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Capítulo 23 – Sentimientos Persistentes (Parte 1)

Éditeur: Nyoi-Bo Studio

Cati sintió que su cuello se estremecía ante el calor del cuerpo de Alejandro, de pie tan cerca del suyo. Su proximidad la ponía nerviosa.

—¿Sí? —respondió Cati, sin saber si quería hablar.

Se sentía culpable al haber sido pillada por Alejandro a estas horas de la noche, y con Corey, no menos. Tal vez se debía a que hacía mucho que sólo tenía ojos para Alejandro. Aunque estaba segura de que el Señor de Valeria no sentía interés alguno en ella. Y la forma como la llamaba, siempre por su nombre completo, y no por su apodo, le hacía sentir que marcaba un límite invisible entre ellos. Sabía que fomentar estos sentimientos era inútil, pero sentía un anhelo indescriptible.

Cati se exaltó cuando Alejandro se inclinó hacia adelante y sus hombros se tocaron.

—El agua se está botando —dijo.

Tenía razón: Cati había dejado el grifo abierto, aunque la jarra estaba llena.

—Permíteme —dijo, y se retiró con la jarra en la mano.

—Lo siento —dijo Cati buscando un paño para secar la losa donde había caído el agua.

Había actuado como una tonta frente a él.

—¡Qué vergüenza! —pensó.

—Es tarde. ¿Por qué no vas a tu habitación a dormir? —le dijo Alejandro.

Cati asintió y abandonó la cocina a toda prisa, alejándose del Señor.

Al alcanzar su habitación, cerró la puerta y se recostó contra ella. Cerró los ojos y respiró profundo. Aún sentía el perfume de Alejandro cuando se acercó a tomar la jarra. Era tan agradable como la primera nevada en la luz del sol. Se dirigió a la cama sacudiendo la cabeza para olvidar estas ideas, y se preparó para dormir.

La semana siguiente, una noche, ordenar las habitaciones de invitados con Matilda y otros tres empleados. Había intentado mantenerse lejos de Matilda, pero ahora le tocaba tender camas con ella, y Matilda estaba a cargo. Matilda no era mala, y tampoco le caía mal, pero sus palabras eran algo…¿ásperas? No sabía. Algunas veces deseaba ser tan arriesgada como ella. Al menos no era como las otras sirvientas, que la trataban bien, pero hablaban de ellas a sus espaldas.

Cati limpiaba los floreros cuando Elliot apareció de la nada.

—¿Por qué no estás lista? —le preguntó ajustando sus puños.

—¿Lista? ¿Para qué? —preguntó Cati perpleja.

Tenía que atender a Aero, pero no recordaba tener un evento. Elliot tomó su mano y la llevó a la esquina de la habitación.

—¿Se te olvidó el teatro? —le susurró con una expresión interrogante—. Lo mencioné cuando estabas buscando empleo, ¿recuerdas? Y es hoy.

—Lo siento. Pensé que bromeabas —respondió Cati mirando alrededor. Otros empleados en la habitación los observaban.

—Por supuesto que no. El plan original era ir la semana pasada, pero fue cancelado, así que aquí estoy. ¿Qué esperas? —preguntó arqueando sus cejas.

—Lo siento, pero debo rechazar la invitación —respondió Cati—. No creo que sea buena idea, pues soy una sirvienta. Causaría preguntas innecesarias.

—No digas eso, Cati. Puedes trabajar en la mansión, pero no eres una sirvienta ni eres de clase baja. Recibiste la habitación en el piso superior porque no eres parte de lo que dices. Y siempre serás la Princesa Cati para mí, sin importar qué suceda —dijo Elliot con una sonrisa.

Sus palabras hicieron sonreír a la joven.

—Puedes dejar el trabajo por ahora. Ve a prepararte mientras voy a ver a los demás. Te veo en cuarenta minutos —dijo alejándose.

—¿Lo ves? Pobre Señor Elliot, lo está usando —escuchó Cati entre los murmullos de los empleados.

—Creo que tienen una aventura. ¿Por qué más vendría a hablar con una sirvienta? —comentó otro.

La sonrisa se había borrado. ¿Era tan malo que un vampiro conversara con una humana? Tal vez sí. Aunque Cati creció en una aldea sin vampiros, agradecía a las personas que la cuidaron antes de que llegara al hogar de sus familiares. En realidad, los vampiros estaban en la cima de la pirámide, y las mucamas, esclavos, o sirvientes estaban al fondo, mientras que los humanos estaban en algún punto intermedio.

Alejandro le daba la sensación de que era diferente a los otros vampiros de clases altas. Después de todo, la había salvado de la muerte y había tenido la consideración de ofrecerle un lugar para quedarse.

—¡Suficiente! —exclamó Matilda—. Pierden el tiempo. Quiero que terminen toda la planta en una hora, o las reportaré para que les asignen trabajo adicional.

Protestaron y recibieron una mirada de furia.

—Y tú—dijo señalando a Cati —, ven conmigo.

Cati siguió a Matilda, que salía de la habitación. Al salir, vio a Alejandro junto a una mujer, y llevaba un traje negro. La mujer llevaba un vestido largo de color turquesa con guantes negros de piel. Reconoció a la mujer como aquella que había conocido durante la celebración de invierno. Carolina, ¿no? Notó que Carolina posaba su mano sobre el brazo de Alejandro, que sonreía ante su comentario.

Cuando pasaron junto a ellos, Cati estaba a punto de preguntar a dónde iban, pero se detuvo al escuchar a la Matilda, que decía: —Hay aquellos que harían cualquier cosa por rebajarte a su nivel por el tratamiento que recibes en la mansión. Lo que experimentas ahora es mínimo. El mejor consejo que puedo darte es ignorar todo si quieres mantener tu sanidad.

Cati estaba sorprendida ante los esfuerzos de Matilda por alegrarla.

—Lo recordaré—respondió con una sonrisa.

Ignoraba tanto como podía, pero algunas veces era difícil.

—Bien. Lo digo por experiencia —dijo Matilda abriendo una cerradura y haciéndose a un lado para que Cati entrara—. Las personas inútiles hablan mal de ti sin importar qué hagas. Porque son inútiles.

—¿Por qué me dices esto? ¿No me odias? —preguntó Cati mientras Matilda se agachaba a buscar algo bajo la cama.

—¿Quién dijo que te odio? —le preguntó.

—Pensé que sí—murmuró Cati.

Había dos camas a los lados de la habitación, por lo que dos empleados de la mansión eran asignados a cada habitación. El portarretratos en el escritorio captó la atención de Cati y se acercó a verlo. Era un hombre vestido de armadura con dos niñas a su lado.

—Sentí curiosidad cuando llegaste con Margarita, y quería saber si te acostaste con el Señor. Algunas chicas estúpidas piensan que ofreciendo su sangre o sus cuerpos, recibirán favores del Señor Alejandro —dijo Matilda antes de sacar una caja negra—. Ten.

—¿Qué es? —preguntó Cati abriendo la caja.

En su interior había una tela gris.

—Es un vestido para que uses esta noche —explicó Matilda.

Fue frente al espejo a ver su rostro, y antes de que Cati pudiera protestar, agregó: —Puede que tengas uno bueno, pero necesitarás lo mejor. Las personas como nosotras normalmente no visitan lugares como el teatro, que es el lugar de los más ricos y las élites de la clase vampírica. Puedes agradecerme luego.

—Gracias por prestarme el vestido —dijo Cati inclinando la cabeza—. Lo regresaré en las mismas condiciones.

Viendo que no había nadie en el pasillo, Cati subió rápidamente a vestirse. El vestido era simple y elegante, y Matilda tenía razón. Sus dos vestidos de fiesta eran incomparables al que llevaba ahora. El vestido tenía un hermoso degradado desde un gris casi negro hasta un tono muy claro al alcanzar el suelo.

A diferencia de muchas mujeres, que cuidaban su aspecto y su forma, Cati no lo hacía. O no podía hacerlo debido a sus hábitos alimenticios. No era "gorda," pero tenía un físico saludable.

Decoró su cabello con la horquilla que su tía le compró cuando fueron al carnaval de la aldea. Con el diente de la horquilla, sujetó el moño de forma desordenada, y por primera vez le alegró la textura natural de su cabello. Ni muy rizado, ni muy ondulado, perfecto para un moño.

Alejandro y los otros subían al carruaje cuando Cati salió a toda prisa de la mansión. Al salir, vio a Sylvia entrando al último carro con Elliot ayudando en la puerta. Al ver a Cati, sonrió con entusiasmo.

—Llegas a tiempo, Miladi—dijo tomando su mano.

—Así es —respondió sonriendo, pues sólo restaban por subir Elliot y ella.

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