Al cruzar el umbral de su casa y dejar caer su mochila en el suelo, Pariz sintió cómo el aire se volvía denso, pesado, como si algo invisible la estuviera observando. Antes de poder dar un paso más, una voz suave y cálida rompió el silencio:
—¿A dónde vas, Roxy? Vamos por una paleta, ven.
Las palabras flotaron en el ambiente, dulces, casi inocentes, pero su origen le heló la sangre. El tono amable no podía encubrir quién las decía, y la familiaridad de esa voz se clavó en su mente como un anzuelo. Era él. Su padre.
La cabeza de Pariz se llenó de un eco vacío, donde las palabras parecían rebotar sin cesar, amplificándose con cada repetición. Su pecho se apretó, y el miedo la invadió con tal fuerza que sintió como si sus piernas fueran a ceder bajo su peso. Un temblor recorrió su cuerpo, pero no estaba segura de sí era real o una cruel ilusión provocada por su propia mente.
Pariz dio la vuelta lentamente, su respiración contenida como si un solo sonido pudiera desencadenar algo terrible. Frente a ella estaba su padre, su figura un grotesco recordatorio de todas sus pesadillas. Su rostro, deformado por una sonrisa exagerada, parecía el de un demonio burlón, y sus ojos brillaban con una intensidad que la hacía retroceder instintivamente. Su cuerpo velludo, con postura desaliñada, tenía una presencia opresiva. La delgadez de sus extremidades contrastaba de forma grotesca con su prominente panza, creando una imagen aún más perturbadora.
Pariz dio un paso hacia atrás, su garganta seca, pero logró articular un débil:
—¿Qué haces aquí? —La mezcla de miedo y repulsión era evidente en su voz.
Su padre inclinó la cabeza ligeramente, su sonrisa nunca desvaneciéndose.
—¿Qué pasa, Roxy? ¿No estás feliz de ver a tu padre?
Las palabras eran un veneno disfrazado de miel, y en la mente de Pariz solo resonaba un pensamiento: "Qué ingrata sonrisa".
—No me respondiste. —La voz de Pariz tembló, pero logró sonar más firme esta vez—. ¿Qué haces aquí?
Él suspiró dramáticamente, como si fuera víctima de una gran injusticia.
—Bueno, me he dado cuenta de mis errores como padre y quiero remediarlos. —Su tono era suave, casi seductor en su calidez, lo que solo hacía que su presencia fuera más aterradora—. ¿Qué tal si empezamos hoy? Ven, vamos por una paleta.
Pariz temblaba de pies a cabeza. Cada palabra de su padre, bañada en una falsa calidez, resonaba en su mente como un eco perturbador. Era como si intentara hipnotizarla, convencerla de creer en una redención que sabía imposible. La opresión en su pecho creció, y el ruido en su cabeza se tornó ensordecedor. Todo giraba a su alrededor hasta que, incapaz de soportarlo más, cerró los ojos con fuerza.
En la oscuridad de su mente, el presente se desvaneció, y los recuerdos comenzaron a invadirla como una tormenta implacable…
Mi vida siempre ha sido un caos enredado en promesas rotas. Mi padre ha bebido desde que tengo memoria, y estoy segura de que mucho antes también. Su presencia es como un espectro, un constante recordatorio de que la paz en esta casa nunca fue más que un espejismo. A veces, en mis momentos más oscuros, me pregunto si realmente fui deseada o si mi existencia es solo una cruel casualidad.
Recuerdo una discusión en particular, una que quedó grabada en mi mente como una herida que nunca cierra. Mi padre, con la botella en la mano y la voz empapada de alcohol, le dijo a mi madre:
—Si me das otro hijo, dejo de tomar.
Esas palabras, por más absurdas que fueran, me llenaron de una esperanza infantil. Por un segundo, quise creer que él podría cambiar, que tal vez... había algo en mí que valiera la pena. Pero esa frágil ilusión se rompió cuando mi madre respondió, con la dureza de alguien que ya no tiene nada que perder:
—Eso dijiste con Pariz... y mírate ahora.
El impacto de sus palabras me dejó paralizada. En ese instante, mi padre me miró con esos ojos vacíos, llenos de desdén, y escupió las palabras que me marcaron para siempre:
—¡Yo quería un varón! No esta estúpida boca que alimentar.
El silencio que siguió fue peor que los gritos. Esa noche, me encerré en mi habitación y lloré hasta que el cansancio me venció. Pero incluso en mis sueños, la tormenta no cesó.
Me vi frente a la puerta que aparece en todas mis pesadillas, esa puerta que siempre parece llamarme, pero nunca puedo cruzar. Esta vez, algo era distinto. Mis brazos estaban atados con gruesas cadenas de hierro que brillaban bajo una luz opaca. Sentí su peso cortándome la piel, el metal helado oprimiéndome.
Al otro extremo, mis padres sostenían las cadenas. Sus figuras eran sombras alargadas y grotescas, como si se hubieran fusionado con la oscuridad misma. Tiraban de mí con una fuerza descomunal, sus rostros deformados por una mezcla de odio y burla. Cada vez que intentaba dar un paso hacia la puerta, el metal se hundía más en mis muñecas, el dolor era insoportable.
El eco de sus palabras me retumbaba en los oídos: "estúpida boca que alimentar", "un varón". Era como si esas cadenas no solo atraparan mi cuerpo, sino también mi alma.
Cuando finalmente desperté, el dolor era reemplazado por una irritación en mis brazos que quemaba. Apenas tenía 8 años y fue la primera vez que me rascaba esa comezón, por alguna razón me gusto rascarme, esa comezón permanecía, pero era opacada por el placer de mis hullas tocando mi piel, al terminar tenia los antebrazos llenos de sangre y las hullas con restos de mi piel, y en mi mente pasaba la palabra "soy un error"
Al abrir los ojos, Pariz encontró nuevamente la imagen de su padre frente a ella. Su corazón latía con fuerza, cada golpe resonando en sus oídos como un tambor ensordecedor. La figura de su padre, con esa sonrisa torcida que pretendía ser cálida, la llenaba de contradicciones. Miedo, desconfianza… pero también una chispa de algo que apenas se atrevía a nombrar: esperanza.
—Está bien, papá… vamos —dijo finalmente, su voz temblando levemente mientras una sonrisa insegura se dibujaba en su rostro. Era una sonrisa que intentaba ser genuina, aunque estaba teñida de dudas.
Los ojos de su padre parecieron iluminarse ante su respuesta.
—Muy bien, vamos.
Pariz dio un paso adelante, y luego otro, sintiendo cómo una extraña calidez comenzaba a envolverla. ¿Y si esta vez era real? ¿Y si él realmente quería cambiar? Era un pensamiento peligroso, lo sabía. Pero por primera vez en mucho tiempo, decidió arriesgarse, aferrarse a esa pequeña posibilidad.
Juntos, salieron de la casa. La luz del sol acarició su rostro, y Pariz levantó la mirada al cielo, dejando escapar un leve suspiro. A su lado, su padre caminaba con una aparente tranquilidad, como si el peso de los años pasados hubiera desaparecido.
Con una sonrisa tímida pero llena de anhelo, Pariz caminó junto a él. Tal vez, solo tal vez, esta podría ser la cálida salida en familia que siempre había deseado.
capitulo 14 roto y roto parte 2