado de defunción?
-Sí. Los cadáveres fueron traídos desde las montañas y transportados a Reno.
-La otra cosa que se me ocurre... es que tal vez debamos eludir al coroner -prosiguió Elliot-. Se trata del que, oficialmente, calificó la muerte de accidental. Existen presunciones serias de que fuese coaccionado por el equipo de Kennebeck. Y una cosa tenemos segura: que es imposible que se encuentre de nuestra parte. El acercarnos a él sería peligroso. Llegado el momento, tal vez hablemos con él, como es lógico, pero antes tendríamos que visitar al de la funeraria que preparó el cadáver. Nos podría decir un montón de cosas. ¿Se encuentra ahora en Las Vegas?
-No -replicó Tina-. Una funeraria de Reno preparó el cuerpo y lo envió aquí para el funeral. El ataúd estaba sellado cuando llegó, y nosotros no mandamos abrirlo.
Elvira se detuvo al lado de la mesa y les preguntó si deseaban algo más. Le contestaron que no. La camarera dejó la nota y se llevó los platos sucios.
-¿Te acuerdas del apellido del de pompas fúnebres de Reno? -preguntó Elliot a Tina.
-Sí. Bellicosti. Luciano Bellicosti.
Él tomó el último trago de cerveza de su copa.
-Muy bien -dijo-, entonces, iremos a Reno.
-¿Y no podemos limitarnos a telefonear a Bellicosti?
-En los días que corremos, casi todos los teléfonos parecen estar pinchados. Además, si nos vemos cara a cara con él, nos haremos una mejor idea de si nos dice la verdad. No, no se pueden hacer las cosas por teléfono. Tenemos que ir allí.
La mano de Tina temblaba cuando alzó su copa para beber lo que le quedaba de su «Coors».
-¿Te ocurre algo? -preguntó Elliot.
Tina no estaba del todo segura. Le había acometido un nuevo pavor, un miedo mayor que el que había ardido en su interior durante las últimas horas.
-Supongo que... -respondió con un titubeo-, simplemente... tengo miedo de ir a Reno...
Elliot alargó una mano a través de la mesa y cogió la de ella.
-No pasa nada. Resulta menos peligroso estar allí que aquí. Aquí es donde unos asesinos nos buscan...
-Lo sé -replicó Tina-. Claro, estoy asustada de esos rufianes. Pero más que eso, de lo que tengo miedo es de... saber la verdad acerca de la muerte de Danny. Me acomete una fuerte sensación respecto de lo que averigüemos en Reno.
-Creía que eso era, exactamente, lo que deseabas saber.
-Oh, claro que quiero. Pero, al mismo tiempo, temo saber... Porque es algo muy malo. La verdad resultará algo realmente terrible.
-Quizá no.
-Sí...
-La única alternativa es olvidarse de todo, regresar y no enterarse nunca de lo que ocurrió en verdad.
-Pero eso es peor aún -admitió ella.
-De todos modos, tenemos que averiguar la auténtica historia que se esconde detrás del accidente de la Sierra. Si conocemos la verdad, podremos emplearla para salvarnos a nosotros mismos. Es nuestra única esperanza de supervivencia.
-Entonces, ¿cuándo salimos para Reno? -preguntó Tina.
-Esta noche. Ahora mismo. Cogeremos mi «Cessna Skylane». Es un aparato estupendo. Nos llevará a Reno en unas pocas horas. Creo que resulta prudente que nos quedemos allí un par de días, incluso después de haber hablado con Bellicosti, hasta que pensemos en la forma de salir de este lío. Todo el mundo debe estar buscándonos en Las Vegas todavía, y nos concederemos un poco de aliento si no nos encontramos en la ciudad.
-Pero no he tenido la menor oportunidad de hacer aquella maleta -explicó Tina-. Necesito cambiarme de ropa, y, por lo menos, un cepillo de dientes y algunas otras cosas. Ninguno de los dos llevamos abrigo y, en esta época del año, en Reno hace un frío terrible.
-Compraremos todo cuanto necesitemos antes de irnos.
-Yo no llevo dinero encima. Ni un centavo.
-Yo tengo algo -replicó Elliot-. Unos doscientos dólares. Más una cartera llena de tarjetas de crédito. Sólo con las tarjetas, podríalos dar la vuelta al mundo.
-Pero es fiesta y...
-Y estamos en Las Vegas -acabó Elliot-. Siempre hay una tienda abierta en alguna parte. Y las tiendas de los hoteles no suelen cerrar; ésta es una de sus mejores épocas del año. Encontraremos abrigos y cualquier otra cosa que necesitemos, y lo conseguiremos en un abrir y cerrar de ojos.
-Te devolveré el dinero cuando...
-No te preocupes -replicó Elliot-. En realidad, ambos estamos metidos en esto.
Dejó una generosa propina para la camarera y se puso en pie.
-Vamos. Cuanto antes salgamos de esta ciudad, más seguro me sentiré.
Tina le siguió hasta la caja registradora, que se encontraba a la entrada. El cajero era un anciano pelirrojo que parecía un buho detrás de unas gafas muy gruesas. Sonrió y le preguntó a Elliot si la comida había sido de su agrado. Él respondió que magnífica, y el viejo comenzó a darle el cambio con unos dedos torpes y artríticos.
Un rico olor de la salsa de chile salía de la cocina. Pimientos verdes. Cebollas. Pimientos jalapeños. Los distintos aromas de los quesos Cheddar y Monterrey Jack, que se mezclaban por encima de un pedido de chiles.
El ala larga del comedor estaba casi llena; había unas cuarenta personas que cenaban o aguardaban a que les sirvieran. Algunos reían. Una joven pareja parecía en plena conspiración, inclinados uno y otro desde los opuestos lados de una mesa, con las cabezas que casi se tocaban, los dos sonrientes. Todos andaban enzarzados en animada conversación, parejas y alegres grupos de amigos, disfrutando mutuamente, con la idea de los tres días que aún les quedaban de aquellas vacaciones de cuatro.
De repente, Tina sintió una punzada de envidia. Más que cualquier cosa del mundo, deseaba ser una de aquellas personas afortunadas. Deseaba poder cenar de una forma corriente y ordinaria, en una velada normal, en mitad de una vida sin problemas, con toda la razón para prever un prolongado y confortable futuro. Ninguna de aquellas Personas tenía que preocuparse por unos asesinos profesionales; por operarios de la compañía del gas que no eran tal; por pistolas provistas de silenciador, exhumaciones... No se percataban de lo afortunados que eran. Sintió como si una vasta e insalvable brecha la separara de personas como aquéllas, y se preguntó si alguna vez llegaría a encontrarse la mitad de relajada y libre de preocupaciones como se veían todos ellos en ese momento.
Una fuerte y fría corriente chocó contra su nuca.
Se dio media vuelta para ver quién había entrado en el local.
La puerta estaba cerrada. Nadie había penetrado en el comedor.
Sin embargo, el aire seguía frío, había cambiado.
La máquina de discos, que se encontraba a la izquierda de la puerta, emitía una popular balada country:
Muñeca, muñeca, muñeca, aún te amo.
Nuestro amor vivirá; lo sé muy bien.
Hay una cosa que te puedes apostar:
que nuestro amor aún no muerto está.
No, nuestro amor no está muerto...
no está muerto...
no está muerto...
no está muerto...
El disco se encalló. Siguió rodando una y otra vez en aquel pequeño fragmento de sus estrías.
Tina se quedó mirando, horrorizada, el jukebox.
no está muerto... no está muerto... no está muerto...
Elliot regresó de la caja y le puso una mano encima del hombro.
-¿Qué diablos...?
Tina no pudo hablar. Tampoco moverse.
El aire se puso cada vez más frío.
Se estremeció.
Los otros clientes dejaron de hablar y se volvieron para mirar la tartamudeante máquina.
no está muerto... no está muerto... no está muerto...
La imagen del podrido rostro de la Muerte cruzó como un relámpago la mente de Tina.
-Deténlo -pidió a Elliot.
Alguien dijo:
-Disparad contra el pianista.
Otro chilló:
-Patead esa maldita cosa...
Elliot se acercó a la máquina de discos y la sacudió con suavidad. La aguja salió de la raya y la canción continuó con normalidad Jurante una estrofa más. Pero cuando Elliot se daba ya la vuelta, la aguja se encalló de nuevo en las mismas tres palabras:
no está muerto... no está muerto... no está muerto...
Tina deseó cruzar el comedor, agarrar a cada uno de los clientes por el pescuezo y sacudirles hasta averiguar quién había rayado el disco. Al mismo tiempo, sabía que no se trataba de un pensamiento racional; la explicación, fuera cual fuese, no resultaba tan sencilla. Ninguno de los presentes pudo estropear la máquina. Hacía sólo un momento, había envidiado a aquellas personas por lo vulgar de sus vidas. Simplemente, resultaba ridículo sospechar que a cualquiera de ellas la hubiese empleado la Organización secreta que había volado su casa. Algo ridículo y paranoico. Se trataba de personas ordinarias en un restaurante ordinario junto a una carretera ordinaria, que cenaban.
no está muerto... no está muerto... no está muerto...
Elliot movió de nuevo la máquina de discos, pero esta vez la aguja se negó a salir de la raya en que estaba incrustada.
El aire se hizo más gélido aún. Tina escuchó cómo alguno de los clientes lo comentaba.
Elliot sacudió la máquina con más fuerza de la empleada la última vez, pero el aparato continuó con aquel mensaje de tres palabras en la voz del cantante country, como si una mano invisible sujetara el brazo del tocadiscos con fuerza.
El cajero de cabello cano se acercó desde detrás del mostrador.
-Yo me haré cargo, compañeros. Aguardad un segundo.
Llamó a una de las camareras.
-Jenny, comprueba el termostato. Se supone que esta noche tenemos aquí calefacción y no aire acondicionado.
Elliot se apartó de su camino cuando el hombre estuvo más cerca de él.
Aunque nadie tocaba en aquel momento el jukebox, el volumen aumentó y las tres palabras atronaron por el comedor, como un estallido que hizo vibrar los cristales de las ventanas y tintinear la cubertería de las mesas.
NO ESTÁ MUERTO. NO ESTÁ MUERTO. NO ESTÁ MUERTO.
Algunas personas hicieron una mueca y se llevaron las manos a los oídos.
El viejecillo tuvo que gritar para hacerse oír por encima de la explosiva voz que salía del jukebox.
-Hay un botón en la parte de atrás que hace saltar el disco.
Tina no pudo taparse los oídos; los brazos le colgaban, flácidos, a los costados, helados, rígidos, con las manos cerradas en un puño, y no encontró la voluntad o la fuerza necesaria para liberarlas. Deseó gritar, pero no pudo emitir el menor sonido.
Más frío, más frío.
Tina se percató de aquella presencia familiar, parecida a un espíritu, igual que ocurriera en el despacho de Ángela, cuando la terminal del ordenador empezó a funcionar sola. Tenía la misma sensación de ser observada, como le ocurriera en el aparcamiento un rato antes.
El viejo se acuclilló al lado de la máquina, alargó la mano por detrás, encontró un botón y lo pulsó varias veces:
NO ESTÁ MUERTO... NO ESTÁ MUERTO... NO ESTÁ MUERTO...
-No habrá más remedio que desenchufarlo -gritó el anciano.
El volumen aumentó de nuevo. Las tres palabras atronaron por los altavoces en todos los rincones del restaurante con una increíble y destrozadora fuerza; resultaba difícil creer que la máquina hubiese sido construida con la capacidad de emitir sonidos de aquella potencia, tan excesiva y enervante.
Elliot separó el aparato de la pared para que el viejecillo alcanzase el enchufe.
En aquel mismo instante, Tina se percató que no debía temer nada de la presencia que se encontraba detrás de aquella mágica manifestación. No representaba ningún peligro para ella, sino, exactamente, todo lo contrario. En un destello de comprensión, lo vio todo a través del corazón del misterio. Sus manos, cerradas hasta ese momento en apretados puños, se abrieron de nuevo. La tensión de los músculos de su cuello y hombros desapareció. Los latidos de su corazón se parecieron ya menos al entrechocar de una apisonadora, aunque todavía no habían vuelto a su ritmo ordinario. Le afectaba la excitación más que el terror en ese momento.
De haber querido gritar, hubiera podido hacerlo, pero ya no lo deseaba.
Mientras el anciano cajero de cabello blanco agarraba el cordón con sus tullidas manos y tiraba de él, hacia atrás y hacia delante, para liberarlo del enchufe de la pared, Tina estuvo a punto de decirle que lo dejara. Deseaba ver qué sucedería a continuación, en el caso de que nadie se interfiriera con la presencia que se había hecho con el control de la máquina de discos.
Pero, antes de que Tina idease la manera de parafrasear su rara petición, el viejecillo consiguió, al fin, desenchufar la máquina.
El silencio resultó aplastante después de aquella atronadora y monótona repetición del mensaje de tres palabras.
Al cabo de un segundo de sorprendido alivio, todos los que estaban en el restaurante aplaudieron al viejecillo.
Jenny, la camarera, le llamó en aquel momento desde detrás de la barra.
-Eh, Al, no he tocado el termostato. Está con el calor puesto y a veinte grados. Será mejor que le eches una ojeada tú mismo.
-Habrás toqueteado algo en realidad -contestó Al-. Cada vez hace más calor.
-Pues no lo he tocado -insistió Jenny.
Al no creyó a la camarera, pero Tina sí.
Elliot se apartó del jukebox y miró, bastante preocupado, a Tina.
-¿Va todo bien?
-Sí, Dios mío, sí... Estoy mejor que desde hace muchísimo tiempo.
Él frunció el ceño, desconcertado con un profundo desconcierto ante la sonrisa de Tina.
-Pero si lo que ha pasado aquí es...
-Ya sé de qué se trata -explicó ella-. Elliot, sé con toda exactitud de qué se trata.
-¿De veras?
-Vamos -prosiguió Tina con excitación-. Salgamos de aquí.
Elliot quedó confundido ante el cambio en el talante de la mujer, pero Tina no deseaba explicarle las cosas en el comedor.
La mujer abrió la puerta y se precipitó al exterior como una exhalación.