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EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (28)

En el veintiséis aniversario del Día de la Resurrección giraron por primera vez las paletas del No Se Alquila. Fue una hora después de que las piedras de cilindros llameasen para cargar los cilindros del desayuno. Los cables y la plancha conectada a la piedra de cilindros habían sido retirados, y los cables enrollados de nuevo en la bodega a través de una portilla situada en la parte delantera de estribor. Los cilindros habían sido retirados de la piedra de cilindros situada a kilómetro y medio al norte y transportados hasta el barco en la lancha de vapor anfibia y armada, la Prohibido Fijar Carteles. El fabuloso barco fluvial, de un blanco resplandeciente con bandas rojas, negras y verdes, salió del canal y entró en el Río tras el inmenso rompe aguas situado a estribor. Este desviaba la corriente de modo que el barco no se viese empujado hacia el sur al salir del canal, contra el borde de la boca del mismo.

Entre silbidos, repiqueteo de campanas, gritos y vítores de los pasajeros que se apoyaban en la borda, y gritos de los que quedaban en la orilla, las enormes paletas girando, el No se Alquila penetró con grácil firmeza en el Río.

El barco tenía una longitud total de ciento treinta y cinco metros. El bao que había sobre las defensas de las ruedas de paletas tenía unos treinta metros. El calado medio era de unos cuatro metros cargado. Los gigantescos motores eléctricos que hacían mover las paletas producían diez mil caballos de potencia y quedaba energía suficiente para atender a todas las necesidades de electricidad del barco, que eran muchas. La velocidad máxima, teóricamente, era de setenta kilómetros por hora en aguas tranquilas. Río arriba, con una corriente en contra de veinticinco kilómetros por hora, alcanzaría los cincuenta kilómetros. Río abajo, llegaría a los cien. El barco navegaría casi siempre Río arriba, a unos veinticinco kilómetros por hora respecto a tierra. Había cuatro cubiertas; la llamada cubierta de calderas, la cubierta principal, la cubierta de paseo y la de desembarco. La timonera estaba en la parte delantera de la cubierta de paseo, y detrás de ella estaban los aposentos del capitán y de los oficiales principales. Sin embargo, la timonera tenía a su vez dos plantas. Estaba emplazada delante de las dos altas pero estrechas chimeneas que alcanzaban los nueve metros de altura. Firebrass había aconsejado eliminar las chimeneas, porque el humo de las calderas, utilizadas para calentar agua y para alimentar las ametralladoras, podía desviarlo lateralmente. Pero Sam le había dicho riendo:

-¿Qué me importa a mí la resistencia del aire? ¡Yo quiero belleza! ¡Y eso será lo que conseguiremos! ¡Quién podría imaginarse un barco fluvial sin unas altas, gráciles e impresionantes chimeneas! ¿Es que no tienes alma, hermano?

Había sesenta y cinco camarotes, todos ellos de doce por doce, todos ellos con camas abatibles y sillas plegables. En cada camarote había un water y un lavabo con agua fría y caliente, y por cada seis, una ducha. Había tres grandes salones, uno en la zona de oficiales, otro en la cubierta de paseo, y otro en la principal. Tenían mesas de billar, juegos de dardos, equipo de gimnasia, mesas de cartas, una pantalla cinematográfica, un escenario para obras de teatro o representaciones musicales, y en la cubierta principal había un salón con un podium para la orquesta.

El piso superior de la timonera estaba lujosamente amueblado con sillas talladas de madera de roble y mesas cubiertas con piel de pez dragón en rojo, blanco y negro. El piloto tenía una silla giratoria grande y cómoda ante el cuadro de mandos. Sobre éste había una serie de pequeñas pantallas de televisión de circuito cerrado, que le permitían seguir indicaciones de los centros de control del barco. Tenía ante él un micrófono que le permitía hablar con cualquiera del barco. Controlaba el navío con dos palancas situadas en un pequeño tablero móvil colocado ante él. La palanca izquierda era la de la rueda de babor, la de la derecha la de estribor. Tenía ante sí también una pantalla de radar que utilizaba durante la noche. Otra pantalla le mostraba la profundidad del agua desde el fondo del barco, medida por sonar. Una palanca del cuadro de mandos le permitía conectar el piloto automático, aunque como regla tenía que haber siempre un piloto.

Sam vestía sandalias de piel de pez blanqueada, una faldilla blanca, una capa también blanca y una gorra de oficial de plástico y cuero. Llevaba también un cinturón de cuero blanqueado con una pistolera, que contenía una impresionante Mark II, una pistola de cuatro tiros del calibre 69, y una funda blanqueada con un cuchillo.

Paseó arriba y abajo, con un gran puro verde en la boca, las manos pegadas a los costados, salvo cuando se las llevaba a la boca para sacudir el cigarro. Observó al piloto, Robert Styles, que pilotaba el barco por primera vez. Styles era piloto del Mississippi, un apuesto joven que aunque no mentiroso era muy dado a exagerar las cosas. Cuando apareció unos dos años atrás, Sam se puso loco de alegría. Fue una de las pocas veces que lloró en su vida. Había conocido a Robert Styles cuando ambos eran pilotos en el Mississippi.

Styles estaba nervioso, como estaría cualquiera siendo la primera vez, incluso aquel capitán Isaiah Sellers, cuyos nervios de acero se habían hecho famosos en el Mississippi. No había dificultad alguna para conducir aquel barco. Un profesor de escuela dominical tuerto y con resaca podría hacerlo, y su hijo de seis años también podría hacerlo, si

llegaba a las dos palancas. Empujar hacia adelante para aumentar la velocidad, poner en posición media para las ruedas. Para girar el barco a babor, echar hacia atrás un poco la palanca de babor y un poco hacia adelante la de estribor. Para girar a estribor hacer lo contrario.

Pero era necesaria práctica para lograr la coordinación adecuada.

Por fortuna, el pilotar un barco en aquel Río no exigía un esfuerzo de memoria. No había islas, ni bancos de arena, y había pocos troncos a la deriva. Si el barco se aproximaba demasiado a zonas de poco calado, el sonar activaba un timbre de alarma. Si aparecía un barco enfrente durante la noche, o un tronco oculto en el agua, el radar o el sonar lo indicarían y se encendería una luz roja.

Sam observó a Styles durante media hora mientras recorrían las riberas donde miles de personas les despedían y vitoreaban, o maldecían, pues muchos de ellos estaban desilusionados por no haber tenido bastante suerte en la lotería para que les incluyeran. Pero Sam no podía oír las maldiciones.

Luego Sam se hizo cargo de la dirección del barco y, a la media hora, le preguntó a Juan si le gustaría intentarlo. Juan vestía totalmente de negro, como si estuviese decidido a hacer exactamente lo contrario de lo que hiciese Sam. Pero cogió las palancas, y lo hizo bien para ser un ex-rey que jamás en su vida había hecho trabajo alguno, y que había dejado siempre a los inferiores las tareas como aquélla.

El barco pasó ante el reino muerto de Iyeyasu, ahora dividido en tres estados otra vez, y luego Sam ordenó dar la vuelta. Rob Styles hizo una maravillosa demostración de su capacidad de maniobra. Mientras la rueda de babor fue disminuyendo su velocidad, la de estribor fue aumentándola hasta llegar al punto máximo, y el barco giró como si estuviese sobre un alfiler. Y luego continuó Río abajo. Con la corriente y el viento, y las ruedas de paletas girando a velocidad máxima, el No Se Alquila alcanzaba casi los cien kilómetros por hora. Pero no por mucho tiempo. Sam dijo a Styles que lo acercase a la orilla, donde el sonar indicase aproximadamente treinta centímetros de margen entre el casco y el fondo en el lado de babor. Incluso por encima del chapotear de las ruedas, de los pitidos y los campanilleos, podían oír a la gente de la orilla, que los miraba con expresión de éxtasis, como en un sueño.

Sam abrió las portillas delanteras de la timonera para poder sentir el viento y aumentar la sensación de velocidad.

El No Se Alquila navegaba Río abajo hacia Selinujo, y luego giró otra vez. Sam sentía casi deseos de que hubiese otro barco con el que poder competir. Pero de todos modos era una gloria disponer del único barco eléctrico de metal que existía. Un hombre no podía tenerlo todo, ni siquiera en la vida ultraterrena.

Durante el viaje de retorno, se bajó la gran compuerta de popa y por ella salió la lancha hacia el Río. Anduvo arriba y abajo a gran velocidad, y se colocó delante del buque nodriza. Sus ametralladoras de vapor trazaron surcos por el agua, y los treinta cañones de vapor del No Se Alquila respondieron, disparando al aire.

El gran monoplano anfibio de tres plazas salió por la abertura de popa también, y sus alas fueron fijadas y extendidas. Y luego despegó. Lo conducía Firebrass, que llevaba como pasajeras a Gwenafra y a su mujer.

Un momento después fue lanzado con una catapulta de vapor el pequeño caza de un solo asiento y cabina abierta. Lothar von Richthofen se elevó en el cielo, el motor de alcohol de madera rugiendo, y voló Río abajo hasta perderse de vista. Luego regresó, ascendió en, el aire, e inició la primera exhibición de acrobacia aérea que había visto jamás el mundo del Río.

Lothar terminó con un picado al final del cual disparó cuatro proyectiles en el agua y luego las ametralladoras gemelas. Estas eran de calibre ochenta y lanzaban cartuchos con postas de aluminio. Había cien mil proyectiles de este tipo almacenados en el barco, y cuando se agotaran, no sería posible reponerlos.

Lothar aterrizó con su pequeño monoplano en la cubierta de desembarco, encima de los camarotes de oficiales, y los instrumentos previstos fijaron el gancho que el avión arrastraba. Aun así, el aparato se detuvo a solo tres metros de las chimeneas. Lothar despegó de nuevo con el avión y aterrizó al poco otra vez. Después, Firebrass regresó en el anfibio, y subió a su vez en el avión para un vuelo.

Sam observaba por la portilla frontal como los marinos hacían la instrucción en la parte delantera de la ancha cubierta de calderas. Bajo el sol del mediodía, que calentaba el aire hasta más o menos 25° centígrados, desfilaban arriba y abajo y realizaban intrincadas maniobras bajo las órdenes de Cyrano. Sus yelmos emplumados de plateado duraluminio eran como los de los antiguos romanos. Llevaban cotas de malla a listas grises y rojas que les llegaban hasta la mitad de los muslos. Las piernas las tenían protegidas con botas de cuero. Llevaban espadas y largos cuchillos y pistolas Mark II. Estos eran los pistoleros, sin embargo. La mayor parte de los marinos estaban observando el espectáculo. Aquellos eran los arqueros y los artilleros.

Sam se sintió feliz al ver entre la multitud de la cubierta principal la cabeza color miel de

Gwenafra.

Pero junto a la suya vio la cabeza oscura de Livy, y se sintió desgraciado.

Gwenafra, tras otros seis meses de vivir entre constantes celos con von Richthofen, había aceptado la oferta de Sam y se había ido a vivir con él. Pero Sam aún no podía ver a Livy sin sentir el dolor de la pérdida. Si no fuese por Livy, y por la presencia de Juan, habría alcanzado la felicidad total. Pero habría de seguir con ellos posiblemente durante los cuarenta años de viaje. Y Juan, bueno, Juan le hacía sentirse inquieto, y además aparecía en todas sus pesadillas.

Se había mostrado tan dispuesto a dejar que Sam fuese el capitán, y había aceptado gustosamente una posición secundaria, que Sam sabía que no proyectaba nada bueno. Pero, ¿cuándo tendría lugar El Motín?, pensaba Sam. No había duda de que Juan intentaría hacerse con el control total del barco, y cualquier hombre inteligente, sabiendo esto, se le habría adelantado, de un modo u otro.

Pero Sam había quedado muy afectado por el asesinato de Hachasangrienta; no podía cometer otro asesinato, aunque supiese que Juan no moriría para siempre. Un cadáver era un cadáver, y una traición era una traición.

La cuestión era: ¿cuándo atacaría Juan? ¿Al principio, o luego más tarde, durante el viaje, cuando Sam hubiese dejado ya de sospechar?

En realidad, la situación era intolerable. Pero resultaba sorprendente hasta qué punto podía tolerar un hombre una situación intolerable.

Entró en la timonera un hombre muy alto, casi un gigante, de pelo amarillo. Se llamaba Augustus Strubewell, era el ayuda de campo de Juan, y había sido elegido por éste durante su estancia en Iyeyasujo tras la invasión de Hacking. Había nacido en 1917, en San Diego, California, había sido capitán de la infantería de marina norteamericana, condecorado por su valor en el oriente medio y en América del Sur, y había hecho carrera en el cine y en la televisión. Parecía un tipo muy agradable, salvo que, como Juan, presumía de sus conquistas femeninas. Sam no confiaba en él. Todo el que trabajase para Juan Sin Tierra tenía que tener una personalidad retorcida.

Sam se alzó de hombros. Podría también, de momento, disfrutar de la situación. ¿Por qué permitir que algo le robase la alegría del día más grande de su vida?

Se asomó por la portilla, y observó a los marineros que hacían instrucción y a la tripulación. El sol brillaba sobre las olas, y la brisa era fresca. Si hacía demasiado calor, siempre podría cerrar las portillas y poner en marcha el aire acondicionado. En el palo alto de proa ondeaba al viento la bandera del No Se Alquila. Era cuadrada y llevaba un fénix escarlata sobre un campo azul claro. El fénix simbolizaba el renacimiento de la humanidad.

Saludó a la gente agrupada en la orilla y apretó un botón que hizo sonar una serie de silbidos de vapor y un repiqueteo de campanas.

Aspiró el humo de su delgado puro, hinchó el pecho y desfiló arriba y abajo. Strubewell entregó a Juan un vaso lleno de whisky, y luego ofreció otro a Sam. Todos los que estaban en la timonera (Styles, los otros seis pilotos, Joe Miller, von Richthofen, Firebrass, Publius Crasus, Mozart, Juan Sin Tierra, Strubewell y otros tres ayudantes de Juan) cogieron el vaso.

-Caballeros, un brindis -dijo Juan en esperanto-. Por un viaje largo y feliz, y porque todos consigamos lo que merecemos.

Joe Miller, de pie junto a Sam, con la cabeza casi tocando el techo, alzó un vaso que contenía medio litro de whisky. Olisqueó el líquido ambarino con su monstruosa probóscide, y luego lo probó con la punta de la lengua.

Sam estaba a punto de beberse sus diez centilitros de whisky cuando vio un gesto extraño en la cara de Joe.

-¿Qué es lo que pasa, Joe? -dijo.

-¡Ezto tiene algo!

Sam olisqueó, y no pudo detectar nada que no fuese aroma del mejor whisky de

Kentucky.

Pero cuando Juan, Strubewell y los demás empuñaron sus armas, arrojó el licor a la cara a Juan y, gritando "¡está envenenado!", se tiró al suelo.

La pistola Mark II de Strubewell atronó. La bala de plástico se estrelló contra el plástico a prueba de balas de la portilla que había sobre la cabeza de Sam.

Joe lanzó un rugido, como el de un león súbitamente liberado de su jaula, y tiró su licor a la cara de Strubewell.

Los otros ayudantes dispararon inmediatamente, y luego volvieron a disparar. Las pistolas Mark II eran revólveres de cuatro tiros en los que se prendía eléctricamente la pólvora de los cartuchos de aluminio. Eran más largas y pesadas aún que las Mark I, pero se podía disparar mucho más rápidamente, y funcionaban con pólvora sin humo.

La timonera se convirtió en una furia de estruendosas y ensordecedoras explosiones, de silbidos de balas de plástico y de gritos y chillidos de los hombres y de rugidos de Joe.

Sam giró en el suelo, luego se levantó y conectó el piloto automático. Rob Styles estaba en el suelo con un brazo casi arrancado. Uno de los ayudantes de Juan agonizaba frente a él. Strubewell pasó volando sobre Sam, chocó contra el cristal y luego cayó sobre él. Juan había desaparecido, había huido por la escalerilla.

Sam se quitó de encima a Strubewell. Cuatro de sus pilotos habían muerto. También habían muerto todos los ayudantes de Juan salvo Strubewell, que solo estaba inconsciente. Joe les había roto el cuello o la mandíbula. Mozart temblaba acuclillado en un rincón. Firebrass sangraba por las heridas que le habían producido los fragmentos de plástico, y Lothar sangraba por una herida que tenía en el brazo: uno de los ayudantes de Juan le había clavado un cuchillo un poco antes de que Joe hiciera girar su cabeza ciento ochenta grados.

Sam se levantó tembloroso y miró por la portilla. La tripulación que contemplaba a la infantería de marina había desaparecido, pero no sin dejar atrás una docena de cuerpos. Los infantes de marina disparaban desde la cubierta de las calderas contra los hombres que les gritaban desde los lados de la cubierta principal. Parte del fuego partía al parecer de las portillas de los camarotes de la cubierta principal. Cyrano estaba con su grupo de infantes de marina, cuyo número descendía rápidamente, dando órdenes. Entonces atacaron los hombres de Juan, disparando, y Cyrano se echó al suelo. Pero enseguida estuvo otra vez en pie, su espada brillando primero con un tono plateado y roja después. El enemigo se desconcertó y retrocedió, y Cyrano corrió tras ellos.

-¡No seas estúpido! ¡Retrocede! -gritó Sam, pero por supuesto nadie le oyó.

Intentó recuperarse de su sorpresa. Juan había echado algo en sus bebidas, un veneno o un sedante, y la nariz subhumanamente sensible de Joe les había salvado de beberlo y desplomarse luego, dejando en manos de Juan el control de la timonera.

Miró por la portilla de estribor. A solo unos ochocientos metros delante de ellos estaba el gran rompe aguas tras el que había de anclar el barco aquella noche. Al día siguiente empezaría de forma oficial el largo viaje. Debería haber empezado, pensó Sam.

Desconectó el piloto automático y se hizo cargo de las palancas de control.

-Joe -dijo-, voy a conducir el barco Río arriba junto a la orilla. Incluso puede que encallemos. Coge el altavoz. Les diré a los que están en la orilla lo que sucede y recibiremos ayuda.

Empujó hacia atrás la palanca de estribor y hacia adelante la de babor.

-¿Qué es lo que pasa? -gritó. El barco continuaba su curso Río arriba, manteniéndose a una distancia de unos cien metros de la orilla.

Accionó las palancas atrás y adelante, frenéticamente, pero el barco no se desvió de su curso.

-¡Es inútil, Samuel, Jefe, Capitán, cerdo! Tengo el control del barco. Mi ingeniero, el que será ingeniero jefe, instaló un equipo de controles. He bloqueado tus controles, y el barco irá adonde yo quiera. Así que no tendrás ninguna ventaja en absoluto. Ahora mis hombres entrarán en la timonera y te capturarán. Pero preferiría que se produjesen los menos daños posibles. Así es que si aceptas abandonar el barco, te dejaré ir sin hacerte daño. Siempre, claro está, que seas capaz de nadar un centenar de metros.

Sam, lleno de cólera, se puso a maldecir y a aporrear el cuadro de mandos. Pero el barco continuó cruzando ante el muelle, mientras la multitud allí reunida hacía gestos de despedida, vitoreaba y se preguntaba por qué no se detenía el barco.

Por la portilla de popa apareció Lothar.

-¡Están intentando sorprenderme! -dijo, y disparó contra un hombre que había aparecido al fondo de los camarotes de oficiales en la cubierta de paseo.

-¡No podremos resistir mucho tiempo! -dijo Firebrass-. ¡Tenemos pocas municiones! Sam miró por las portillas delanteras. Algunos hombres y mujeres habían salido

corriendo a la cubierta de calderas y luego se habían detenido allí, intentando resistir. Entre ellos estaba Livy.

Hubo otra carga. Un hombre atacó a Cyrano, que intentaba clavar su espada en el que estaba junto a él. Livy intentó desviar la hoja con la pistola, que debía de estar vacía, pero la espada se clavó en su estómago. Cayó hacia atrás, atravesada aún por la espada. El hombre que la había matado murió un segundo después, cuando la espada de Cyrano le atravesó el cuello.

-¡Livy! ¡Livy! -gritó Sam, y salió por la puerta de la timonera y bajó corriendo la escalerilla. Las balas silbaban junto a él y se estrellaban contra las mamparas y la escalerilla. Sintió un pinchazo y luego oyó un grito tras él, pero no se detuvo. Tenía una vaga conciencia de que Joe Miller y los demás salían corriendo tras él. Quizá intentaban rescatarle, o quizá sabían que podían salir también ahora antes de quedar cercados en la trampa de la timonera. Por todas partes había cadáveres y heridos. Juan no contaba con muchos hombres. Se había basado en la sorpresa, y esto no había fallado. Las primeras andanadas habían matado a docenas de hombres, y varias docenas más habían sido liquidados en los momentos de pánico que siguieron. Muchos otros habían saltado al agua viendo que no había modo de escapar, ni lugar donde esconderse, y que estaban desarmados.

Ahora el barco se dirigía hacia la orilla, con las paletas girando a máxima velocidad, cortando el agua y haciendo temblar las cubiertas. Juan dirigía el barco hacia la costa, donde le esperaba un numeroso grupo de hombres y mujeres fuertemente armados.

Eran los descontentos, la gente disgustada porque la lotería no les había proporcionado un puesto en la tripulación. En cuanto llegasen a bordo barrerían a los pocos partidarios de Sam que quedasen.

Sam había cruzado corriendo la cubierta de paseo, tras dejar la escalerilla de la timonera. Llevaba una pistola con dos balas en una mano y una espada en la otra. No sabía siquiera cómo habían llegado a sus manos. No recordaba haberlas sacado de su funda.

Apareció un rostro en el borde de la cubierta, en la escalera que quedaba justo delante. Sam disparó, y la cara retrocedió. Se colocó luego al borde de la cubierta y disparó de nuevo, asomándose incluso a la escalerilla. Esta vez la bala de plástico dio en el blanco. El pecho del hombre se inundó de rojo, y éste cayó escalerilla abajo, arrastrando tras él a otros dos. Pero otros que quedaban en la cubierta de abajo alzaron sus pistolas y Sam tuvo que retroceder. Los disparos no le alcanzaron, aunque algunas balas que se estrellaron en el borde le alcanzaron en fragmentos en las piernas al rebotar.

-¡Zam! ¡Zam! -dijo tras él Joe Miller- ¡No hay máz zolución que zaltar al agua, noz tienen rodeadoz!

Debajo, Cyrano, aún con su espada en la mano, combatiendo con tres hombres a un tiempo, retrocedía hacia la borda. Su espada atravesó un cuello, el hombre cayó, y Cyrano se giró y saltó por la borda. Cuando salió a la superficie comenzó a nadar vigorosamente para impedir que las paletas de estribor le alcanzasen.

Comenzaron a caer proyectiles en los lados de los camarotes que había detrás de

Sam, y Lothar gritó:

-¡Salta, Sam! ¡Salta!

Pero no podían saltar aún. No podían despejar la cubierta principal que había debajo, y mucho menos la de calderas.

Joe se había dado la vuelta ya y corría con su gran hacha hacia los hombres que disparaban desde detrás de la parte trasera de los camarotes de la cubierta de paseo. Corrían las balas hacia él, dejando una fina estela de humo, pero él estaba demasiado lejos como para preocuparse por la precisión de los disparos, y se apoyaba en su aspecto aterrador y en su fama, que ellos conocían muy bien, para aterrorizarles.

Los otros corrieron tras él hasta que llegaron a la cubierta de la gran rueda de paletas. Estaba a unos tres metros del borde de la cubierta de paseo, y si llegaban a la borda y saltaban, podían agarrarse a las grandes aberturas de hierro a través de las cuales se habían introducido los cables con que la grúa había alzado la estructura que cubría la rueda.

Saltaron uno tras otro, mientras las balas silbaban sin cesar. Se agarraron a las aberturas, sus cuerpos balanceándose y chocando contra el lateral de la sólida cobertura de metal. Pero lograron llegar arriba y arrastrarse sobre la parte superior de la cubierta, ponerse en pie y saltar. El agua quedaba a unos nueve metros por debajo, una altura que habría hecho dudar a Sam en circunstancias distintas. Pero en aquella ocasión saltó sin dudarlo, tapándose la nariz y hundiéndose de pie en el agua.

Salió a flote en el momento en que Joe saltaba, no desde la cubierta de la rueda sino desde la principal. Había estado luchando mientras bajaba por la escalerilla y luego mientras cruzaba la cubierta, aplastando a los pigmeos que se interponían en su camino. Pero su piel peluda estaba llena de sangre. Saltó por la borda mientras las pistolas rugían y las flechas silbaban tras él.

Sam se zambulló de nuevo, porque varias de las ametralladoras de vapor enfilaban hacia él sus cañones y lanzaban proyectiles del calibre setenta y cinco.

El barco dio la vuelta unos treinta minutos más tarde. Juan debía haber descubierto que su principal enemigo había logrado escapar. Por aquel entonces, Sam había llegado ya a la orilla y corría tierra adentro, aunque creía que sus piernas iban a deshacerse de un

momento a otro. No se reanudó el fuego. Quizá Juan cambiase de idea y no pensase matarle. Quizá prefiriese que Sam sufriera mucho más si seguía vivo en el lugar de su derrota.

Por un altavoz atronó la voz de Juan:

-¡Adiós, Samuel! ¡Idiota! ¡Gracias por construirme este barco! ¡Cambiaré su nombre por otro que se ajuste más a mí! ¡Voy a gozar ahora de los frutos de tu trabajo! ¡Piensa en mí cuanto quieras! ¡Adiós!

Su risa amplificada por el altavoz atronó los oídos de Sam.

Sam salió del lugar en que se había ocultado en una cabaña y escaló el muro de la orilla. El barco se había detenido y había extendido una larga pasarela sujeta por cables para que los traidores pudiesen subir a bordo. Oyó una voz debajo de él y bajó la vista. Allí estaba Joe, con su pelambrera rojiza ennegrecida por el agua, salvo en los puntos donde la sangre empezaba a aparecer de nuevo:

-Lothar, Firebrazz, Cyrano y Johnzton conziguieron ezcapar-dijo-. ¿Cómo te encuentraz, Zam? Sam se sentó en el suelo y dijo:

-Si me hiciese algún bien, me suicidaría. Pero este mundo es un infierno, Joe, un verdadero infierno, ni siquiera puede uno cometer un suicidio decente. Despiertas al día siguiente y sigues con tus problemas pegados a ti como antes... Bueno, da igual.

-¿Qué vamoz a hacer ahora, Zam?

Sam estuvo largo rato sin contestar. Si bien él no podía tener a Livy, tampoco podía tenerla Cyrano. Podía soportar la idea de haberla perdido si no estaba donde él pudiese verla.

Luego sintió vergüenza por alegrarse de la pérdida de Cyrano.

Pero de momento no. De momento estaba demasiado conmovido. La pérdida del barco había sido un choque aún mayor que el de ver cómo mataban a Livy.

Después de todos aquellos años de trabajo duro, de penas y traiciones, de planes, proyectos y desilusiones, de...

Era demasiado.

A Joe le entristecía verle llorar, pero se sentó pacientemente junto a él hasta que Sam agotó sus lágrimas. Luego dijo:

-¿Empezaremoz a conztruir otro barco, Zam?

Sam Clemens se puso en pie. La maquinaria electromecánica de su fabuloso barco retiraba en aquel momento la pasarela. Se oían pitidos y repiques de campanas. Juan aún debía seguir riéndose. Quizá estuviese contemplando a Sam con su telescopio. Sam agitó un puño, con la esperanza de que Juan estuviese observándole.

-¡Conseguiré atraparte, traidor! -aulló-. ¡Construiré otro barco y te encontraré! ¡No importan los obstáculos con que haya de enfrentarme ni quién se cruce en mi camino!

¡Daré contigo, Juan, y hundiré ese barco! ¡Nadie, absolutamente nadie, ni el Extraño ni el

Diablo ni Dios, nadie, sean cuales sean sus poderes, logrará detenerme! "¡Algún día, Juan! ¡Algún días nos encontraremos!

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