El herrero, obstinado y terco, y la entidad, paciente y eterna. A través de los años compartidos, entre chispas y destinos cruzados, el amor floreció en sus corazones. Pareja: Senji Muramasa x Alaya
Descendiente (One-Shot)
El taller estaba envuelto en un calor abrasador. Senji Muramasa, con el torso desnudo y cubierto de hollín, martilleaba el acero incandescente con precisión casi divina. Frente a él, dos hojas en proceso, destinadas a alguien importante, reflejaban la luz rojiza de la fragua. Cada golpe del martillo resonaba como un latido, marcando su compromiso con el arte que lo definía. Había trabajado semanas enteras en estas katanas, y aún no había llegado al punto de la perfección que exigía de sí mismo.
Muramasa levantó la hoja al rojo vivo, examinándola con ojo crítico antes de sumergirla en el agua.
El vapor silbó y se elevó en el aire cuando la hoja tocó el agua helada, cubriendo la fragua en una nube momentánea. Muramasa observó cómo el acero comenzaba a templarse, sus ojos dorados brillando a la luz del fuego. Este era su mundo: el martillo, el fuego y el metal, un ciclo eterno donde cada golpe acercaba al acero a la perfección y al herrero a la inmortalidad de su arte. Nada más importaba.
La tierra de Japón estaba dividida por el caos de la era Sengoku, y Muramasa sabía que estas espadas serían herramientas de guerra. Pero el destino de quienes las empuñaran no era su problema. Como siempre decía, su deber terminaba cuando el filo estaba terminado.
El aire en el taller cambió de repente, volviéndose más denso, como si el tiempo mismo hubiera decidido detenerse. Muramasa no levantó la vista de la hoja; estaba acostumbrado a ignorar las distracciones. Pero entonces, una luz azul pálida iluminó la habitación, y una voz, firme y etérea, rompió el silencio.
"Senji Muramasa."
El herrero frunció el ceño y dejó el martillo a un lado. "Si vienes a comprar una espada, espera tu turno," gruñó, girando apenas la cabeza hacia la figura que había aparecido en su taller.
Ante él, una esfera de energía azul con dos anillos girando su "cuerpo" flotaba en silencio, irradiando una presencia abrumadora.
La voz volvió a hablar, resonando como un eco en la fragua. "No busco acero. Busco salvar tu linaje."
Muramasa suspiró con irritación. "¿Mi linaje? Qué tontería. Soy un herrero, no un noble con apellidos que proteger. Si vienes con discursos sobre destinos y profecías, estás perdiendo tu tiempo."
La esfera se mantuvo inmóvil por un momento antes de responder, su tono inquebrantable. "Tu sangre es más importante de lo que imaginas. En el futuro, un descendiente tuyo será clave para salvar a la humanidad."
Muramasa tomó la hoja que aún sostenía y la colocó sobre una mesa. Luego se giró completamente hacia la figura. Su mirada, aunque cansada, no mostraba temor, solo una mezcla de incredulidad y desdén.
"¿Salvar a la humanidad? Qué ilógico. Lo único que puedo salvar es un trozo de acero mal trabajado. Si alguien depende de mí para algo más, está en serios problemas."
"Sin tu descendencia, la humanidad enfrentará un gran problema," insistió la voz. "Tu linaje forjará algo más valioso que cualquier espada que puedas crear. Será la herramienta que protegerá a millones."
Muramasa soltó una breve carcajada seca. "La humanidad se las arreglará sola, como siempre lo ha hecho. No necesito hijos ni promesas de grandeza futura para justificar mi existencia."
La esfera pareció temblar ligeramente antes de emitir un destello de luz que llenó el taller. Cuando la luminosidad desapareció, ya no era una esfera lo que estaba frente a Muramasa, sino una mujer de largo cabello azul plateado. Sus ojos dorados parecían atravesarlo, y su porte era tan elegante que casi no parecía real. Vestía un kimono celeste que reflejaba la luz de las llamas, como si cada pliegue de la tela estuviera vivo.
Muramasa parpadeó, sorprendido por un instante, pero rápidamente recuperó su compostura. "Vaya, parece que este trabajo viene con espectáculos visuales. ¿De verdad esperas que me impresione con eso?"
La mujer habló, ahora con una voz más suave pero igual de firme. "Si mis palabras no bastan, entonces tendré que estar a tu lado para demostrártelo. No me iré hasta que entiendas lo importante que tengas un descendiente y siga existiendo tu linaje."
Muramasa negó con la cabeza mientras continuaba con su trabajo. "Haz lo que quieras. Pero si planeas seguirme, no me estorbes. Tengo un encargo que entregar."
Mientras Muramasa trabajaba en perfeccionar su arte, la entidad conocida como Alaya observaba en silencio desde un rincón del taller, presenciando cómo el herrero ponía cada fragmento de su alma en la forja de las dos katanas. Cada golpe del martillo resonaba con una dedicación inquebrantable, como si el destino mismo dependiera de la perfección de esas hojas.
Finalmente, el martillo dio su último golpe, y Muramasa alzó la segunda katana. Observó ambas hojas terminadas, admirando su filo perfecto y su impecable equilibrio, para luego colocar las empuñaduras. Con un cuidado reverencial, las colocó en sus fundas de madera y cuero, preparadas para ser entregadas al daimyo que las había encargado. Este trabajo, sin duda, fortalecería su reputación, aunque para él, eso no significaba nada.
"Listo," murmuró, más para sí mismo que para nadie más. Alaya permanecía de pie, en silencio, en la penumbra del taller, su presencia etérea tan solo una sombra observante.
Muramasa, aunque no lo mostrara, agradecía que ella no lo hubiera molestado durante el proceso. Su sola presencia era desconcertante, pero al menos había guardado silencio mientras él trabajaba. Ahora que las espadas estaban terminadas, tomó unos momentos para evaluarlas de nuevo, buscando cualquier imperfección. No encontró ninguna.
'Es hora de viajar al Castillo Sunpu para entregarlas,' pensó mientras se levantaba y ajustaba las katanas en su espalda.
Sin mirar hacia ella, habló con tono seco: "Espero que no estés pensando seguirme también."
La mujer inclinó ligeramente la cabeza, su voz tan serena como su porte. "A donde vayas, yo también iré. Mi propósito contigo no ha terminado."
Muramasa frunció el ceño, pero no respondió. Salió del taller, dejando atrás el calor abrasador de la fragua mientras una lluvia ligera comenzaba a caer. La mujer lo siguió sin dudar, sosteniendo un wagasa celeste que desplegó con un movimiento suave, protegiéndose de la lluvia mientras descendían juntos por la montaña.
El camino descendió hasta un pequeño pueblo bullicioso, con calles llenas de comerciantes y viajeros que intentaban resguardarse de la lluvia. Las miradas curiosas se dirigieron hacia la pareja al entrar; Muramasa con su porte rudo y el peso de las espadas en la espalda, y Alaya, con su elegancia casi sobrenatural bajo el wagasa celeste.
Muramasa caminó directamente hacia un hombre que ofrecía transporte en un carro tirado por caballos. "Necesito un viaje al Castillo Sunpu. Pagaré lo justo."
El hombre asintió, pero sus ojos se desviaron hacia Alaya. "¿Y ella? ¿Es tu esposa?" preguntó con una sonrisa amplia, señalando a la mujer que esperaba unos pasos detrás de Muramasa.
Muramasa abrió la boca para responder, pero Alaya dio un paso adelante y habló primero. "Sí, soy su esposa. Viajamos juntos." Su tono era tranquilo, casi natural, como si fuera la verdad más sencilla del mundo.
El conductor se inclinó levemente. "Qué mujer tan hermosa tiene, maestro herrero. Es un honor transportarlos."
Muramasa se giró hacia Alaya con una expresión de exasperación. "¿Por qué dices eso?" murmuró en voz baja cuando se subieron al carro.
Alaya cerró el wagasa con calma antes de responder. "Porque es más fácil que explicar por qué una mujer como yo estaría siguiendo a un hombre como tú por un asunto tan personal."
"¿Personal? Esto no tiene nada de personal," replicó Muramasa, acomodándose mientras el carro comenzaba a avanzar.
"Es más personal de lo que estás dispuesto a admitir," respondió Alaya, mirando hacia el camino con una leve sonrisa.
El carro avanzaba lentamente por los caminos empapados de la lluvia. Muramasa permanecía en silencio, con los brazos cruzados, mientras Alaya observaba el paisaje con aparente tranquilidad. Sin embargo, la tensión entre ellos era palpable.
"¿Cuánto tiempo planeas seguirme?" preguntó Muramasa finalmente, rompiendo el silencio.
"Todo el que sea necesario," respondió Alaya sin dudar. "No puedes ignorar lo que está en juego."
"Puedo ignorar muchas cosas," dijo él con tono seco. "Y esto no es diferente."
"Ya lo veremos," respondió Alaya con una ligera risa.
El viaje hacia el Castillo Sunpu se desarrollaba en un inquietante equilibrio entre el silencio y los ocasionales comentarios de Alaya. La lluvia caía incesante, golpeando el toldo del carro y llenando el aire con el aroma de la tierra mojada. Muramasa permanecía con los brazos cruzados, el ceño fruncido y la mirada fija en el horizonte, como si con suficiente concentración pudiera ignorar a la mujer sentada frente a él. Alaya, en cambio, observaba el paisaje con una tranquilidad casi exasperante, sosteniendo su wagasa cerrado en el regazo.
Los caminos empapados ralentizaban el avance, y los charcos de barro parecían multiplicarse con cada kilómetro recorrido. El conductor del carro trataba de mantener una conversación ligera, preguntando sobre el clima, los rumores de guerras y otras banalidades. Pero al notar la falta de respuestas por parte del herrero, pronto se dio por vencido.
Finalmente, Muramasa rompió el silencio. "Tokugawa Ieyasu no es un hombre paciente. Este retraso no me beneficia."
Alaya giró su mirada dorada hacia él. "Ieyasu valora más la calidad que la puntualidad. Lo sabe bien, porque solo los necios buscan apresurar el arte verdadero."
Muramasa bufó. "¿Y ahora eres crítica de arte? Pensé que eras una especie de espíritu obsesionado con mi linaje."
Alaya inclinó ligeramente la cabeza, esbozando una pequeña sonrisa. "No hay contradicción en ello. Entender el arte es entender el alma de quien lo crea. Y tú arte... es tanto una bendición como una maldición."
Muramasa se recargó contra la pared del carro y cerró los ojos, claramente molesto. "Si no tienes algo útil que decir, ahórrate las palabras. El camino ya es suficientemente largo."
Alaya guardó silencio, aunque la ligera curvatura de sus labios indicaba que había disfrutado de la pequeña victoria en la conversación.
Horas después, el carro se detuvo frente a las puertas del Castillo Sunpu, un imponente bastión que se alzaba como un símbolo del poder de Tokugawa Ieyasu. Los guardias, vestidos con armaduras oscuras y empapados por la lluvia, se acercaron al vehículo. Uno de ellos dio un paso al frente, inclinándose respetuosamente.
"¿Maestro Muramasa?" preguntó, aunque su tono no necesitaba confirmación. "El Señor Tokugawa lo está esperando. Pase."
Muramasa descendió del carro con un movimiento fluido, acomodando las dos katanas envueltas en telas finas en su espalda. Alaya lo siguió, desplegando nuevamente su wagasa para protegerse de la lluvia, aunque las gotas parecían evitarla como si incluso la naturaleza respetara su presencia.
El herrero no perdió el tiempo y comenzó a avanzar por el camino que conducía al interior del castillo. Los sirvientes y samuráis que cruzaban su camino lo miraban con respeto, aunque también con cierta curiosidad hacia la figura femenina que lo acompañaba. Muramasa ignoró las miradas; su único interés era entregar el encargo y regresar a su taller.
Al llegar al salón principal, las puertas se abrieron con un crujido pesado, revelando a Tokugawa Ieyasu sentado en un tatami, rodeado de sus consejeros más cercanos. El daimyo levantó la vista, sus ojos pequeños y calculadores evaluando al herrero y a su acompañante. La presencia de Alaya pareció sorprenderlo, pero su rostro no mostró más que una leve alzada de cejas.
"Muramasa," dijo Ieyasu con voz firme. "Finalmente has llegado."
El herrero se inclinó brevemente, mostrando el respeto mínimo requerido. Luego, con movimientos cuidadosos, desató las katanas de su espalda y las colocó frente a Ieyasu, aún envueltas. "Aquí están. Dos hojas como ninguna otra. Cumplen con lo que pediste: equilibrio perfecto, filo que corta el viento y resistencia a la batalla."
Uno de los consejeros se adelantó para tomar las espadas, desenfundándolas con cuidado. La luz de las lámparas se reflejó en las hojas, arrancando un murmullo de admiración de los presentes. Cada detalle, desde la forma del filo hasta los grabados en la superficie, era un testimonio del genio de Muramasa.
Tokugawa Ieyasu tomó una de las katanas, sosteniéndola con reverencia. Su expresión, generalmente imperturbable, mostró un destello de satisfacción. "Es tal como esperaba de ti, Muramasa. Estas espadas no solo serán un símbolo de mi poder, sino también una extensión de mi voluntad en el campo de batalla."
Muramasa asintió, sin interés en las palabras de grandeza del daimyo. "Mi trabajo termina aquí. Espero que sean utilizadas con sabiduría, aunque no tengo esperanzas de ello."
Ieyasu rió suavemente, un sonido que contenía tanto humor como amenaza. "Tu cinismo es casi tan afilado como tu acero, Muramasa. Pero reconozco la verdad en tus palabras. Estas espadas serán herramientas de guerra, como siempre lo han sido tus creaciones."
Antes de que Muramasa pudiera responder, Ieyasu dirigió su mirada hacia Alaya. "¿Y quién es esta mujer que te acompaña? No es común que un herrero traiga compañía a un lugar como este."
Muramasa abrió la boca para replicar, pero Alaya se adelantó con una inclinación elegante. "Soy solo una observadora, mi señor. Estoy aquí para asegurarme de que el legado de Muramasa perdure más allá del acero."
Ieyasu pareció intrigado por la respuesta, pero no insistió. "Muy bien. Muramasa, has cumplido con tu parte. Considera saldada nuestra deuda. Puedes retirarte."
Sin más ceremonias, Muramasa se inclinó nuevamente y salió del salón, seguido de cerca por Alaya. A medida que descendían por los pasillos del castillo, el herrero no pudo evitar gruñir.
"¿Observadora? ¿De verdad? ¿Qué clase de respuesta fue esa?"
Alaya sonrió ligeramente, sosteniendo su wagasa con gracia mientras caminaban. "La verdad, aunque incompleta. Algunos misterios es mejor dejarlos sin resolver."
Muramasa negó con la cabeza, exasperado, mientras el sonido de la lluvia los recibía al salir del castillo. El viaje de regreso sería igual de largo, pero algo en su interior le decía que la verdadera batalla aún estaba por comenzar.
El tiempo transcurrió con la misma cadencia que los golpes de su martillo sobre el acero. Los meses pasaron, y aunque Muramasa nunca lo admitiera en voz alta, la presencia de Alaya se había convertido en algo tan constante como el calor de la fragua. Al principio, su insistencia en el tema del linaje Muramasa lo había irritado profundamente. Cada día, Alaya encontraba formas sutiles –y no tan sutiles– de mencionar el tema, ya fuera durante las comidas o mientras él trabajaba en sus encargos.
"Senji, la humanidad no espera," solía decir ella, apoyándose contra una columna del taller mientras lo observaba trabajar. "Cada golpe que das en esa hoja es un paso hacia el futuro, pero sin un heredero, todo tu arte podría desvanecerse."
"Alaya," respondía Muramasa, con un tono tan seco como el aire en la fragua, "si tienes tanto interés en mi linaje, ¿por qué no forjas uno tú misma?"
Ella, con su paciencia infinita y un aire de seguridad inquebrantable, solo sonreía. "Porque mi propósito es asegurar que tú tomes la decisión correcta."
Con el tiempo, Alaya comenzó a integrarse en su hogar de una manera natural, casi como si siempre hubiera estado allí. Aunque Muramasa nunca dejó de refunfuñar acerca de su insistencia, algo en su actitud había cambiado. Cuando terminaba de trabajar, la encontraba preparando té o arreglando el pequeño jardín detrás de la casa, una tarea que él nunca había tenido tiempo ni interés en atender.
Incluso comenzó a acostumbrarse a su presencia en los pequeños detalles del día. Cuando regresaba cubierto de hollín después de horas de trabajo, encontraba un paño limpio y agua fresca esperándolo. Y aunque nunca lo mencionara, a veces se sorprendía buscando su mirada, solo para verla sonreírle con esa expresión enigmática que lo irritaba y fascinaba al mismo tiempo.
"Parecemos una pareja casada," comentó Alaya un día, mientras colocaba un plato de arroz y pescado sobre la mesa.
Muramasa, que acababa de sentarse, la miró de reojo. "Casada con un herrero que no tiene tiempo para tonterías."
Ella rió suavemente. "Un herrero que, a pesar de sus quejas, no me ha pedido que me vaya."
Muramasa no respondió. En lugar de eso, tomó un sorbo de té y murmuró algo ininteligible.
Fue en medio de esta peculiar rutina que llegó un mensajero, trayendo un encargo del propio Oda Nobunaga. El señor de la guerra, conocido por su ambición y ferocidad, deseaba una katana que reflejara su espíritu indomable.
El mensajero, un joven nervioso que apenas podía sostener la mirada de Muramasa, transmitió el mensaje con reverencia. "El gran Oda Nobunaga requiere una espada digna de su nombre. Ha escuchado de tu arte y confía en que tú, Muramasa, puedes forjar lo que él necesita."
Muramasa asintió lentamente. "Dile a tu señor que tendrá su katana. Pero el acero no se apresura, y tampoco yo."
Alaya, que observaba desde la puerta, intervino con una sonrisa tranquila. "No te preocupes. Cuando mi esposo acepta un encargo, cumple con su palabra."
El mensajero parpadeó, sorprendido, y miró a Muramasa como buscando confirmación. Muramasa suspiró profundamente, llevándose una mano al rostro. "No soy su esposo. Pero dile a tu señor que la espada estará lista."
Cuando el joven se marchó, Muramasa se giró hacia Alaya, su mirada llena de exasperación. "¿Por qué sigues diciendo eso? ¿Quieres que la gente piense que realmente somos una pareja?"
Ella lo miró con serenidad, sus ojos dorados brillando con un matiz de diversión. "¿Y no lo somos, en cierto modo? Compartimos un hogar, nos cuidamos mutuamente. Si eso no es un matrimonio, entonces dime qué es."
Muramasa gruñó y volvió al taller, dejando a Alaya riéndose suavemente detrás de él.
El encargo de Nobunaga no era algo que Muramasa tomara a la ligera. Durante semanas, trabajó día y noche, perfeccionando cada detalle de la hoja. Alaya, fiel a su papel autoproclamado de esposa, lo cuidaba en silencio, asegurándose de que comiera y descansara lo suficiente.
"Esta espada no solo será un arma," comentó Muramasa un día, mientras observaba el acero al rojo vivo en la fragua. "Será una extensión de su voluntad. Un reflejo de quién es."
"Entonces," respondió Alaya, acercándose para observar su trabajo, "asegúrate de que también refleje la grandeza del herrero que la forjó."
Muramasa no respondió, pero sus movimientos se volvieron más precisos, como si las palabras de Alaya hubieran encendido algo en él.
Finalmente, la espada estuvo terminada. Era una obra maestra, incluso para los estándares de Muramasa. Su filo era tan perfecto que parecía cortar el aire, y el diseño de la hoja reflejaba la ferocidad y el poder de su futuro dueño.
Cuando llegó el momento de entregar la katana, Alaya insistió en acompañarlo. "Si vamos a presentarla a alguien tan importante como Nobunaga, necesitarás una presencia digna a tu lado."
Muramasa no discutió, pero mientras viajaban hacia el castillo del señor de la guerra, no pudo evitar notar cómo las miradas de los aldeanos se dirigían hacia ellos. A veces se preguntaba si Alaya lo hacía a propósito, solo para disfrutar de su incomodidad.
Al llegar al castillo, fueron recibidos con la pompa habitual que acompañaba a una figura como Oda Nobunaga. Cuando Muramasa presentó la espada, el señor de la guerra la examinó detenidamente antes de asentir con aprobación.
"Has superado mis expectativas, Muramasa. Esta katana es digna de un demonio," declaró Nobunaga, sosteniéndola con una mezcla de reverencia y deleite.
Muramasa simplemente inclinó la cabeza, aceptando el cumplido sin emoción. "Mi trabajo termina aquí. Lo que hagas con la espada ya no es asunto mío."
Alaya, por su parte, se mantuvo en segundo plano, observando con su habitual calma. Sin embargo, cuando Nobunaga se dirigió a ella, su mirada se suavizó. "Tu esposa es una mujer extraordinaria, Muramasa. Es raro ver a alguien tan hermosa y serena."
Antes de que Muramasa pudiera corregirlo, Alaya inclinó ligeramente la cabeza y respondió: "Es un honor servir como apoyo para alguien tan dedicado a su arte."
Muramasa apretó los dientes, pero decidió no discutir. Cuando finalmente dejaron el castillo, murmuró para sí mismo: "Debería empezar a cobrar por cada vez que alguien piensa que estamos casados."
Alaya solo rió suavemente mientras caminaban juntos hacia el horizonte.
Con el paso de otro año, la vida en la casa de Muramasa había alcanzado un ritmo tan estable como el de su martillo golpeando el acero. Para ese entonces, el herrero ya no se inmutaba ante las bromas constantes de Alaya. Si ella hacía un comentario sarcástico o una sugerencia velada, él simplemente la ignoraba, como quien se acostumbra al zumbido de un insecto en verano.
A sus 36 años, Muramasa se sentía en plenitud, aunque en ocasiones reflexionaba sobre la proximidad de los cuarenta. Su fuerza física y habilidad en la fragua seguían siendo inquebrantables, pero comenzaba a sentir el peso del tiempo, no tanto en su cuerpo, sino en las expectativas que alguna vez se había impuesto a sí mismo. Sin embargo, lo que antes le habría provocado frustración ahora no era más que un pensamiento pasajero.
Alaya, por su parte, parecía haber aceptado una derrota. Ya no insistía con tanta vehemencia en que Muramasa tuviera un hijo, al menos no de forma explícita. Sus comentarios sarcásticos y sus veladas provocaciones habían disminuido, aunque todavía lanzaba una que otra indirecta cuando sentía que el ambiente se prestaba para ello.
Una noche, mientras Muramasa trabajaba en su fragua bajo el tenue brillo de las estrellas, Alaya se sentó cerca, en silencio. Esto en sí mismo era inusual; ella rara vez se quedaba callada tanto tiempo.
"¿Qué sucede? ¿Finalmente te quedaste sin palabras?" preguntó Muramasa, sin dejar de martillar el acero.
Alaya lo miró con una expresión pensativa, sus ojos dorados reflejando el fuego de la fragua. "Solo pensaba en algo. Si tú no dejas un heredero, algo importante podría cambiar en el flujo del mundo."
Muramasa dejó el martillo a un lado y se giró hacia ella, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. "¿Sigues con eso? Pensé que ya habías aceptado que no voy a tener hijos."
Ella suspiró, algo que rara vez hacía, y su tono, aunque calmado, tenía un peso que rara vez dejaba entrever. "No es solo el linaje Muramasa lo que está en juego. Es lo que tu linaje podría representar en el futuro. A este paso, alguien que debería existir, alguien crucial, nunca nacerá."
Muramasa arqueó una ceja, cruzando los brazos. "¿Estás hablando de uno de tus complicados juegos cósmicos otra vez? Pensé que ya habías aprendido que no me interesan tus maquinaciones."
Alaya esbozó una sonrisa cansada. "No es un juego, Muramasa. Es... cómo decirlo, una especie de inversión. Sin tu descendencia, una pieza clave en el tablero no existirá. Y eso cambiará muchas cosas."
"¿Una pieza clave?" Muramasa se rió suavemente, sin humor. "¿Te refieres a otro de tus 'perros', como los llamas? No tengo interés en crear a alguien solo para que sirva a tus propósitos."
Alaya lo observó en silencio por un momento antes de responder. "Emiya Shirou. Ese era su nombre. Un idealista, terco como una mula, pero útil en muchos sentidos. En mi opinión, era el Contraguardian perfecto."
Muramasa no respondió de inmediato. En lugar de eso, tomó el martillo y volvió a trabajar en la espada frente a él, dejando que el sonido del metal llenara el silencio entre ambos.
"Si tanto lo necesitas, busca otra forma de hacerlo aparecer. Pero no me uses como herramienta para tus planes," dijo finalmente, su voz tranquila pero firme.
Alaya lo miró por un largo momento, una pequeña sonrisa asomándose en sus labios. "Quizá tengas razón. Después de todo, tú eres Muramasa, y nadie te obliga a forjar algo que no quieras."
Sin embargo, incluso después de que Alaya se retirara a descansar esa noche, sus palabras seguían rondando en la mente de Muramasa. No porque le importara el destino de un tal Emiya Shirou o el flujo del mundo, sino porque le recordaron algo que rara vez se permitía pensar: la posibilidad de un futuro más allá de él mismo.
Miró sus manos, callosas y endurecidas por años de trabajo, y pensó en todas las espadas que había forjado. Cada una era una obra maestra, pero todas tenían un propósito fuera de sus manos. A veces se preguntaba si su propia existencia era como esas espadas: creada para servir un propósito que él no podía controlar ni definir.
Pero luego, con un suspiro, apartó esos pensamientos. "El futuro puede esperar. Yo vivo en el presente," murmuró para sí mismo mientras volvía a concentrarse en el acero frente a él.
Por su parte, Alaya había adoptado una actitud más relajada hacia Muramasa. Si bien todavía albergaba la esperanza de encontrar una forma de cumplir con sus objetivos, ya no lo presionaba. Parecía disfrutar simplemente de estar cerca de él, como si la mera rutina compartida fuera suficiente por el momento.
Sin embargo, en lo profundo de su mente, sabía que cada día que pasaba sin un cambio en la resolución de Muramasa acercaba más al mundo a un destino incierto. Para alguien como Alaya, que existía más allá del tiempo y el espacio, aquello era un pensamiento inquietante, aunque nunca lo admitiría.
"Quizá Emiya Shirou nunca existirá," pensó para sí misma una noche, mientras observaba las estrellas desde el jardín. "Quizá perderé a mi mejor Contraguardian. Pero al menos... este herrero testarudo sigue siendo interesante."
Y con eso, aceptó, al menos temporalmente, que el destino seguiría su curso, con o sin su intervención directa.
Con el paso de los años, Muramasa había logrado mantener una rutina cómoda y estable en su hogar en la cima de la montaña. Las visitas esporádicas de clientes de renombre, como daimios y generales, mantenían su forja ocupada, pero su vida era, en gran parte, predecible. Ahora, a los 39 años, sentía que una parte de sí mismo ansiaba un cambio, aunque fuera temporal. Fue entonces cuando escuchó rumores sobre los baños termales de Shinano, famosos por sus propiedades relajantes y el impresionante paisaje que los rodeaba.
Mientras observaba el amanecer desde la entrada de su taller, Muramasa tomó una decisión que sorprendió incluso a Alaya.
"¿Qué te parece un viaje?" le dijo, su tono tan casual como si estuviera sugiriendo el almuerzo.
Alaya, que estaba sentada con una taza de té en mano, levantó una ceja, claramente intrigada.
"¿Un viaje? ¿Tú? Pensé que estabas casado con esta montaña y tu martillo. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?"
Muramasa suspiró, dejando el martillo a un lado.
"Estoy cerca de los cuarenta. Si sigo aquí encerrado, forjando acero día y noche, terminaré convertido en parte de la fragua. Escuché hablar de unos baños termales en Shinano. Aire fresco, agua caliente... parece un buen lugar para estirar las piernas y despejar la mente."
Alaya dejó escapar una risa suave, su mirada divertida.
"¿Y me estás invitando a mí? Qué inesperado de tu parte, Muramasa. ¿Esto cuenta como una cita?"
"Si eso te hace sentir mejor, considéralo así," respondió él, imperturbable, mientras comenzaba a preparar sus cosas para el viaje.
Alaya no pudo evitar sonreír ante su respuesta, aunque sabía que él no lo decía con ninguna intención especial. Sin embargo, la idea de salir de la rutina y acompañarlo parecía más interesante que quedarse sola en la casa.
El trayecto hasta Shinano fue más largo de lo que Muramasa esperaba, pero no menos interesante. Alaya, como era de esperarse, llenaba los silencios con comentarios ingeniosos o historias del mundo que solo ella parecía conocer. Muramasa, por su parte, respondía de vez en cuando, aunque pasaba gran parte del tiempo observando los paisajes cambiantes a medida que descendían de la montaña y se adentraban en los caminos que llevaban a la región de los baños termales.
Cuando finalmente llegaron, el lugar superó sus expectativas. Rodeados por montañas verdes y un cielo despejado, los baños termales parecían un paraíso escondido. Las aguas emitían un ligero vapor que se mezclaba con el aire fresco, creando una atmósfera de calma que incluso logró relajar la postura siempre tensa de Muramasa.
"No está mal, ¿eh?" comentó Alaya, observando el paisaje mientras cruzaba los brazos.
"No está mal," admitió Muramasa, aunque su tono no delataba el impacto que realmente le causaba el lugar.
Ambos se instalaron en una posada cercana, un lugar sencillo pero acogedor, con habitaciones que ofrecían vistas directas a los baños termales y las montañas circundantes. Muramasa pasó gran parte de la tarde explorando el área, mientras Alaya, fiel a su naturaleza, parecía más interesada en observar a los demás huéspedes y hacer comentarios sobre ellos.
Esa noche, decidieron disfrutar de las aguas termales. Mientras Muramasa se sumergía en una de las piscinas al aire libre, el calor del agua relajó sus músculos tensos y le permitió, por primera vez en mucho tiempo, dejar de pensar en su trabajo y las espadas que tenía pendientes.
"Admito que esta fue una buena idea," dijo Alaya desde una piscina cercana, sumergida hasta el cuello y con los ojos cerrados, claramente disfrutando del momento. "Me alegra que estés disfrutando. Así quizás dejes de quejarte tanto."
"¿Yo quejarme? Por favor, soy la mejor compañía que podrías pedir." Abrió un ojo para mirarlo con una sonrisa maliciosa.
"Claro, si consideras el sarcasmo y las bromas constantes como una virtud." respondió él, sin molestarse.
Ambos se quedaron en silencio por un momento, disfrutando del sonido del agua y el canto lejano de los grillos.
"Muramasa, ¿alguna vez piensas en el futuro?" preguntó Alaya de repente, su tono más serio de lo habitual.
"Lo suficiente como para saber que no tengo interés en preocuparme por cosas que no puedo controlar. Vivo en el presente, como ya te he dicho antes."
"Hmm..." Alaya se reclinó contra el borde de la piscina, observándolo. "Quizá por eso me caes bien."
Muramasa arqueó una ceja, pero no respondió. Era raro que Alaya dijera algo tan directo, y decidió no arruinar el momento cuestionándola.
Los días que pasaron en Shinano fueron una bocanada de aire fresco para ambos. Muramasa encontró cierta paz en la rutina diferente, lejos de su forja y su montaña, mientras que Alaya parecía disfrutar de la interacción con los aldeanos y otros viajeros, aunque nunca perdía la oportunidad de hacer un comentario ingenioso.
Sin embargo, incluso en ese pequeño paraíso, Muramasa no podía evitar sentir que algo se avecinaba. Tal vez era la costumbre de vivir siempre alerta, o tal vez era simplemente que, después de tantos años, había aprendido a no confiar del todo en la calma.
Alaya parecía notar ese leve cambio en él, pero no lo mencionó. En su lugar, decidió aprovechar el tiempo que tenían, sabiendo que, tarde o temprano, el herrero regresaría a su forja y al acero que tanto amaba.
"No te acostumbres demasiado a la relajación," le dijo una noche, mientras miraban las estrellas desde la terraza de la posada.
"No te preocupes, Alaya. El descanso es solo temporal. Siempre hay algo más que forjar."
Y con eso, ambos compartieron una mirada de entendimiento antes de volver a disfrutar del momento, sabiendo que el mundo allá afuera seguiría girando, esperando su regreso.
El día había comenzado como cualquier otro para Muramasa y Alaya. Estaban descendiendo la montaña para entregar una katana hecha a medida para un cliente. La espada, un trabajo impecable como siempre, descansaba en su caja de madera, lista para cambiar de manos. Muramasa, acostumbrado a los caminos irregulares, avanzaba con confianza, mientras Alaya lo seguía con la misma ligereza de siempre, comentando cosas al azar para llenar el silencio.
"¿No crees que debería recibir una comisión por ser tu acompañante constante? Después de todo, no cualquiera tiene el privilegio de ser molestado por mí."
Muramasa no se molestó en mirarla, su atención en el sendero que tenía frente a él.
"Ya recibes suficiente, Alaya. Tienes comida, techo y un lugar para tus bromas interminables."
"Eso no cuenta, es lo mínimo que me debes por soportarte."
"Si no estás satisfecha, siempre puedes irte."
"¿Y dejarte aburrido y solo? Jamás."
El intercambio era tan común entre ellos que ninguno pensó que algo podría interrumpirlo. Sin embargo, el destino tenía otros planes.
Mientras descendían un tramo particularmente rocoso del camino, el suelo bajo los pies de Alaya comenzó a desmoronarse. Fue tan repentino que apenas tuvo tiempo de reaccionar. La caída habría sido peligrosa incluso para alguien con su habilidad, pero antes de que pudiera hacer algo, sintió la mano de Muramasa sujetándola con fuerza.
"¡Muramasa!" exclamó, sorprendida por la rapidez de su reacción.
"¡Agarra mi brazo!" gruñó él, usando toda su fuerza para mantenerla en su lugar.
El peso combinado de Alaya y el desprendimiento del suelo hicieron que Muramasa perdiera el equilibrio. En un intento desesperado por salvarla, usó todo su cuerpo como ancla, pero al final, fue él quien terminó cayendo por el borde del camino.
El impacto resonó cuando su cuerpo golpeó las rocas más abajo. Alaya, que había logrado estabilizarse justo a tiempo, observó con horror cómo Muramasa desaparecía entre el polvo y los escombros.
"¡Muramasa!" gritó mientras corría hacia donde había caído.
Cuando Alaya lo encontró, Muramasa estaba sentado entre las rocas, cubierto de polvo y con el ceño fruncido. Parecía más molesto que herido.
"¿Estás bien?" preguntó ella, claramente preocupada.
"Depende de tu definición de 'bien'" respondió él con un tono seco, sujetándose el brazo izquierdo.
Alaya se arrodilló a su lado, inspeccionándolo rápidamente. Aunque no tenía heridas graves visibles, su brazo izquierdo estaba claramente en una posición antinatural.
"Tu brazo..."
"Sí, lo sé. Está roto." dijo él con calma, como si fuera un inconveniente menor.
"¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¡Podrías haber muerto!"
"Pero no lo hice," replicó él mientras intentaba ponerse de pie. "Y todavía tengo un encargo que entregar."
"¡Estás bromeando! No puedes cargar nada con ese brazo."
"No necesito cargar nada. La espada está intacta. Eso es lo único que importa ahora."
Alaya quiso discutir, pero sabía que sería inútil. Muramasa era terco como una mula, y nada lo detendría de cumplir con su palabra.
Después de entregar el encargo —y soportar las miradas de incredulidad del cliente al ver su estado—, Muramasa y Alaya regresaron a la montaña. La noche había caído para cuando llegaron, y Muramasa, visiblemente agotado, se dejó caer en su lugar habitual junto a la mesa baja de madera.
Una tela improvisada servía como soporte para su brazo izquierdo, limitando su movimiento mientras comenzaba su recuperación. Frente a él, una taza de té verde humeaba suavemente, pero Muramasa apenas la miraba. Su atención estaba perdida, como si el líquido reflejara algo más que su simple estado físico.
Alaya, que estaba sentada frente a él, lo observaba con una mezcla de frustración y preocupación.
"¿Por qué te arriesgaste tanto? Podría haberme salvado sola, ¿sabes?"
Muramasa levantó la mirada lentamente, sus ojos cansados pero firmes.
"Lo sé. Pero no voy a quedarme parado mientras alguien que está conmigo corre peligro. No es mi estilo."
"Eso fue imprudente. Si hubieras caído mal, no estaríamos teniendo esta conversación ahora mismo."
"Tal vez. Pero no importa lo que digas, volvería a hacerlo."
Alaya lo miró en silencio por un momento antes de suspirar y tomar su propia taza de té.
"Eres un idiota, Muramasa."
"Y tú no me dejas olvidarlo."
La habitación cayó en un silencio cómodo. Muramasa continuó mirando su té, mientras Alaya, a pesar de sus palabras, no podía evitar sentir un leve calor en el pecho.
A pesar de todo, sabía que Muramasa siempre sería así: un hombre que enfrentaba cualquier cosa de frente, incluso cuando le costaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Dos años habían pasado desde el accidente, y Muramasa ya tenía cuarenta y dos años. Su brazo izquierdo seguía sin recuperarse completamente. La fractura había sido más grave de lo que pensó al principio, y su edad no ayudaba en absoluto. Ya no era el joven de antes, cuya recuperación de un hueso roto habría terminado en menos de un año. Ahora, el tiempo y su cuerpo comenzaban a cobrarle factura.
Muramasa pasaba sus días en la casa, algo que antes habría considerado impensable. Solía estar siempre ocupado, ya fuera en la fragua o entregando encargos, pero ahora su rutina había cambiado drásticamente. Su brazo izquierdo, aún envuelto en una tela de soporte, lo limitaba demasiado para trabajar en la fragua. Por primera vez en mucho tiempo, tuvo que depender de los ahorros que había acumulado a lo largo de los años.
"Es irónico," dijo un día mientras miraba por la ventana, observando cómo las hojas caían de los árboles cercanos. "He trabajado toda mi vida para no depender de nadie, y ahora todo lo que hago es quedarme aquí."
Desde la mesa detrás de él, Alaya levantó la vista del libro que estaba leyendo. "No exageres. Todo esto es temporal. Tu brazo se recuperará, aunque tarde más de lo que esperabas."
Muramasa bufó, aunque no con malicia. "¿Temporal? Alaya, han pasado dos años y apenas puedo mover este brazo. Si esto es temporal, entonces el invierno dura una eternidad."
"Lo que pasa es que no sabes ser paciente," respondió ella con una sonrisa ligera. "Además, deberías estar agradecido. Gracias a mí, no estás viviendo en la miseria. Administré tu dinero de manera impecable."
Muramasa la miró por encima del hombro. "¿Administraste mi dinero? Lo llamas 'administrar', pero básicamente lo escondiste de mí."
"Y por eso todavía tienes un techo sobre tu cabeza," replicó Alaya, cerrando el libro con un movimiento teatral. "Si hubieras tenido acceso completo a tus ahorros, probablemente los habrías gastado en más herramientas para tu fragua o en sake."
Muramasa no pudo evitar una sonrisa. "Tal vez. Pero no significa que me guste depender de ti."
"¿Depender de mí? No lo veas así," dijo Alaya mientras se ponía de pie y caminaba hacia él. "Piensa que estoy invirtiendo en mi entretenimiento. Después de todo, ver a Muramasa, el herrero legendario, aprender lo que significa descansar, es algo que no tiene precio."
Muramasa soltó una leve carcajada. "Eres insoportable, ¿lo sabías?"
"Lo sé," respondió ella, acomodándose junto a él mientras miraba por la ventana. "Pero alguien tiene que estar aquí para recordarte que no todo en la vida es trabajar y cumplir encargos."
El silencio se instaló entre ellos, pero no era incómodo. La presencia de Alaya se había vuelto algo natural para Muramasa. Aunque seguía siendo tan molesta como el primer día, también era la única compañía constante que había tenido en años.
Esa noche, Muramasa salió al patio trasero de su casa, acompañado de una taza de té. El aire estaba fresco, y el cielo despejado permitía ver las estrellas con claridad. Se sentó en el porche, dejando la taza a un lado mientras flexionaba lentamente los dedos de su brazo izquierdo. Aunque el dolor había disminuido, la falta de fuerza seguía recordándole sus limitaciones.
Alaya salió poco después, llevando un kimono ligero. Se sentó junto a él, cruzando las piernas con elegancia. "Deberías estar durmiendo. No es como si quedarte aquí mirándolas estrellas fuera a curar tu brazo."
"No podía dormir," admitió Muramasa. "Estaba pensando."
"¿En qué?"
"En cuánto tiempo ha pasado." Muramasa miró sus manos, una fuerte y acostumbrada al trabajo, la otra debilitada y envuelta en vendas. "Hace unos años, no me habría preocupado por algo tan trivial como una fractura. Pero ahora, siento que cada día que pasa, mi cuerpo me traiciona un poco más."
Alaya lo observó en silencio por un momento antes de responder. "El tiempo nos alcanza a todos, Muramasa. Incluso a alguien como tú. Pero eso no significa que debas rendirte."
"No estoy rendido," dijo él con firmeza. "Pero es frustrante. Saber que hay cosas que quiero hacer y que no puedo porque mi cuerpo no responde como antes."
"¿Y qué planeas hacer al respecto?"
Muramasa tomó un sorbo de té antes de responder. "Seguir adelante. Mi brazo se recuperará cuando esté listo, supongo. Mientras tanto, no tengo más remedio que esperar."
"Eso suena sorprendentemente razonable viniendo de ti."
Muramasa sonrió levemente. "Supongo que incluso yo puedo aprender algo de paciencia."
Alaya soltó una pequeña risa antes de recostarse en el porche, mirando las estrellas. "Bueno, mientras sigas aprendiendo, supongo que mi trabajo aquí no está terminado."
"¿Trabajo? Pensé que estabas aquí solo para molestarme."
"Eso también forma parte del trabajo."
Muramasa negó con la cabeza, pero no dijo nada más. Por primera vez en mucho tiempo, permitió que la calma de la noche lo envolviera, dejando a un lado sus preocupaciones, aunque fuera solo por un momento.
A sus cuarenta y tres años, Muramasa finalmente había recuperado la movilidad completa de su brazo izquierdo. La fractura que lo había dejado fuera de la fragua por tres largos años ya era cosa del pasado, pero ahora enfrentaba otro desafío: la pérdida de fuerza.
"No tiene sentido arriesgarme," murmuró mientras observaba su brazo con atención, flexionando lentamente los dedos. El movimiento era fluido, pero sentía la falta de potencia en comparación con su otro brazo. "He esperado tres años. Puedo esperar un poco más."
Desde la mesa, Alaya sorbía un té verde con tranquilidad, mientras una ligera sonrisa se formaba en su rostro. "Qué maduro te has vuelto, Muramasa. Nunca pensé que te escucharía decir algo tan prudente."
Muramasa la ignoró mientras agarraba una pequeña pesa que había tallado de piedra hace años, antes del accidente. Comenzó a levantarla con cuidado, midiendo cada movimiento para no sobrecargar el brazo. Después de algunas repeticiones, dejó la pesa a un lado y exhaló profundamente.
"Es frustrante," comentó finalmente. "Haber pasado toda mi vida confiando en mi fuerza y destreza, y ahora tener que empezar casi desde cero."
"Te diré lo que siempre digo," dijo Alaya mientras se levantaba con elegancia, caminando hacia él. "Paciencia, Muramasa. Es un proceso. Aunque, debo admitir que verte en esta etapa es... interesante."
"¿Interesante? ¿Por qué lo dices como si fuera algo divertido para ti?"
Alaya se encogió de hombros. "Bueno, porque lo es. Eres un hombre que siempre ha confiado en su físico y habilidades, y ahora estás aprendiendo lo que significa ser humano de verdad. No puedes depender solo de tu cuerpo; también necesitas ingenio y estrategia."
Muramasa la miró con una mezcla de resignación y diversión. "¿Sabes? A veces me pregunto si en verdad estás aquí para ayudarme o solo para burlarte de mí."
"Ambas cosas, obviamente," respondió Alaya con una sonrisa descarada.
Muramasa sacudió la cabeza y volvió a tomar la pesa, esta vez utilizando ambos brazos. No podía evitar admitir que, aunque las constantes bromas de Alaya a veces lo irritaban, su presencia había sido un ancla durante los últimos años.
Los días pasaron, y Muramasa estableció una nueva rutina para fortalecer su brazo. Comenzaba cada mañana con ejercicios ligeros, evitando forzar los músculos debilitados. Al principio, los progresos eran lentos, pero poco a poco notaba cómo la fuerza regresaba.
Alaya, aunque no lo admitiera directamente, parecía genuinamente interesada en su recuperación. Lo ayudaba con los ejercicios más complicados y, de vez en cuando, le traía libros sobre técnicas de rehabilitación que había conseguido en el pueblo cercano.
"¿Desde cuándo te interesa tanto la recuperación física?" preguntó Muramasa una tarde mientras repasaba uno de los libros que Alaya le había dado.
"No me interesa la recuperación física," respondió ella sin dudar. "Pero sí me interesa que vuelvas a trabajar. Ya estoy aburrida de verte todo el día haciendo pesas."
"Siempre tan directa," murmuró Muramasa, aunque no pudo evitar sonreír.
"Además," continuó Alaya mientras servía una taza de té, "todavía hay muchos encargos esperando por ti. No puedes dejar que tu legado termine aquí."
Muramasa se detuvo por un momento, mirando su brazo nuevamente. Sabía que ella tenía razón. Había muchas espadas que aún quería forjar, obras maestras que solo existían en su mente y que deseaba traer al mundo. Pero también sabía que, si se apresuraba, podía terminar empeorando su situación.
"Primero, recuperaré mi fuerza," dijo con determinación. "Después, volveré a la fragua. No antes."
Alaya lo observó en silencio por un momento antes de asentir. "Sabia decisión. Quizás todavía hay esperanza para ti, Muramasa."
Un par de meses después, Muramasa decidió probar su brazo en un entorno controlado. Encendió la fragua por primera vez en años, el calor y el olor del metal fundiéndose le resultaron extrañamente reconfortantes. Sin embargo, no tenía intención de forjar algo complicado.
"Solo algo simple," se dijo a sí mismo mientras tomaba un pequeño trozo de acero y lo colocaba en el fuego.
Alaya apareció en la puerta, apoyándose contra el marco mientras lo observaba. "¿Estás seguro de que deberías estar haciendo esto tan pronto?"
"Voy con cuidado," respondió sin mirarla, concentrado en el trabajo. "No estoy intentando forjar una espada. Solo quiero ver cómo responde mi brazo al trabajo."
Con movimientos precisos, levantó el martillo y golpeó el acero al rojo vivo. El sonido del martillo contra el metal resonó en la fragua, un eco que hacía mucho tiempo no escuchaba. Después de unos cuantos golpes, dejó el martillo a un lado y flexionó su brazo izquierdo.
"¿Y bien?" preguntó Alaya, inclinando ligeramente la cabeza.
"Va mejor de lo que esperaba," admitió Muramasa. "Pero aún falta mucho para estar al cien por ciento."
"Por lo menos ya no pareces un anciano inválido," comentó ella con una sonrisa burlona.
Muramasa dejó escapar una carcajada. "Eso es lo más amable que me has dicho en años."
Muramasa sabía que el camino hacia su recuperación total aún sería largo, pero estaba dispuesto a recorrerlo. Había perdido tres años, pero no había perdido su pasión ni su determinación. Con cada día que pasaba, sentía que volvía a ser el hombre que solía ser, aunque con una perspectiva renovada sobre el tiempo, la paciencia y la importancia de adaptarse a los cambios.
Alaya, como siempre, permanecía a su lado, asegurándose de que nunca se tomara las cosas demasiado en serio. A su manera, era una compañera invaluable, aunque a veces estuviera a punto de sacarlo de quicio.
"Supongo que el herrero legendario está de vuelta," comentó Alaya un día mientras lo veía trabajar en un proyecto simple.
"Aún no del todo," respondió Muramasa mientras levantaba el martillo. "Pero pronto lo estaré."
Muramasa se miraba en el reflejo del agua de un pequeño cuenco que Alaya había dejado en la mesa. Su cabello, antaño de un intenso color rojizo, ahora lucía mechones de un gris opaco que parecían multiplicarse cada semana. A pesar de los años, sus ojos seguían teniendo esa chispa de determinación, pero el resto de su cuerpo mostraba los signos del tiempo.
"Te estás volviendo un viejo, Muramasa," comentó Alaya desde el otro lado de la habitación, con una sonrisa burlona mientras arreglaba un pequeño jarrón con flores que había recogido en la montaña. "Mira esas canas. Ni siquiera son pocas, ya dominan toda tu cabeza."
Muramasa dejó escapar un suspiro mientras pasaba los dedos por su cabello. "No necesito que me lo recuerdes. Me di cuenta hace tres meses, cuando no pude ignorarlas más en el reflejo."
"¿Y no te molesta?"
"No," respondió con firmeza. "El tiempo pasa para todos, incluso para un herrero como yo. Si las canas son el precio por seguir vivo, lo acepto. He trabajado toda mi vida y seguiré haciéndolo mientras mi cuerpo me lo permita. Moriré haciendo lo que amo."
Alaya dejó el jarrón en su lugar y lo observó, cruzando los brazos. Había algo en la calma con la que Muramasa hablaba de que le resultaba intrigante, incluso admirable. "Siempre tan terco. Aunque, supongo que eso es lo que te hace único."
"No es terquedad, es realidad," replicó Muramasa mientras tomaba una taza de té. "He forjado espadas toda mi vida. Es lo que soy, lo que sé hacer. Si eso significa que mi final llegará en la fragua, entonces que así sea."
"Hablas como si estuvieras esperando tu muerte," comentó ella con un dejo de preocupación que intentó ocultar tras un tono burlón.
"No estoy esperando nada," dijo él mientras bebía un sorbo de té. "Simplemente acepto lo que vendrá. No soy tan ingenuo como para pensar que viviré para siempre, Alaya."
Esa tarde, Muramasa se dirigió a la fragua. Aunque había recuperado gran parte de la fuerza en su brazo izquierdo, aún trabajaba con precaución. Sabía que no podía forjar espadas con la misma intensidad de su juventud, pero tampoco estaba dispuesto a detenerse.
Al encender el fuego, el calor familiar lo envolvió, y el sonido del metal resonó en el aire. Tomó un pedazo de acero y comenzó a moldearlo con golpes constantes. A medida que trabajaba, los mechones de su cabello caían sobre su rostro, y por un momento se detuvo para apartarlos con la mano.
Desde la puerta, Alaya lo observaba en silencio. Había algo hipnótico en la forma en que Muramasa trabajaba, como si cada golpe al metal fuera un latido de su corazón. Sin embargo, no podía ignorar las canas ni las líneas en su rostro, que ahora eran más pronunciadas que nunca.
"Deberías tomarte un descanso," comentó finalmente.
Muramasa, sin voltear, respondió: "Si me detengo ahora, perderé el ritmo."
"No me refiero solo a hoy," insistió Alaya mientras cruzaba los brazos. "Me refiero a que deberías considerar trabajar menos. Tu cuerpo ya no es el mismo, Muramasa."
Él dejó el martillo a un lado y se giró para mirarla. "Sé que no soy el mismo, pero eso no significa que deba detenerme. El día que deje de forjar espadas será el día en que deje de ser yo."
Alaya lo miró en silencio por unos segundos antes de esbozar una ligera sonrisa. "Siempre tan dramático."
Esa noche, mientras Muramasa y Alaya cenaban en la pequeña mesa de madera de su hogar, el tema de la conversación volvió a girar en torno al paso del tiempo.
"¿Nunca te has preguntado qué pasará con tus espadas cuando ya no estés aquí?" preguntó Alaya, rompiendo el silencio.
Muramasa, que estaba bebiendo un sorbo de sake, levantó una ceja. "No será mi problema. Mis espadas tendrán que hablar por mí cuando ya no esté."
"Siempre tan sencillo con tus respuestas," dijo Alaya, apoyando el mentón en su mano mientras lo observaba. "Pero, ¿no te preocupa que tu linaje, tu legado, termine contigo?"
Muramasa dejó el vaso sobre la mesa y la miró directamente. "Alaya, he hecho mi parte. Mis espadas están en manos de aquellos que las valoran, y mi nombre vive en cada golpe de martillo que di en esta fragua. No necesito un hijo para dejar un legado."
Alaya arqueó una ceja, sorprendida por la firmeza en su respuesta. "Parece que has estado pensando en esto más de lo que creía."
"Siempre lo he sabido," dijo él con tranquilidad. "Las canas, las arrugas, los años... son solo recordatorios de que el tiempo no se detiene. Pero no cambiaré lo que soy por miedo a lo inevitable."
Por un momento, Alaya guardó silencio, como si estuviera considerando sus palabras. Finalmente, dejó escapar una pequeña risa. "Eres un hombre sencillo, Muramasa. Pero supongo que eso es parte de tu encanto."
"¿Eso fue un cumplido?" preguntó él, alzando una ceja.
"Tal vez," respondió ella con una sonrisa enigmática.
A pesar de los años, Muramasa sabía que aún tenía mucho por hacer. Las canas podían ser un signo del paso del tiempo, pero no eran un obstáculo para su pasión. Cada día en la fragua era un recordatorio de que, mientras pudiera sostener un martillo y moldear el metal, seguiría siendo el herrero legendario que siempre había sido.
Y aunque Alaya no dejara de recordarle que el tiempo no estaba de su lado, Muramasa sabía que aún tenía suficiente fuerza para forjar más que espadas: podía seguir forjando su propio destino, un golpe de martillo a la vez.
Muramasa, a sus 45 años, se encontraba en un estado de introspección mientras el alcohol comenzaba a nublar sus pensamientos. Había pasado por tanto en los últimos años, tanto en su trabajo como en su vida personal. Sus hombros caían pesados mientras bebía, y a cada trago, sentía como si un vacío se apoderara de él. "¿Qué sentido tiene todo esto?" murmuró, su voz grave y cansada.
Alaya, siempre atenta, observó en silencio antes de hablar. "No eres tan viejo como piensas," dijo suavemente, dejando su bebida a un lado. Su mirada cálida cruzó con la de él, y por un momento, el tiempo pareció detenerse. Muramasa la miró con cierta melancolía, sus pensamientos atrapados en la posibilidad de lo que pudo haber sido. "¿Si tan solo hubiera sido diferente?" pensó. La idea de tener un hijo, alguien que continuara su legado, lo había rondado mucho, pero ahora sentía que el tiempo ya había pasado.
Alaya sonrió de manera enigmática, sus ojos brillando con una luz misteriosa. "Puedo hacer algo al respecto," dijo, acercándose lentamente a él. Con un movimiento suave, usó sus poderes para devolverle una apariencia más juvenil, restaurando en parte su energía vital de tiempos más frescos. Muramasa, sorprendido por la suavidad del cambio, sintió algo que había olvidado: una renovada chispa de vitalidad.
Muramasa, atónito, observó su reflejo por un momento, pero antes de poder procesarlo, sintió los labios de Alaya presionando contra los suyos. Fue un beso inesperado, robado, pero lleno de una intensidad que ninguno de los dos había anticipado. Al principio, Muramasa se quedó inmóvil, sorprendido por el gesto. Pero algo en su interior, algo que había estado apagado, comenzó a encenderse. Respondió al beso, y a medida que lo hacía, su corazón latió con fuerza. Era como si, por primera vez en años, sintiera la chispa de la vida renovada.
Lo mismo ocurrió con Alaya. Su corazón, ahora humano, latía con una velocidad acelerada, algo que nunca habría experimentado en toda su larga existencia. La emoción de sentir su propio corazón latir con tal intensidad, de percibir un sentimiento tan humano como el amor, era algo completamente ajeno para ella. En su larga vida, Alaya nunca había conocido este tipo de conexión, y al igual que Muramasa, su capacidad para el amor había permanecido dormida hasta ese instante. A pesar de su inmortalidad y todo lo que había visto y sentido, este momento era completamente nuevo, único y desconcertante para ella.
La conexión entre los dos parecía trascender todo lo que habían vivido antes. Mientras sus bocas se separaban, un hilo de saliva se formó, mostrando la intensidad de lo vivido. El aire a su alrededor parecía volverse más denso, y la habitación se tornó cálida.
Muramasa, respirando pesadamente, la miró con una mezcla de asombro y deseo. El ambiente, antes cargado de incertidumbre, se llenó de una energía palpable. Sentía que algo en su vida estaba cambiando, y era más que una simple necesidad física. Había algo más profundo, algo que solo se manifestaba en momentos como ese. Un sentimiento que lo hacía olvidar, por un instante, los años y las preocupaciones.
Alaya, con una sonrisa traviesa, deslizó sus manos hacia él, despojándose lentamente de su kimono. Muramasa, sin dejar de mirarla, tocó su piel con una suavidad que demostraba cuánto había cambiado su perspectiva en ese momento. La pasión que compartían no solo era física, sino también emocional, un lazo que ambos sentían con más fuerza que nunca.
La luz cálida de las velas iluminaba sus cuerpos desnudos, proyectando sombras suaves que los envolvían en un abrazo de oscuridad y luz. Los gemidos suaves de Alaya llenaban el aire, su respiración errática como la de alguien que finalmente se permite sentir lo que había estado guardando durante tanto tiempo. Los movimientos, pausados y cargados de emoción, eran una danza que ninguno de los dos había planeado, pero que ahora parecía natural, como si siempre hubiera sido así.
Cada caricia, cada beso, cada gesto parecía ser una declaración silenciosa de lo que ambos habían estado guardando durante tanto tiempo. No era solo deseo; había algo más profundo, algo que despertaba en sus corazones, algo que ninguno de los dos había conocido antes. Era una sensación nueva, una mezcla de calor y cercanía que se intensificaba con cada segundo.
La habitación, ahora sumida en sombras y luz, se convirtió en el escenario de una conexión profunda. Sus cuerpos, unidos en una danza silenciosa, la conexión creciente entre ellos, y el latido de sus corazones, que ahora, por primera vez, parecían compartir un ritmo común. Los susurros de sus nombres, los gemidos suaves que escapaban de sus labios, eran las únicas palabras necesarias en ese instante, un lenguaje que ninguno de los dos había aprendido, pero que ahora entendían perfectamente. Como si ese momento fuera el más importante de sus vidas.
Los días pasaban lentamente, marcados por el constante cambio que se tejía en sus vidas. Muramasa, mientras cuidaba de Alaya, se encontraba cada vez más sorprendido por un detalle que no había anticipado: su propio cuerpo. Aunque el paso del tiempo parecía ser inevitable, algo había cambiado en él. Desde aquella noche, cuando Alaya usó sus poderes para rejuvenecerlo a la edad de 35 años, su cuerpo había experimentado una transformación inesperada. Ya no sentía los años que había acumulado, ni la fatiga de los años pasados. Se sentía joven nuevamente, como si pudiera comenzar de nuevo.
Mirándose en el espejo de la habitación, se observaba con una mezcla de asombro y algo de incredulidad. Las arrugas que habían comenzado a formarse en su rostro se habían desvanecido, y el cabello que había comenzado a tornarse gris ahora volvía a mostrar su rojo vivo. A veces se sorprendía tocando su rostro, la suavidad de la piel, como si su cuerpo hubiera regresado a aquel punto en el que conoció a Alaya, cuando tenía 35 años. No era solo su apariencia física lo que había cambiado; sentía la energía vibrante dentro de él, como si el paso del tiempo se hubiera detenido, o al menos, se hubiera deshecho de sus efectos.
"¿Cómo...?" murmuraba para sí mismo, tocando su piel y su cabello. No era un hombre dado a pensamientos profundos sobre la magia o lo inexplicable, pero aquello era algo que no podía ignorar. Alaya, con una sonrisa cálida en sus labios, había hecho posible lo imposible. Ella, quien había visto e incluso vivido siglos, había decidido usar sus poderes para devolverle la juventud, para que pudiera compartir esta nueva etapa con ella.
A pesar de la gratitud que sentía, había algo de desconcierto en su mente. ¿Por qué lo había hecho? En el fondo, Muramasa sabía que nunca había sido un hombre preocupado por su apariencia, pero lo que más lo sorprendía era lo que esta transformación representaba. Su cuerpo, ahora rejuvenecido, era un recordatorio de lo que podría haber sido, de lo que había dejado atrás. No solo la fragua, no solo el tiempo, sino también el futuro.
Mientras Alaya se acomodaba en la cama, acariciando su creciente vientre, Muramasa no pudo evitar pensar en lo que había cambiado dentro de él. El vínculo entre ellos, que había comenzado con un propósito diferente, ahora era una promesa de algo más profundo. Alaya, que había elegido compartir este momento con él, no solo lo había rejuvenecido físicamente, sino que le había dado la oportunidad de experimentar algo que jamás había considerado: la familia, el amor, y el significado de la vida más allá del trabajo.
Miraba a Alaya, que descansaba tranquila mientras él seguía procesando su propia transformación, y pensaba en el futuro. Ahora, más que nunca, sentía la responsabilidad de ser parte de algo más grande, algo que no fuera solo su trabajo en la fragua, sino el legado que pronto compartiría con ella.
El tiempo seguía su curso, pero para Muramasa, ya no se trataba solo de la fragua y el hierro. El futuro ahora se sentía lleno de posibilidades, y aunque aún se sorprendía por su rejuvenecida apariencia, había algo en su corazón que le decía que, al fin, había llegado a un punto en su vida donde podía ver más allá de lo que antes consideraba imposible.
Pasaron los meses, y con cada uno de ellos, la vida en la casa de Muramasa y Alaya parecía seguir un curso tranquilo pero lleno de pequeños momentos que hablaban del cambio que ya no podían evitar.
Alaya, aunque en su estado de embarazo, seguía siendo la misma de siempre: burlona, sarcástica, llena de energía y, como siempre, jugando con Muramasa de manera que solo ella podía hacerlo. El herrero, aunque ahora rejuvenecido, no podía evitar sentirse un poco abrumado por su naturaleza tranquila, pero también divertida. La presencia de Alaya le daba vida, la hacían sentir más humano, a pesar de lo extraño que era todo esto.
"¿Sigues sintiéndote tan joven?" le preguntó Alaya en tono burlón, frotándose el vientre redondeado mientras caminaban por los pasillos de la casa. "Con suerte, no te me arrugas tan rápido, ¿eh?"
Muramasa, que no se dejaba llevar por las bromas de ella, simplemente respondía con una sonrisa amable, aunque no sin cierto cansancio por su constante sarcasmo. "Ya te dije que no me molesta. ¿No tienes algo más importante de qué preocuparte, como ese bebé que llevas dentro?"
Alaya se reía de su respuesta, porque, aunque él parecía serio, siempre había algo en su tono que indicaba que se había acostumbrado a sus bromas. No tomaba esas palabras a mal. "Sí, claro. Estoy ocupada con mi vientre deforme. Pero al menos cuando lo tenga, te prometo que no lo harás tan difícil como forjar una espada." Respondía con un guiño, disfrutando de la reacción de Muramasa.
Pasaron los meses, y el tiempo pareció volar para ellos. Muramasa ya había aprendido a no tomar en serio cada comentario de Alaya. A medida que la barriga de ella crecía, el amor entre ellos se afianzaba, pero de una manera tranquila y silenciosa, sin grandes gestos de romanticismo, como la mayoría de los que pasaban por sus vidas. Aunque la fragua había permanecido tranquila, Muramasa sentía una calidez inusitada al estar a su lado.
Meses después, Alaya se encontraba más cerca de su fecha de parto. Muramasa, aunque seguía siendo el hombre serio y centrado en su trabajo, no podía evitar preocuparse un poco por el futuro. Miraba cómo ella acariciaba su vientre y pensaba en todo lo que esto significaba: un niño. Un hijo. Algo que nunca había considerado antes, pero que ahora parecía inevitable, como una parte de su destino.
"Es extraño, ¿no?" murmuró Muramasa en una noche tranquila mientras observaba a Alaya desde la mesa. "Nunca pensé que llegaríamos hasta aquí."
Alaya levantó la vista de su libro y sonrió suavemente, como si no fuera algo tan sorprendente. "¿Y qué? ¿No creíste que podría ser tu compañera para toda la vida?" se burló, pero con un tono que dejaba ver cuánto le importaba. "No te preocupes. Te has acostumbrado a mí, y ahora tendrás que acostumbrarte a tener a alguien más."
El bebé, a quien decidieron llamar Ryuuji, ya había comenzado a moverse con más frecuencia en el vientre de Alaya. Ambos sabían que la llegada del niño estaba cerca, y la casa estaba llena de un aire de expectación. La fragua estaba tranquila, y Muramasa comenzaba a pensar que ya no solo vivía para trabajar, sino que había algo más por lo que valía la pena vivir.
Finalmente, en una tarde tranquila de primavera, Alaya comenzó a sentir los primeros dolores. Muramasa, que no había mostrado gran preocupación antes, se sintió incapaz de esconder su ansiedad al ver cómo su compañera se preparaba para dar a luz. Aunque él mismo no tenía experiencia en esos asuntos, la calidez que había ido cultivando en su corazón con el paso de los años lo hizo estar a su lado, más preocupado por ella que por cualquier otra cosa.
Cuando las contracciones aumentaron, Muramasa no tardó en ayudarla, asegurándose de que todo estuviera listo. Alaya, a pesar del dolor, le sonrió de manera cálida, algo que era raro en ella, como si también estuviera compartiendo el momento con él de manera diferente a todo lo anterior.
"Ya casi," murmuró Muramasa, con una suave sonrisa mientras la sostenía. "Lo logramos."
Con un último esfuerzo, Alaya dio a luz a Ryuuji, un niño pequeño pero fuerte, que inmediatamente llenó la habitación con su llanto. Muramasa, mirando a su hijo por primera vez, no pudo evitar sentirse sobrecogido por la emoción. Aunque había sido un hombre dedicado al trabajo, nunca había imaginado que un momento como este lo haría sentirse tan completo.
Alaya, mirando a su hijo con cariño, puso su mano sobre la de Muramasa, dándole a entender sin palabras que este momento era, de alguna manera, la culminación de todo lo que habían vivido juntos.
"Bienvenido al mundo, Ryuuji," susurró Muramasa, tocando suavemente la frente de su hijo. "Este es tu hogar."
Era una tarde tranquila en la casa, la fragua estaba apagada por el momento, y Muramasa estaba disfrutando de una taza de té en el sillón. Sin embargo, el bullicio que provenía de la sala no tardó en llamar su atención.
Ryuuji, su hijo de seis años, con el cabello rojizo (y un mechón de azul plateado) y los ojos dorados, se encontraba en medio de una discusión con Alaya, quien lo observaba con un ceño fruncido mientras el pequeño intentaba explicar su travesura. El niño, que había estado correteando cerca de la fragua, parecía no entender la seriedad de la situación.
"Ryuuji," dijo Alaya con una voz suave pero firme. "Te he dicho que no debes acercarte a la fragua. ¿Qué harías si te caes o te quemas? No es un lugar de juegos."
Ryuuji, con sus ojos dorados llenos de inocencia, alzó la vista hacia su madre y empezó a dar un paso atrás, como queriendo escapar de su regaño. "¡Solo estaba mirando, mamá! No la toqué, de verdad."
Alaya no se inmutó. "No importa si solo la mirabas, es peligroso. No tienes idea de lo que es estar cerca de esos metales calientes."
El pequeño niño miró con desesperación a su padre, esperando que él, como siempre, interviniera para salvarlo de la reprimenda. Con los ojos grandes y llenos de súplica, hizo un pequeño gesto con la cabeza, pidiendo ayuda en silencio.
Muramasa, que había estado observando desde la puerta con una ligera sonrisa, suspiró y se levantó de su asiento. Pero antes de que pudiera decir algo, miró a Alaya y recordó cuán inútil era intentar contradecirla cuando ella se ponía seria.
"Lo siento, hijo..." murmuró Muramasa, sacudiendo la cabeza en señal de derrota, como si ya conociera el resultado de la batalla. "Sabes que no puedo ayudarte con esto."
Ryuuji lo miró con asombro. "¡Papá! ¡Por favor!" gritó, buscando un poco de misericordia en los ojos de su padre.
Muramasa simplemente levantó las manos en señal de rendición. "No puedo... ella tiene razón. Y tú sabes lo que pasa si no escuchas a tu madre."
Alaya, al ver que su esposo no se oponía a su autoridad, no pudo evitar sonreír levemente, aunque su mirada seguía siendo seria. "No es divertido, ¿verdad, Ryuuji? La próxima vez, recuerda que la fragua no es un lugar para jugar. Aunque... sé que serás un buen herrero algún día, pero aún tienes mucho que aprender."
Ryuuji, derrotado, bajó la cabeza y suspiró. "Está bien..." murmuró, sin muchas ganas, pero aceptando la regañina.
Alaya, al ver que su hijo finalmente se había rendido, se agachó y le acarició la cabeza suavemente. "Es por tu bien, pequeño. Solo quiero que estés a salvo."
Muramasa, observando la escena con una sonrisa divertida, se acercó y dio una pequeña palmadita en la espalda de su hijo. "Lo mejor es que aprendas ahora, Ryuuji. Mi fragua... no es un lugar para niños. Al menos hasta que tengas la fuerza para soportarlo."
Ryuuji lo miró con una expresión entre frustrada y resignada. "Lo sé, papá... Lo sé."
Finalmente, Muramasa le dedicó una mirada cómplice a su esposa, quien parecía disfrutar del pequeño regaño. "Está claro que no tengo voz en esta casa," murmuró, bromeando mientras se alejaba hacia la cocina.
Alaya sonrió con una mezcla de satisfacción y ternura, sabiendo que en el fondo, Muramasa siempre apoyaba sus decisiones, aunque de manera indirecta. Y mientras Ryuuji se retiraba a su habitación, murmurando algo sobre "nunca más acercarse a la fragua", Muramasa no pudo evitar reír por lo bajo.
"Deberías agradecer que tienes una madre estricta, Ryuuji," dijo Muramasa en voz baja, mientras veía a su hijo marcharse. "Si fuera por mí, te habría dejado jugar un rato más."
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Siglos después…
El fuego consumía todo a su alrededor, un infierno en la tierra. Shirou, con el cuerpo roto y su mente vacía, apenas podía mantenerse de pie. Recordaba solo su nombre, pero no tenía idea de quién era, ni de su familia. La oscuridad lo rodeaba, y su ser se desvanecía entre las llamas. No sentía más que vacío y dolor. Mientras caminaba como un títere, buscando escapar de ese infierno, su pequeño cuerpo debilitado no daba más. Finalmente, cayó, su cuerpo entre los escombros. Su mirada se perdió en el cielo, cubierto por un manto negro, mientras el humo se alzaba y las cenizas llenaban sus pulmones. Alzó un brazo, como si esperara que alguien viniera a salvarlo.
Y entonces, ocurrió. Sus ojos vacíos vieron a un hombre de cabello y ojos oscuros, vestido completamente de negro. Los ojos del hombre, sin vida, brillaron con un extraño destello de felicidad, acompañado de una sonrisa que irradiaba paz. En ese momento, Shirou sintió una punzada de envidia, deseando alguna vez ser capaz de sonreír como él.
A lo lejos, una esfera de energía, con dos anillos brillando alrededor, observaba la escena trágica. La figura adulta salvaba al niño del infierno. Tras presenciar el rescate, la esfera de energía desapareció.
Alaya había conseguido lo que quería.
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Espero que este One-Shot haya sido de su agrado y que esta inusual pareja, Muramasa x Alaya, no haya molestado a ningún lector que decidió darle una oportunidad por el extraño emparejamiento. Que tienen razón, es un raro emparejamiento; un humano y una entidad como Alaya, unidos en una relación que dio como fruto un hijo único. Si tienen ideas para emparejamientos igual de inesperados o raros, no duden en compartirlas. ¡Estaré encantado de darles vida en una nueva historia! 😊