Elvira acababa de cumplir dieciséis años ese día, e Irisa había ido al Club de Lucha para entrenar de nuevo, como era su costumbre, mientras Elvira estaba en casa haciendo sus deberes. Miró por la ventana y vio que el cielo blanco de repente se oscurecía y las nubes oscuras se acumulaban como olas encrespadas.
Pensando que Irisa nunca tenía la costumbre de llevar un paraguas, agarró uno de la casa y se apresuró hacia la puerta.
El corazón de Elvira seguía latiendo como si corriese desbocado por un campo abierto; cada salto era tan urgente. Era como si una fuerza innombrable le recordara la inminente pérdida de algo inmensamente precioso.
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