Axel
Era 31 de mayo, día del cumpleaños de Ángela, a quien le esperaba una sorpresa en el Espacio de canela.
Había usado como excusa que no tenía dinero para no invitarla a un restaurante fino, alegando que era mejor pasar un tiempo grato en la pastelería.
Ángela nunca demostró comportamientos superficiales ni interesados. Pudo bien conformarse con un paseo en el Parque del Centro si se lo hubiese propuesto; eso me hacía admirarla mucho más.
Esa noche, me encontraba en el sillón de su sala de estar, esperando a que saliese de su habitación para ir a celebrar su cumpleaños.
Ángela salió al cabo de media hora después de mi llegada. Se le notaba un poco triste, ya que tenía la costumbre de pasar su cumpleaños con su familia.
—¡Ya estoy lista! —exclamó con un dejo de emoción—. ¿Cómo me veo?
Salió vestida con una relajada apariencia juvenil. Su conjunto consistía en unas bermudas de mezclilla, una blusa blanca, una chaqueta negra de cuero y un par de zapatos Vans que hacían juego con su suéter.
—Creo que no es lo adecuado para aguantar el frío que está haciendo hoy —respondí—, pero te ves muy bien.
—Eso pensé, déjame y pruebo con otro conjunto —dijo.
Tardó poco más de diez minutos cambiándose, y cuando salió, le mostré el pulgar en señal de afirmación; optó por un conjunto invernal. Su suéter marrón contrastaba con sus bellos ojos, y complementó su vestimenta con un pantalón azul de mezclilla, una bufanda y unas botas marrones.
—Te ves muy bien, la gente dirá que salgo con una mujer muy atractiva —dije.
—Ya sé que te encanta presumir mi compañía —insinuó.
—¿A quién no le encantaría? —repliqué.
Ella esbozó una linda sonrisa y regresó a su habitación para terminar de alistarse, pues no se había maquillado, aunque no le hacía falta.
Minutos después, salimos de su departamento y caminamos hasta el ascensor, donde nos topamos con una vecina poco amable que se caracterizaba por ser cizañera y chismosa. Ella, al escuchar nuestra conversación, en la que resaltábamos lo bien que la íbamos a pasar, mostró un semblante de desagrado que decidimos ignorar.
—Hace mucho que no veo salir a esa jovencita pelirroja que vivía contigo, muchacho —insinuó la señora con malicia.
—Sí, hace mucho —respondí a secas.
—Era tu novia, ¿verdad? —preguntó.
—Eso no es problema suyo —respondí con severidad.
—¡Ay! Pero qué falta de respeto —reclamó.
—Cállese, señora… No hay nadie que sea más irrespetuosa que usted en este edificio, todo el tiempo quiere andar averiguándoles la vida a los demás —intervino Ángela en mi defensa.
Yo apenas contuve las ganas de reír al notar la indignación de la señora, quien salió refunfuñando cuando las puertas del ascensor se abrieron en recepción.
—¿Qué le hicieron a la vieja bruja? —preguntó sospechoso confundido cuando nos encontramos con él afuera.
—Ángela la puso en su lugar —respondí.
—Uh…, mala decisión, amigos —replicó sospechoso.
—¿Por qué? —preguntó Ángela.
—La señora Olivia es prima del señor Heredia, y seguro que se las arreglará para ponerlo en su contra —respondió—. Tengan la llave de la puerta principal, por si acaso.
—¿Y tú, cómo harás? —pregunté.
—Yo tengo una copia, no se preocupen… Pero de igual manera, procuren llegar antes de las once —sugirió.
Nos despedimos de sospechoso luego de darle las gracias y nos dirigimos al Espacio de canela, donde fuimos recibidos por uno de mis cómplices en la sorpresa de Ángela.
—¡Ay, pero qué bella pareja! —exclamó Diego en tono de broma.
—No somos pareja, Diego —dije.
—Puede que algún día —continuó Ángela.
Intercambiamos miradas cómplices, como si ocultásemos un noviazgo en el que no se había concretado ni siquiera un primer beso.
—Bueno, mis amores, síganme —indicó Diego, a quien seguimos hasta mi mesa favorita.
Freddy y Verónica estaban a unas mesas de nosotros, ocultando sus rostros con bufandas para que Ángela no notase sus presencias.
—¿Vendrán Freddy y Verónica? —preguntó Ángela.
—Sí, me dijeron que antes de las ocho de la noche estarán aquí —respondí.
—Eso nos da unos gratos minutos a solas —dijo, mientras esbozaba una media sonrisa pícara.
—Sí, aunque tampoco haríamos gran cosa, ¿o sí? —insinué.
—Todo a su tiempo, Axel, todo a su debido tiempo —replicó con voz socarrona.
Ángela jamás sospechó de la sorpresa que había planeado en conjunto con mis amigos y algunos trabajadores del Espacio de canela.
La señal para dar inicio a la celebración era simular un estornudo, lo cual resultó ser una pésima idea, pues estornudé de verdad veinte minutos antes de que terminasen de decorar la torta de cumpleaños.
—Salud —dijo Ángela.
Yo sonreí avergonzado, porque justo en ese momento mis amigos y varios empleados de la pastelería se acercaron para gritar al unísono: «¡Sorpresa!».
—¡Dios mío! —exclamó Ángela al sobresaltarse, a la vez que tocaba su pecho con las dos manos.
—¡Axel! —reclamó Diego—, la torta aún no está lista.
—Lo siento, no pude evitar estornudar de verdad —dije a modo de excusa.
—Te lo dije —intervino Verónica—, te dije que era una pésima idea.
—Bueno, no importa, el punto es que Ángela se sorprendió —comentó Freddy—. ¡Feliz cumpleaños, Ángela!
Freddy le entregó una pequeña caja rectangular envuelta en papel brillante y llamativo, Verónica una bolsa de regalo cuyo contenido no quiso revelar y Diego un cupón promocional del Espacio de canela.
—¡Muchas gracias, amigos! ¡Muchísimas gracias! —exclamó Ángela emocionada.
—Diego, ¿podrías buscar mi regalo? Por favor —le pedí con amabilidad.
Mi regalo, más allá de la sorpresa que planifiqué, era un pequeño retrato en el que inmortalicé la belleza de Ángela. En el cual pinté su hermoso rostro y resalté la intensidad de su mirada.
—Feliz cumpleaños, Ángela —dije al entregarle el regalo.
Cuando la torta estuvo lista, cantamos el Cumpleaños feliz, brindamos con chocolate caliente por la cumpleañera y le deseamos prosperidad, salud y éxitos.
—Bueno, permítanme decir algunas palabras —dije después de que todos felicitasen a Ángela—. Una vez más, feliz cumpleaños, Ángela. Te deseo el mayor éxito y también la buena toma de decisiones en las situaciones que se presenten en tu vida. Sabes que puedes contar con nosotros, que somos tus nuevos amigos, y no es por presumir, pero estás rodeada de un buen grupo de personas, ¡salud! —anuncié con alegría alzando mi vaso con chocolate caliente.
Ángela se puso de pie y me dio un fuerte abrazo, demostrando de esa manera lo agradecida que estaba conmigo; en el fondo deseé que me besase. Acto seguido, suspiró y agradeció con un breve discurso la presencia de todos nosotros.
—Yo quiero dar las gracias a Dios por otro año más de vida, y por darme este hermoso obsequio que simplemente no tiene precio, y me refiero a la amistad; son los mejores, y lo digo honestamente, ¡salud! —anunció.
Pasamos la noche celebrando, entre conversaciones y anécdotas que Ángela nos comentó de su niñez. Un grato momento en el que le permitimos a nuestra amiga persuadir por unos instantes el vacío que le generaba la ausencia de su familia, de quienes nos habló con mucho cariño.
Antes de las once de la noche, Diego nos avisó que estaban por cerrar el Espacio de canela, mientras que Freddy y Verónica se despidieron de nosotros revelando que irían a una exposición de arte.
Me agradó la manera en que Freddy se involucraba en las pasiones de Verónica. Cada día que pasaba, tenía la certeza de que, casados, serían una pareja estable y duradera.
Por mi parte, le pedí a Ángela que me acompañase al parque para dar un paseo hasta llegar al árbol de las hojas caídas. Ahí nos abrigamos mejor y nos sentamos en la banca con la vista fija en los perros que jugaban cerca del estanque; la lluvia de hojas le permitió a Ángela notar la rareza del lugar.
—Que yo sepa, el otoño ya pasó —comentó.
—Lo increíble es que, a pesar de perder tantas hojas, el árbol sigue estando frondoso —dije, al comprender su referencia.
—Es cierto, no lo había notado. ¿A qué se debe? —preguntó.
—Hace mucho que quiero saber la respuesta a esa pregunta, pero solo soy un artista plástico.
Ángela se acomodó a mi lado y recostó su cabeza sobre mi hombro, permitiendo de este modo que nos uniésemos en un cálido abrazo.
—Gracias por todo lo que hicieron por mí —dijo.
—Ha sido todo un placer, los chicos se lucieron con los regalos. Es algo que no les había pedido que hiciesen —respondí.
A medianoche, decidimos regresar al edificio caminando lentamente, logrando así que nuestra mutua compañía se extendiese un poco más. Ángela me habló con detalles de su niñez y lo consentida que era por su padre y su hermano mayor, quien residía en Madrid. También comentó que su mamá preparaba deliciosos postres que en la adolescencia la hicieron una glotona; alegó que le había costado mucho tiempo ponerse en forma.
Llegamos al edificio y nos llevamos la sorpresa de que el vigilante de turno estaba dormido en la recepción y había pasado seguro a la puerta principal.
Por suerte, sospechoso nos había dado una copia de la llave con la que abrimos con sumo cuidado y luego volvimos a cerrar.
Al entrar, caminamos con cautela para no despertar al vigilante, y nos sentimos aliviados cuando entramos al ascensor, donde Ángela presionó el piso tres y yo el once.
Todo marchaba estupendamente hasta que el ascensor se detuvo por un repentino bajón eléctrico. El lugar se tornó oscuro y entré en pánico al ser la primera vez que enfrentaba una situación como esa.
Ángela presionó el botón de emergencia, que apenas encendió una luz tenue, e hizo del ascensor un lugar tenebroso.
Luego presionó un botón rojo que emitió un fuerte ruido que pudo oírse en todo el edificio, o al menos eso me pareció, porque nadie fue en nuestra ayuda con el paso de los minutos.
Ante la ausencia de ayuda, decidimos esperar a que el ascensor retomase sus funciones, pues el servicio eléctrico ya se había restablecido. Por ende, Ángela me sugirió que nos relajásemos y nos sentásemos en el suelo como medida de precaución contra el pánico; parecía que no era la primera vez que pasaba por una situación similar.
Con envidiable tranquilidad, preguntó acerca de mi vida con la intención de distraerme, lo cual funcionó de maravillas, ya que sin darme cuenta, empecé a hablar de detalles que no le había revelado, como el hecho de que era hijo único y me peleaba muy seguido en la escuela con quienes me intentaban acosar.
—¿Eras pequeño en comparación con esos muchachos? —me preguntó.
—No, la verdad es que teníamos la misma estatura, es solo que me querían someter sin saber que yo era propenso a pelearme —respondí.
—¿Eras? —replicó con voz socarrona.
—Sí, era, ahora soy más calmado… Y sé que lo dices por el altercado del gimnasio, pero esa mole me estaba lastimando el brazo, por eso me molesté.
—Y, ¿cuándo aprendiste a canalizar la ira?
—Cuando entré en la universidad y empecé a estudiar Artes plásticas.
—Eso quiere decir que te peleaste bastante en tu niñez y adolescencia.
—Pues no del todo, porque desde niño mi papá me inscribió en una academia de artes marciales y boxeo. Ambas disciplinas me permitieron desarrollar una buena defensa y hacerme con una reputación de buen peleador.
—Eso explica por qué no tuviste miedo con ese fortachón en el gimnasio.
—Tuve miedo, aunque es fácil mantener la calma cuando el agresor anuncia sus ataques… Por cierto, y perdona que cambie el tema de conversación, pero, ¿no vas a abrir mi regalo?
Ángela asintió y tomó el retrato. Quitó el papel de regalo con delicadeza, y en su reacción supe que le había encantado mi obra. Ella se mostró asombrada con los finos detalles que resalté de su intensa mirada, e insinué que en el reverso escribí un mensaje que decía:
Para mi nueva amiga, la periodista más bella de la ciudad.
Te obsequio un retrato de tu hermoso rostro por motivo de tu cumpleaños, y quiero dejarte claro que chocar contigo en el pasillo ha sido un bello y afortunado accidente.
Va con mucho cariño, y te pido que siempre conserves esta pintura, así me recordarás como ese amigo al que, en poco tiempo, le causaste un increíble impacto.
Axel
Tan pronto terminó de leer mi dedicatoria, me abrazó y me besó en los labios.
Me dejó sin palabras y atontado.
Su reacción me hizo experimentar una sensación que alguna vez sentí con Miranda. Entonces fui yo quien se mostró agradecido por obsequiarme un poco de su felicidad.
—Tienes una linda sonrisa —comentó al enrojecerse.
—Gracias —musité, aún atontado.
—A pesar de estar aquí encerrados, ha sido una noche maravillosa.
—Así es, aunque me resulta un poco cliché esta situación.
—¿Cliché? —preguntó confundida.
—Tú y yo…, solos…, encerrados en un ascensor…
—Si piensas que te voy a besar de nuevo…
Antes de que siguiese con sus palabras, se detuvo y se mantuvo pensativa durante unos segundos, al mismo tiempo que me miraba fijamente a los ojos. Ángela esperaba una reacción impulsiva de mi parte, pero, al notar que estaba petrificado, se abalanzó sobre mí y me besó de nuevo.
Me sentí liberado cuando saboreé su labial.
Correspondí a sus besos, aferrándome a ella con un cálido abrazo y haciendo posible el surgimiento de nuestra relación romántica.
Fue un momento único que no quise arruinar con mis pensamientos, en los que aún persistía la imagen de Miranda.
Consideré entonces que ya era tiempo de dejar atrás ese pasado que tan feliz me hizo, pero que luego me atormentó. Así que me planteé un cambio que me permitiese progresar en mi vida. Me dije a mí mismo que, si mi relación con Ángela se hacía más seria, debía sacrificar el recuerdo de Miranda.
Estábamos desorientados del tiempo cuando el ascensor retomó sus funciones. Habíamos caído en un frenesí que bien nos pudo llevar a hacer el amor en ese lugar, pero por suerte fuimos prudentes.
Las puertas se abrieron en el último piso, donde bajamos rápido con el temor de quedarnos de nuevo encerrados; optamos por bajar a través de las escaleras.
Cuando nos establecimos en el piso once, me despedí de Ángela, deseándole las buenas noches y dándole un apasionado beso que no dudó en corresponder.
Me hubiese gustado que entrase conmigo, pero tanto ella como yo, teníamos compromisos temprano por la mañana.
Entré a mi departamento pensando en ese último beso, y sumado a nuestro encuentro en el ascensor, el cual fue motivo suficiente para tomar una nueva decisión en mi vida, hice un espacio en mi corazón y di la bienvenida a Ángela.
Con ella tuve una oportunidad de amar y ser amado otra vez.
Gracias a ese detalle, pude irme a la cama esbozando una sonrisa y sintiendo un particular mariposeo en el estómago.