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A Vuestros Cuerpos Dispersos CAPITULO XIII

Habían pasado sesenta días. El barco había sido empujado a través de la llanura sobre grandes rodillos de bambú. Había llegado el día de la botadura. El Hadji tenía unos doce metros de largo y consistía esencialmente en dos cascos de bambú de puntas aguzadas unidos por una plataforma, un bauprés con una vela de globo y un único mástil, con jarcias hacia adelante y hacia atrás que tenían velas de fibras de bambú entretejidas. Era gobernado por un gran remo de pino, dado que no les había resultado posible hacer un timón y un gobernalle. Su único material, en aquel momento, de atadura, era la hierba, aunque no pasaría mucho antes de que pudieran hacerse cuerdas con la piel curtida y las entrañas de algunos de los mayores peces del río. A proa llevaba atada una canoa construida por Kazz a partir del tronco de un pino.

Antes de que pudieran realizar la botadura, Kazz puso algunas dificultades. Por aquel entonces podía hablar un inglés muy limitado y entrecortado, y proferir

algunas maldiciones en árabe, baluchi, swahili e italiano, todo ello aprendido de

Burton.

Necesitar... ¿cómo llamar?... wllah!... ¿cuál palabra?... matar alguien antes echar barco a río... ¿sabes?... merda... necesito palabra, Burton-naq... darme,

Burtonnaq.. palabra... palabra... matar hombre para que dios

Kabburkanakruebemss... dios aguas... no hundir barco... irritado... ahogarnos... comernos.

¿Sacrificio? -ofreció Burton.

Muchas malditas gracias, Burton-naq. ¡Sacrificio! Cortar cuello... poner barco... frotar en madera... entonces, dios aguas no irritado con nosotros.

No haremos eso -dijo Burton.

Kazz discutió, pero finalmente aceptó subirse al barco. Su rostro estaba conturbado, y parecía muy nervioso. Burton, para tranquilizarlo, le dijo que aquello

no era la Tierra. Era otro mundo, como podía ver rápidamente dando una ojeada a

su alrededor, y especialmente a las estrellas. Los dioses no vivían en aquel valle. Kazz escuchó y sonrió, pero aún pareció como si esperase ver surgir de las profundidades al repugnante rostro de barba verde y abultados ojos de pescado de Kabburkanakruebemss.

Aquella mañana, la llanura estaba atestada alrededor del barco. Todo el mundo de muchos kilómetros alrededor estaba allí, ya que cualquier cosa fuera de lo usual era

divertida. Gritaban, reían y hacían bromas. Y, aunque algunos de los comentarios

eran derogatorios, todos ellos se hacían con buen humor. Antes de que el barco fuera rodado de la orilla al Río, Burton se subió a su «puente», una plataforma algo más elevada, y alzó su mano pidiendo silencio. El charloteo de la multitud cesó, y Burton habló en italiano:

Compañeros, lazari, amigos, habitantes del valle de la Tierra Prometida. Os abandonaremos dentro de unos minutos...

¡Si el barco no se hunde! -murmuró Frigate.

... para ir Río arriba, contra el viento y la corriente. Tomamos el camino más difícil, porque lo difícil siempre da la mayor recompensa, si es que hemos de creer lo que nos decían los moralistas de la Tierra, y ya sabéis todos la razón que tenían. Risas. Con resoplidos aquí y allá, por los creyentes empecinados.

En la Tierra, como quizá sepáis alguno de vosotros, guié en una ocasión una expedición a lo más profundo y oscuro de Africa, para hallar las fuentes del Nilo. No las encontré, aunque me acerqué mucho, y me robó las recompensas un hombre que me lo debía todo, un tal señor John Hanning Speke. Si lo encuentro en mi vaje Río arriba, sabré cómo tratarlo...

¡Buen Dios! -exclamó Frigate-. ¿Lo harás suicidarse de nuevo por la vergüenza y el remordimiento?

... pero lo importante es que quizá este Río sea mucho mayor que cualquier Nilo que, como quizá sepáis, o no, era el más largo de la Tierra, a pesar de las

equivocadas afirmaciones de los americanos acerca de sus complejos del Amazonas y del Missouri-Mississippi. Algunos de vosotros os habréis preguntado por qué tenemos que partir para una meta que se halla quién sabe a qué distancia, o que quizá ni siquiera exista. Y yo os diré que largamos velas porque lo Desconocido existe, y queremos convertirlo en Conocido. ¡Eso es todo! Y aquí, a diferencia de nuestras tristes y frustrantes experiencias de la Tierra, no se necesita dinero para equiparnos y para mantenernos en camino. El Poderoso Caballero Don Dinero ha muerto, y que descanse en paz. Ni tampoco tenemos que llenar centenares de instancias e impresos, ni solicitar audiencias a gente influyente y deleznables burócratas para obtener permiso para recorrer el río. No hay fronteras nacionales...

... aun -murmuró Frigate.

... ni se requieren pasaportes, ni hay que sobornar a funcionarios del gobierno. Acabamos de construir un barco sin tener que obtener un permiso, y emprenderemos nuestra singladura sin niguna «por autorización» de ningún burócrata, excelentísimo, ilustrísimo, o del montón. Por primera vez en la historia del hombre, somos libres. ¡Libres! Y, así, para despedirnos, no os diré adiós...

... eso sería pedirte mucho -murmuró Frigate.

... ¡porque quizá regresemos dentro de un millar de años! Así que digo hasta siempre, la tripulación dice hasta siempre, os agradecemos vuestra ayuda en la

construcción del barco y vuestra ayuda en su botadura. Y en este momento hago

cesión de mi cargo como Cónsul de Su Majestad Británica en Trieste a quien quiera aceptarlo, y me declaro ciudadano del Mundo del Río. ¡No pagaré tributo a nadie, no juraré fidelidad a nadie, y sólo seré responsable ante mí mismo!

Haz lo que tu naturaleza humana te impulsa a hacer, y no esperes el aplauso de nadie más que de ti mismo; vive más noblemente, y muere más noblemente, quien dicta y cumple sus propias leyes -canturreó Frigate.

Burton miró al americano, pero no interrumpió su parlamento. Frigate estaba citando unos versos del poema de Burton: La Kasidah de Haji Abdu Al-Yazdi. No era

la primera vez que había citado la prosa o poesía de Burton. Y, aunque a veces

Burton encontraba irritante al estadounidense, no podía sentirse muy molesto con un hombre que lo había admirado lo bastante como para memorizar sus palabras. Unos minutos más tarde, cuando el barco fue empujado al río por algunos hombres y mujeres, y la multitud estuvo dando vivas, Frigate lo citó de nuevo. Miró a los millares de hermosos jóvenes en la orilla, con sus pieles bronceadas por el sol, con sus faldellines, sujetadores y turbantes multicolores agitados por el viento, y dijo:

¡Ah!, alegre día con el brillo del sol, fuerte la brisa, contenta la multitud. Reunida a orillas del Río para jugar, cuando era joven, cuando era joven.

El barco se deslizó, y su proa fue girada por el viento y la corriente, río abajo, pero

Burton gritó órdenes, se alzaron las velas, y giró la gran caña del remo de forma que la proa viró y se encontraron enfrentados con el viento. El Hadji se alzó y cayó en las olas, con el agua siseando al ser hendida por las proas gemelas. El sol era cálido y brillante, la brisa los enfriaba, y se sentían felices, pero también algo ansiosos al ir desapareciendo en la lejanía los rostros y paisajes familiares. No tenían ni mapas ni guías de viajeros que consultar; el mundo sería creado con cada kilómetro hacia adelante.

Aquella tarde, al hacer su primer atraque en una playa, ocurrió un incidente que asombró a Burton. Kazz acababa de bajar a tierra entre un grupo de gente curiosa, cuando se excitó mucho. Comenzó a charlotear en su lengua nativa,

y trató de agarrar a un hombre que se hallaba cerca. El hombre huyó y se perdió rápidamente en la multitud. Cuando Burton le preguntó lo que hacia, Kazz le explicó:

No tenía... uh... ¿cómo llamar?... eso... eso... -y se señaló la frente. Luego trazó

varios símbolos desconocidos en el aire. Burton pensaba proseguir investigando el asunto, pero Alice, gimiendo repentinamente, corrió hacia un hombre. Evidentemente, había pensado que se trataba de un hijo que le habían matado en la primera guerra mundial. Hubo alguna confusión. Alice admitió que había cometido un error. Para entonces, surgieron otras cuestiones. Kazz ya no volvió a

mencionar el asunto, y Burton se olvidó de ello. Pero volvería a recordarlo. Exactamente cuatrocientos quince días más tarde, habían pasado veinticuatro mil novecientas piedras de cilindros en la orilla derecha del río. Dando viradas, navegando contra viento y corriente, logrando una media de cerca de cien kilómetros por día, deteniéndose durante el día para cargar sus cilindros y por la noche para dormir, haciendo a veces altos de un día para poder estirar sus piernas

y hablar con otras personas que no fueran de la tripulación, habían viajado treinta y seis mil trescientos cincuenta kilómetros. En la Tierra, esta distancia habría sido

casi una circunvalación al ecuador. Si los ríos Mississippi-Missouri, Nilo, Congo,

Amazonas, Yang-Tsé, Volga, Amur, Huang, Lena y Zambesi hubieran sido puestos uno tras otro para formar un único gran río, aún no hubieran logrado ser tan largos como la extensión del Río que habían recorrido. Y no obstante, el Río seguía y seguía más allá, haciendo grandes meandros, serpenteando hacia adelante y hacia atrás. Y por todas partes había las llanuras a lo largo del Río, detrás las colinas cubiertas de árboles y, altísimas, infranqueables, continuas, las montañas. Ocasionalmente, las llanuras se estrechaban, y las colinas avanzaban hasta el

borde del río. A veces, el río se ensanchaba y se convertía en un lago, de cinco, diez o doce kilómetros de ancho. De vez en cuando, la cordillera montañosa se curvaba a ambos lados, una hacia la otra, y el barco atravesaba cañones en los que el estrecho cauce obligaba a la corriente a pasar rugiendo, y el cielo era una cinta azul muy por encima de las negres paredes que parecían caer sobre ellos.

Y, siempre, estaba la humanidad. Día y noche, los hombres, mujeres y niños se acumulaban en las orillas del río, y aún más en las colinas.

Por aquel entonces, los navegantes habían discernido un esquema. La humanidad había sido resucitada a lo largo del Rio en burdas secuencias cronológicas y

nacionales. El barco había pasado por el área que contenía a los eslovenos,

italianos y austríacos que habían muerto en la última década del Siglo XIX, y luego, junto a los húngaros, noruegos, finlandeses, griegos, albaneses e irlandeses.

Ocasionalmente, llegaban a áreas que contenían gentes de otros tiempos y lugares.

Una era una extensión de unos treinta kilómetros que contenía aborígenes australianos que jamás habían visto a un europeo mientras vivían en la Tierra. Otra extensión de un centenar y medio de kilómetros estaba poblada por tocarianos, la gente de Loghu. Estos habían vivido hacia los tiempos de Cristo, en lo que luego se convirtió en el Turquestán chino. Representaban a la rama llegada más al este de los pueblos de lenguaje indoeuropeo de la antigiledad; su cultura había florecido durante un tiempo, y luego muerto ante el cerco del desierto y las invasiones de los bárbaros.

A través de investigaciones que él mismo admitía que eran apresuradas e inciertas, Burton había determinado que cada área estaba, en general, compuesta por

aproximadamente un sesenta por ciento de gentes de un siglo y nacionalidad

particulares, un treinta por ciento pertenecientes a otro pueblo, habitualmente de un tiempo distinto, y un diez por ciento de cualquier tiempo y lugar.

Todos los hombres habían despertado de la muerte circuncidados. Todas las mujeres habían resucitado vírgenes. Para la mayor parte de ellas, comentó Burton,

este estado no había durado más allá de la primera noche en aquel planeta.

Hasta ahora, no había visto ni oído hablar de ninguna mujer preñada. Quien los hubiera colocado allí, debía de haberlos esterilizado, y con buena razón. Si la humanidad pudiera reproducirse, el valle del Río estaría totalmente cubierto por cuerpos humanos en un solo siglo.

Al principio, no parecía haber ninguna otra vida animal excepto el hombre. Luego, se había visto que, durante la noche, diversas especies de gusanos emergían del suelo. Y el Río contenía al menos un centenar de especies de peces, que iban de animales de quince centímetros de largo hasta un pez del tamaño de las ballenas azules, los «dragones de río», que vivían en el fondo del mismo, a trescientos metros de profundidad. Frigate dijo que los animales estaban allí con un propósito determinado. Los peces comían lo que caía en el Río, manteniendo sus aguas limpias. Algunos tipos de gusanos se comían los materiales de desecho y los

cadáveres, otros servían en su función normal como gusanos.

Gwenafra era un poco más alta. Todos los niños estaban creciendo. Dentro de doce años, no habría un niño o adolescente en el valle, si las condiciones de todas partes se conformaban a lo visto hasta el momento por los viajeros.

Burton, pensando en ello, le dijo a Alice:

Ese reverendo Dodgson, que era amigo tuyo, el tipo al que solo le gustaban las niñitas. Se va a encontrar con una situación frustrante, ¿no?

Dodgson no era ningún pervertido -intervino Frigate-. Pero, ¿qué sucederá con aquéllos cuyo único objeto sexual eran los niños? ¿Qué harán cuando no haya más

niños? ¿Y qué harán aquellos que obtuvieron su placer maltratando o torturando a los animales? Mira, lamento la ausencia de los animales. Amo a los gatos y a los

perros, a los osos, a los elefantes, a la mayor parte de los animales. A los monos no, pues se parecen a la mayor parte de los hombres. Pero me alegro de que no

estén aquí. Ahora no pueden ser maltratados. Todos los pobres animales indefensos, que sufrían, pasaban hambre o sed a causa de algún ser humano

olvidadizo o maligno.

Palmeó el cabello rubio de Gwenafra, que ya casi tenía quince centímetros de largo.

También pienso lo mismo de todos los pequeñines indefensos y maltratados.

¿Qué tipo de mundo es éste en el que no hay niños? -dijo Alice-. Y ya que hablamos de ello, que tampoco tiene animales, que si bien ya no pueden ser maltratados o torturados, tampoco pueden ser amados y cuidados.

Una cosa equilibra a la otra en este mundo -le respondió Burton-. Uno no puede tener amor sin odio, cariño sin malicia, paz sin guerra. En cualquier caso, no tenemos elección en el asunto. Los gobernantes invisibles de este mundo han

decretado que no tendremos animales, y que las mujeres ya no engendrarán hijos.

Que así sea.

La mañana del cuatrocientos dieciseisavo día de su viaje fue como cada mañana. El sol se había alzado sobre las cimas de la cordillera de su izquierda. El viento de Río

arriba corría con una velocidad estimada en veinticuatro kilómetros por hora, como

siempre. El calor fue incrementándose a medida que se alzaba el sol, y alcanzaría los veintinueve grados aproximadamente a las dos de la tarde. El catamarán, el Hadji, daba viradas de un lado a otro. Burton estaba en el «puente», con ambas manos en el largo y grueso madero de pino, mientras el viento y el sol golpeaban

su piel muy tostada. Llevaba un faldellín a cuadros escarlata y negro, que le llegaba casi hasta las rodillas, y un collar hecho con las negras y brillantes vértebras del

pez cornudo. Era éste un pez de metro ochenta de largo, con un cuerno de quince

centímetros que salía de su frente como el de un unicornio. El pez cornudo vivía a unos treinta metros por debajo de la superficie, y era pescado con sedal, dificultosamente. Pero sus vértebras servían para hacer bellos collares, y su piel, propiamente curtida, servia para manufacturar sandalias, armaduras y escudos, o podía ser trabajada en resistentes y flexibles cuerdas y cinturones. Su carne era deliciosa. Pero el cuerno era lo más valioso. Servía como punta de flecha o lanza, o, con un mango de madera, era un buen estilete.

En un armero junto a él, dentro de la vejiga transparente de un pez, había un arco. Estaba hecho con los huesos curvados que surgían de los costados de la boca del pez dragón, que tenía el tamaño de una ballena. Cuando los extremos de cada uno habían sido cortados de tal forma que se pudiesen acoplar, resultaba un arco de doble curvatura.

Montándolo con una cuerda hecha con la tripa del pez dragón, se obtenía un arco que solo podía tender totalmente un hombre muy fuerte. Burton había topado con uno hacía unos cuarenta días, y ofrecido a su propietario cuarenta cigarrillos, diez

cigarros y diez litros de whisky por él. La oferta fue rechazada, así que Burton y

Kazz volvieron bien entrada la noche, y robaron el arco. O, más bien, hicieron un cambio, pues Burton se sintió impulsado a dejar su arco de tejo a cambio.

Desde entonces, había racionalizado que tenía todos los derechos a robar el arco. El propietario se había vanagloriado de haber matado a un hombre para obtener el

arco. Así que, al quitárselo, lo había tomado de un ladrón y un asesino. No

obstante, Burton tenía remordimientos de conciencia cuando pensaba en ello, lo cual no era muy a menudo.

Burton llevó el Hadji hacia adelante y hacia atrás a lo largo del canal que se estrechaba. Durante unos ocho kilómetros, el río se había ensanchado hasta formar

un lago de unos seis kilómetros de ancho, y ahora estaba convirtiéndose en un

estrecho canal de menos de ochocientos metros. El canal se curvaba y desaparecía entre las paredes de un cañón.

Allí, el barco iría lentamente, porque estaría luchando contra una corriente acelerada y el espacio apto para las viradas sería muy limitado. Pero había pasado

por estrechos muy similares en varias ocasiones, y no se sentía aprensivo por ello. No obstante, cada vez que sucedía, no podía dejar de pensar en que la nave estaba

renaciendo. Pasaba de un lago, la matriz, a través de una abertura estrecha, para ir a otro lago. En cierto modo era como un parto, y siempre había la posibilidad de

que al otro lado los esperase una fabulosa aventura, una revelación.

El catamarán se apartó de una piedra de cilindros, que solo estaba a veinte metros de distancia. Había mucha gente en la llanura del lado derecho, que allí sólo tenía un kilómetro de ancho. Gritaban en dirección a la nave, agitaban la mano o le enseñaban los puños, gritando obscenidades que Burton no podía oír, pero que comprendía a causa de sus muchas experiencias. Pero no parecían hostiles. Era simplemente que los extranjeros siempre eran saludados de diversas maneras por los habitantes locales. Los de allí eran una gente baja, de cabello y piel oscuros. Hablaban un lenguaje que Ruach dijo que probablemente sería semita protohamita. Habrían vivido en la Tierra en algún lugar del Africa del norte o Mesopotamia

cuando aquellas regiones eran mucho más fértiles. Usaban las toallas como faldellines, pero las mujeres iban con los senos al aire y usaban sus «sujetadores» como turbantes o pañuelos de cuello. Ocupaban la orilla derecha durante sesenta piedras, es decir, noventa kilómetros. La gente que se hallaba frente a ellos se extendía durante ochenta piedras, y habían sido cingaleses del Siglo XX antes de Cristo, con una minoría de mayas precolombinos.

El crisol del tiempo -era como llamaba Frigate a la distribución de la humanidad-. El experimento antropológico y social más grande jamás llevado a cabo.

Sus afirmaciones no eran nada exageradas. Parecía como si los diversos pueblos hubieran sido mezclados de tal forma que pudieran aprender algo los unos de los

otros. En algunos casos, los diferentes grupos habían logrado crear diversos

lubricantes sociales y vivían en relativa amistad. En otros casos, había la matanza de un lado u otro, O un casi exterminio mutuo, o la esclavitud de los derrotados. Por algún tiempo tras la resurrección, la anarquía había sido lo habitual. La gente habia ido vagando de un lado a otro, formando grupitos con propósitos defensivos en pequeñas áreas. Luego, los líderes naturales y los buscadores de poder habían aparecido, y los seguidores por naturaleza se habían alineado tras los jefes elegidos... Aunque a veces la elección la realizaban esos mismos jefes.

Uno de los diversos sistemas políticos resultantes era el de la «esclavitud del cilindro». Un grupo dominante en una zona tenía prisioneros a los más débiles. Le daban al esclavo lo bastante que comer, porque el cilindro de un esclavo muerto no servía para nada. Pero le arrebataban los cigarrillos, los cigarros, la marijuana, la goma de los sueños, el licor, y los alimentos más exquisitos.

Al menos en treinta ocasiones, el Hadji había comenzado a acercarse a una piedra de cilindros y estado a punto de ser asaltado por esclavistas de cilindros. Pero

Burton y los demás estaban ojo avizor para descubrir los estados esclavistas. A

menudo, los estados vecinos les avisaban. En una veintena de ocasiones habían salido lanchas a interceptarles, en lugar de intentar que se acercasen a la costa, y el Hadji había escapado por los pelos de ser abordado o destruido. En cinco

ocasiones, Burton se había visto obligado a dar media vuelta y navegar río abajo. El catamarán siempre había ido más deprisa que los perseguidores, que no tenían ningún interés por capturarlos más allá de sus fronteras. Luego, el Hadji había regresado furtivamente por la noche, navegando hasta más allá de donde

habitaban los esclavistas.

Un cierto número de veces, el Hadji no había podido tomar tierra debido a que los estados esclavistas ocupaban ambas orillas durante largos trechos. Entonces, la tripulación racionaba sus alimentos o, si tenían suerte, pescaban lo bastante como para contentar sus estómagos.

Los semitas protohamitas de aquella zona se habían mostrado bastante amistosos después de que estuvieron seguros de que la tripulación del Hadji no tenía

intenciones malévolas. Un moscovita del Siglo XVIII les había advertido que había

estados esclavistas al otro lado del canal. No sabía mucho de los mismos debido a la barrera que representaban las empinadas montañas. Algunos botes habían atravesado el canal, y casi ninguno había regresado. Los que lo habían hecho trajeron noticias de hombres malvados en la otra orilla.

Así que el Hadjí fue cargado de puntas de bambú, pescado seco y suministros economizados durante un período de dos semanas de lo que proporcionaban los cilindros.

Aún pasaría media hora antes de que entrasen en el estrecho. Burton pensaba a medias en la navegación y a medias en su tripulación. Esta se encontraba tendida por la cubierta de proa, tomando el sol, o bien sentada con las espaldas apoyadas en la pequeña camareta delantera.

John de Greystock estaba fijando las delgadas espinas planas de un pez cornudo a la cola de una flecha. Aquellas espinas servian bastante bien en lugar de plumas en un mundo en el que los pájaros no existían. Greystock, o Lord Greystoke, como insistía en llamarle Frigate por alguna divertida razón que solo él conocía, era una buena baza en una lucha o cuando se necesitaba trabajar duro. Era un conversador muy interesante, aunque casi increiblemente obsceno, repleto de anécdotas sobre las campañas en Gascuña y en la frontera, sobre sus conquistas femeninas, o de murmuraciones acerca de Eduardo el Larguirucho, y, naturalmente, de información acerca de su tiempo. Pero también era un individuo muy testarudo y de mente estrecha en muchas cosas, desde el punto de vista de una era posterior, y no demasiado limpio. Aseguraba haber sido muy devoto en la otra vida, y probablemente decía la verdad, pues de lo contrario no habría sido honrado con la distinción de pertenecer a la corte del Patriarca de Jerusalén. Pero ahora que había perdido la fe, odiaba a los sacerdotes. Y acostumbraba a irritar a todos con quienes se encontraban, esperando que lo atacasen. Algunos lo hicieron, y casi estuvo a punto de matarlos. Burton lo había regañado con cautela acerca de esto (uno no le hablaba de mal modo a de Greystock a menos que desease luchar a muerte con

él), señalando que dado que eran visitantes en una tierra extraña, y estaban superados inmensamente en numero por sus anfitriones, debían actuar como

buenos huéspedes. De Greystock admitió que Burton tenía razón, pero no podía

dejar de azuzar a todo sacerdote con el que se encontrase. Afortunadamente, no se hallaban muy a menudo en zonas de creyentes. Además, aún en éstas, había pocas personas que admitiesen haber sido sacerdotes.

Junto a él, hablabando por los codos, estaba su actual mujer, Mary Rutherford, nacida en 1637, y fallecida como Lady Warwickshire en 1674. Era también inglesa, pero de una época trescientos años posterior a la de él, así que había muchas diferencias en sus actitudes y comportamiento. Burton no esperaba que permaneciesen juntos mucho tiempo.

Kazz estaba tendido sobre cubierta con su cabeza sobre el regazo de Fátima, una mujer turca con la que el hombre de neanderthal se había encontrado hacía

cuarenta días, durante una de las paradas para comer. Fátima, tal como Frigate

había dicho, parecía tener una «gran afición por el pelo». Aquella era su explicación para la obsesión que sentía la que había sido esposa de un panadero de Ankara en el Siglo XVII por Kazz. A ella le parecía estimulante todo lo de él, pero era su pelo

lo que la hacía entrar en éxtasis. Todo el mundo se sentía complacido por ello, pero sobre todo Kazz. No había visto a una sola hembra de su propia especie durante su largo viaje, aunque había oído hablar de algunas. La mayor parte de las mujeres se apartaban de él a causa de su aspecto bestial y peludo. No había encontrado a una compañera permanente hasta hallar a Fátima.

El pequeño Lev Ruach estaba apoyado contra la pared del castillete de proa, donde estaba fabricando una honda con la piel de un pez cornudo. Una bolsa que llevaba al costado contenía unas treinta piedras recogidas durante los últimos veinte días.

A su lado, hablando con rapidez y mostrando incesantemente sus largos y blancos dientes, se hallaba Esther Rodríguez. Esta había reemplazado a Tanya, quien había estado importunando a Lev antes de que el Hadji partiese. Tanya era una mujer diminuta y muy atractiva, pero que parecía incapaz de evitar el estar

«remodelando» a sus hombres. Lev se enteró de que había «remodelado» a su padre y a su tío, y a dos hermanos y dos esposos. Trató de hacer lo mismo con Lev, habitualmente en voz muy alta para que los otros hombres de la vecindad

pudieran beneficiarse de sus consejos. Un día, justo cuando el Hadji estaba a punto de alzar velas, Lev había saltado a bordo, se había vuelto y había dicho:

Adiós, Tanya. No puedo soportar más intentos de reforma de la Bocazas del

Bronx. Búscate a alguien, a alguien que sea perfecto.

Tanya había tragado saliva, se había puesto pálida, y luego comenzó a chillarle a Lev. Seguía chillándole, a juzgar por su boca muy abierta, mucho después de que el Hadji hubiera salido del alcance de su voz. Los otros rieron y felicitaron a Lev, pero él sólo sonrió amargamente. Dos semanas más tarde, en una zona habitada

predominantemente por antiguos libios, se encontró con Esther, una judía sefardita del Siglo XV.

¿Por qué no pruebas fortuna con una gentil? -le había dicho Frigate. Lev había alzado sus estrechos hombros.

Ya lo he hecho. Pero, más pronto o más tarde, te ves envuelto en una gran pelea, y ellas pierden el control y te llaman perro judío. Lo mismo sucede con mis

compañeras hebreas, pero a ellas puedo soportárselo.

Escucha, amigo -le había dicho el estadounidense-, hay miles de millones de gentiles a lo largo de este río que jamás han oído hablar de un judío. No pueden tener prejuicios. Prueba con una de ellas.

Prefiero lo malo conocido.

Quieres decir que no puedes evitarlo -le replicó Frigate.

A veces, Burton se preguntaba por qué Ruach seguía en el barco. Nunca había vuelto a hacer otra referencia a El judío, el gitano y el Islam, aunque a menudo interrogaba a Burton acerca de otros aspectos de su pasado. Era bastante

amistoso, pero mantenía una cierta reserva indefinible. Aunque era pequeño, era

bueno en una lucha, y se había mostrado muy valioso al enseñarle a Burton judo, karate y jukado. Su tristeza, que colgaba a su alrededor como una tenue niebla, aún cuando estaba riendo, o haciendo el amor, según Tanya, provenía de sus cicatrices mentales, resultantes de las terribles experiencias de los campos de concentración en Alemania y Rusia, según decía él. Tanya, por el contrario, afirmó que Lev había nacido triste: que había heredado todos los genes de tristeza desde el tiempo en que sus antepasados se hallaban cautivos en Babilonia.

Monat era otro caso de tristeza, aunque podía olvidarse de ella completamente en muchas ocasiones. El taucetano no dejaba de buscar a uno de su propia especie, uno de los treinta machos y hembras que habían sido despedazados por la multitud linchadora. Pero no tenía mucha confianza. Treinta de un total estimado de treinta

y cinco a treinta y seis mil millones de personas esparcidas a lo largo de un río que podía tener quince millones de kilómetros de largo hacía muy poco probable que se encontrara jamás con ninguno. Pero siempre cabía tener esperanza.

Alice Hargreaves estaba sentada muy a proa, viéndosele ultimamente la coronilla, y mirando a la gente de las riberas cada vez que el barco se acercaba lo bastante a éstas como para permitirle reconocer los rostros. Estaba buscando a su esposo,

Reginald, y también a sus tres hijos y a su madre, padre, hermanas y hermanos.

Buscando cualquier rostro familiar. Aquello implicaba que abandonaría la nave en cuanto esto sucediera. Burton no había comentado el asunto, pero sentía un dolor en su pecho cuando pensaba en ello. Deseaba que se fuera, y al mismo tiempo no podía soportar la sola idea de ello. El que desapareciera de su vista representaría que finalmente se la sacaría de su mente. Era inevitable. Pero no quería que fuera

inevitable. Sentía por ella lo que había sentido por su amor persa, y el perderla a ella representaría también la misma tortura interminable.

Sin embargo, nunca le había dicho una sola palabra de lo que sentía. Hablaba con ella, bromeando, mostraba un afecto que le resultaba un tanto incómodo, pues ella

no le correspondía, y, al fin, logró que estuviera relajada con él. Es decir, lo estaba

si había alguien más a su alrededor. Cuando estaban solos, se envaraba.

Ella jamás había vuelto a usar la goma de los sueños desde aquella primera noche. El la había usado por tercera vez, y luego había acumulado su suministro para

intercambiarlo por otros artículos. La última vez que la había mascado, con la

esperanza de lograr una noche de amor extasiante con Wilfreda, había vuelto a hundirse en la horrible enfermedad de los «hierrecillos», la enfermedad que casi lo había matado durante su expedición al lago Tanganika. Speke había estado en la pesadilla, y él había matado a Speke. Speke había muerto en un «accidente» de caza que todo el mundo había creído que era un suicidio, aunque no lo hubieran dicho. Speke, atormentado por los remordimientos porque había traicionado a Burton, se había pegado un tiro. Pero en la pesadilla él había estrangulado a Speke cuando éste se había inclinado sobre él para preguntarle cómo estaba. Luego, justo cuando se desvanecía la visión, había besado los labios inertes de Speke.

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