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Capítulo 44: Aceptación

Axel

 

 

 

 

Meses después, conforme Miranda me cambiaba el vendaje tras el retiro de los puntos de sutura, Verónica le pidió que nos dejase un rato a solas. Se le notaba bastante afligida y mortificada, era evidente que le costaba superar tanto la inesperada muerte de Isaías como lo que le hizo a Freddy.

—¿Les apetece una taza de café? —preguntó Miranda antes de dejarnos.

—No, pero muchas gracias —respondió Verónica. Yo solo hice un gesto de negación.

—¿Qué sucede? —le pregunté a Verónica cuando tomó asiento.

Ella me miró y me dejó ver la tristeza en sus ojos, o mejor dicho, un profundo arrepentimiento.

—Axel… Cuando atacaste a Freddy esa tarde, te dejaste llevar por la ira, ¿verdad? —preguntó.

Esperaba esa clase de pregunta.

—Creo que ese día comprendí lo que es estar verdaderamente furioso —respondí—. No me importó considerar su muerte, lo que casi ocurrió.

—¿Y luego te arrepentiste?

—Bastante… Es lo que pasa cuando uno está consumido por la ira... No medimos lo que hacemos.

—¿Crees que Freddy llegó a arrepentirse?

—Eso no sabría decírtelo… Recuerda que al principio creímos que su problema era la falta de control temperamental, pero Freddy tenía serios problemas mentales.

Verónica miró al suelo y se mostró pensativa, como si intentase buscar una manera de redimirse, aun cuando todo lo que hizo fue en defensa propia.

—Verónica —musité—, tienes que tomar algo en cuenta, y es que entre tu actuar y el mío, hay una barrera que nos diferencia mucho… Yo actué por venganza, por desquite y por hacerlo pagar el daño que te había hecho, lo cual es reprochable. Mientras que tú, actuaste en defensa propia.

—Pero pude escapar, en vez de hacer lo que hice —replicó.

—Volvemos al tema de la ira. Consumidos por esta, no medimos lo que hacemos. Déjame decirte una cosa… Está bien que estés arrepentida, no debe ser fácil cargar con un homicidio, pero ya eso es cosa del pasado y cualquiera habría hecho lo mismo que tú en esa situación.

—Odio a Freddy, Axel —musitó de repente.

—No es para menos, él te robó muchas oportunidades de ser feliz, aunque lo más sano es desprenderte de ese odio y seguir avanzando… Las heridas no sanan, pero te aseguro que cicatrizan.

—¿Insinúas que lo que siento es normal?

—Solo digo que lo que pasó ya pasó. Mientras que del presente somos dueños para llegar a ser la mejor versión de nosotros mismos… Si te sientes mal por lo que hiciste, es normal y comprensible, eso habla muy bien de tu conciencia. Ya lo que tienes que hacer ahora es sanar emocionalmente.

—Gracias… Aprecio tu tiempo, y el de Miranda, no sé qué haría sin ustedes.

Le di un abrazo y le pedí que fuese a alistarse para dar un paseo. Nos venía bien la idea de despejar un poco la mente y aprovechar la salida para comprar algunas cosas que calmasen los antojos de Miranda.

♦♦♦

Todos los domingos acompañábamos a Verónica al cementerio y le dejábamos flores a Isaías; ocasionalmente nos encontrábamos con los Gonzaga.

Nos resultaba triste ver a Verónica llorar frente a la lápida de Isaías, pero era necesario que dejase escapar todo el sufrimiento y el dolor de su pérdida. Nosotros solo pudimos ofrecer nuestro apoyo moral, pues en su caso, sería el tiempo quien se encargaría de curar sus heridas emocionales, de permitirle evolucionar y madurar hasta superar un obstáculo tan complejo como ese.

Por otra parte, les pedí a mis padres que se quedasen con nosotros hasta febrero, e incluso que nos acompañasen en nuestro viaje a París, lo cual aceptaron sin pensarlo dos veces. Por eso, se vieron en la necesidad de viajar a Río Grande para dejar la casa bajo el cuidado de mis primos.

Días después, Miranda y yo comenzamos a preparar en nuestra habitación todo lo necesario para la llegada de nuestro bebé. Estábamos muy emocionados.

Esa semana Verónica fue a Los Olivos para pasar tiempo con su familia antes de viajar a París. Le vino bien rodearse de sus padres y su hermano menor, que era un chico bastante alegre y la hacía reír con ganas.

Ese mismo día por la noche, Miranda y yo bajamos al departamento de Verónica y nos encontramos con los padres de Isaías, que iban de salida. Ambos nos saludaron con amabilidad, pero en sus palabras, se seguía notando ese insuperable dolor que les causaba la inesperada pérdida de su hijo.

—Hemos tomado una decisión —dijo de repente el señor Gonzaga.

—¿No prefieren esperar a que llegue Verónica? —preguntó Miranda.

—No —respondió la señora Gonzaga—, porque sabemos que se negará a aceptar nuestra decisión.

—Aun así…

—Por favor. Es nuestro único deseo —me interrumpió el señor Gonzaga.

—¿Qué es exactamente lo que decidieron? —pregunté. 

—Entregar el departamento a Verónica y la cuenta bancaria de Isaías. Ella sigue recibiendo su porcentaje por las acciones del bufete —respondió.

—Isaías nos habló mucho de ella y fue muy pero muy feliz a su lado… Verónica tiene derecho a conservar algunas cosas —continuó la señora Gonzaga.

—Están tomando una decisión precipitada porque saben que ella rechazaría todo, ¿verdad? —preguntó Miranda.

—Sí —musitó la señora Gonzaga.

—Ten, Axel —el señor Gonzaga me entregó una carpeta y luego la llave del departamento—, ahí están los papeles del departamento, unos documentos que avalan las acciones de Isaías en el bufete y el acceso a su cuenta bancaria… Entrega todo a Verónica cuando la veas. Nosotros nos iremos de Ciudad Esperanza.

—Entiendo —musité—, por eso tomaron esta decisión.

Los señores Gonzaga se despidieron con un abrazo y desearon que nuestro bebé naciese sano. Se les notaba afligidos con la idea de abandonar la ciudad.

♦♦♦

Tras la llegada de Verónica, la invitamos al parque del centro para poder contarle todo respecto a la visita de los señores Gonzaga. Nos sabíamos cómo iba a reaccionar; era un tema muy delicado y triste. Por ende, nos vimos en la necesidad de estar prevenidos con una noticia buena que no teníamos en mente darle hasta el nacimiento de nuestro bebé.

—Es un lindo día —comentó Verónica cuando nos sentamos bajo el árbol de las hojas caídas.

Miranda comía a gusto un churro relleno con chocolate y yo pensaba en la manera de abordar el tema de la visita de los señores Gonzaga.

—¿Qué tal te fue en Los Olivos? —le pregunté.

—Bien, fue un viaje relajante y agradable, aunque mis padres exageraron a la hora de consentirme —respondió.

—Es normal, después de todo lo que has tenido que enfrentar —comentó Miranda.

—Sí, solo por eso dejé que me consintiesen —dijo Verónica.

—Verónica —musité—, hace unos días, Miranda y yo fuimos a darle una vuelta a tu departamento, como nos lo habías pedido.

—¿Se metieron unos ladrones? —preguntó con sorna.

—No, pero nos encontramos con los señores Gonzaga —respondí.

—Eso no me extraña, ellos tienen la llave de Isaías —dijo con tranquilidad.

—Sí, lo sabemos, y es una de las cosas que nos entregaron —revelé.

—¿Por qué? Si el departamento está a nombre de Isaías —inquirió.

—Porque te cedieron el departamento y otras cosas más —respondió Miranda cuando notó que me costó responder.

—¿Por qué hicieron eso? —insistió Verónica, se le notaba un poco incómoda.

—Se mudaron de Ciudad Esperanza —revelé.

—Pero, ¿por qué me dejaron el departamento? Y, ¿de qué otras cosas hablan?

La incomodidad pasó a ser tristeza.

—Ellos aseguraron que tú tienes derecho a conservar algunas cosas de Isaías —respondió Miranda.

—El señor Gonzaga me entregó una carpeta con varios documentos —dije—. Están los papeles del departamento, un contrato que avala las acciones de David en el bufete y el acceso a su cuenta bancaria.

—Qué señores tan tercos —dijo, a la vez que rascaba su entrecejo y dejaba escapar un largo suspiro—, les dije que vendiesen todo, que no quería conservar nada de Isaías.

—Sí, eso intuimos —dije.

—No me queda otra que vender todo, no quiero conservar nada que me haga recordar su ausencia.

Verónica dejó escapar un largo suspiro antes de mirar al cielo y romper a llorar. Miranda la abrazó de inmediato y empezó a tranquilizarla como si fuese una niña. Mientras que yo, me agaché frente a ella para tomar con delicadeza su rostro y limpiar sus lágrimas.

—Te ayudaremos a vender todo, no te preocupes —dije.

—Sí, cariño, ya verás que en menos de un mes, habremos vendido todo —aseguró Miranda.

—¿Por qué me eligió a mí? —preguntó con un dejo de frustración.

—No hubo elección, Verónica, simplemente se enamoraron —respondí.

—No me refiero a Isaías… Hablo de Freddy.

Miranda y yo cruzamos miradas con una combinación de asombro y tristeza. Verónica viajó muchos años atrás en ese instante, al punto exacto en que conoció a Freddy.

—Porque eres todo lo que está bien, Verónica —respondió Miranda.

Giré hacia Miranda y asentí en señal de que hiciese la revelación que nos permitiría persuadir la tristeza.

—Y porque eres todo lo que está bien —continuó Miranda—, queremos pedirte que seas madrina de nuestro hijo.

—O hija —continué.

Verónica se impresionó y limpió sus lágrimas, miró por unos instantes hacia el vientre de Miranda y luego fijó sus hermosos ojos en los míos. Esbozó una bella sonrisa y me abrazó fuerte. Fue su manera de agradecer, sin palabras, pero con bastante significado.

Nos alegró darle un motivo de felicidad entre tanta pena.

Era necesario para ella y su vulnerabilidad emocional.

Verónica fue tranquilizándose con el paso de los minutos, e incluso nos invitó al Espacio de canela para merendar unos deliciosos roles. Fue un día intenso en lo que respecta a las emociones, pero al menos, supimos enfrentarlo como una familia.

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