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Capítulo 9: La última sonata

Miranda

 

 

 

 

Mi taller de arte presumía de las primeras obras terminadas, entre ellas una escultura que era un busto de aquel anciano con el que me había topado en las escalinatas de la Plaza Central, a pesar de que no tenía muchos recuerdos de sus facciones y que bauticé como Rebeldía nonagenaria.

También realicé dos pinturas, mismas que fueron posibles gracias a las técnicas que perfeccioné con las tutorías de Axel durante nuestra relación. Eran un retrato del atardecer rojizo en las escalinatas de la Plaza Central, titulado Atardecer de fuego, y otro que me costó pintar por la crudeza de la historia con la que me inspiré; la titulé: La última sonata.

La última sonata nace después de toparme con un violinista alcoholizado.

Un hombre joven y destruido por sus malas decisiones.

Sucedió una noche, luego de tomar unos tragos con mis compañeras de curso. La pasé muy bien entre anécdotas y chismes sobre los tutores que impartían nuestras clases, de los cuales algunos nos caían mal.

Hubiese sido un gran día si al despedirme de mis compañeras y al salir del bar, una bella y triste melodía no llamase mi atención.

El sonido era claro, pero no sabía de dónde provenía, así que giré en varias las direcciones en busca de este, aunque no pude dar con quién lo producía.

Me concentré bien en el sonido y pude captarlo de mejor manera desde mi costado izquierdo, justo en una callejuela que se encontraba entre el bar y una carnicería. Caminé hacia el lugar y me detuve en seco cuando percibí la oscuridad y el mal olor.

Sabía que era peligroso y que lo mejor era ignorar la melodía, pero a unos cuantos metros, vi la silueta de un hombre que tocaba un violín frente a una caja de madera, sentado en el suelo en medio de sollozos mientras se tambaleaba en su intento de mantener el equilibrio.

La curiosidad me ganó la partida cuando, a pesar de saber lo peligroso que era acercármele, seguí adelante con tal de apreciar su aspecto, el cual era bastante deplorable. Sin embargo, el fuerte olor a orines y óxido, además del alcohol y otros olores que se me dificultaron percibir, no me permitieron acercarme como quería, así que mantuve una distancia prudente conforme observaba todo a su alrededor.

La mitad de una botella rota yacía sobre la caja, junto a una libreta de notas y una fotografía en la que posaban sonrientes una bella mujer y una niña encantadora. Sin embargo, lo que me alarmó fue que, alrededor del violinista, había demasiada sangre derramada.

La oscuridad apenas me permitió notar que él mismo se provocó dos heridas en sus antebrazos con el pico filoso del resto de la botella, lo cual me aterró más de lo que me sorprendió.

Esa imagen se me quedó en la mente, y a pesar de lo triste que me sentí, más que todo por su aspecto, me le acerqué para ofrecerle mi ayuda, aunque este me rechazó rotundamente.

—¡Aléjate de mí! ¡No te acerques más! —exclamó.

El violinista detuvo su bella sonata e hizo el intento de levantarse, pero estaba demasiado débil.

—Esta última sonata es mi despedida, y solo es para mi esposa e hija —musitó con notable agotamiento.

Mi corazón seguía latiendo con rapidez ante el susto que sentí, pero me calmé cuando noté la debilidad de ese pobre hombre.

—Pero debes ir a un hospital, estás perdiendo mucha sangre —dije preocupada.

—La muerte lenta no es castigo suficiente para enmendar mis errores —replicó.

El violinista tomó su instrumento musical y se posicionó para hacerlo sonar. En su rostro, apenas pude notar que en sus expresiones se evidenciaba el dolor, no pude imaginar lo que soportaba con semejantes heridas en sus brazos.

—¿Hay algo en lo que te pueda ayudar? —pregunté con persistente preocupación.

—Si puedes crear una máquina del tiempo, con mucho gusto aceptaría tu ayuda… Pero como es imposible, apreciaría que me dejes solo —respondió.

«¿Qué hago? Dios mío, ayúdame», pensé desesperada.

Me hubiese gustado persuadirlo, pero sabía que era imposible brindarle mi ayuda. A fin de cuentas, es imposible ayudar a quien no quiere ser ayudado.

—Lo siento mucho —musité, a la vez que sacaba dinero de mi cartera.

—Conserva el dinero… A mí de poco me servirá.

No quise llevarle la contraria en su sufrimiento, así que me di la vuelta y salí de la callejuela conforme escuchaba esa bella sonata, misma que irónicamente evocaba la muerte de tan desafortunado hombre.

Cuando llegué a casa, fui directo a mi habitación y me senté en el borde de la cama, tratando de ponerme en los zapatos del violinista y así poder comprender el profundo dolor que lo llevó a considerar su muerte. También me reproché el no haber llamado a emergencias, pero me quedé con la idea descabellada de que respetaba su decisión.

Al cabo de cinco minutos, tomé una ducha y vestí con ropa cómoda para bajar a mi taller de arte. En esos días, estaba dando los últimos toques a Rebeldía nonagenaria y al Atardecer de fuego.

Sin embargo, no pude centrarme en esas obras, pues la imagen del violinista seguía presente en mis pensamientos, más que todo, la primera impresión que me llevé cuando di con él.

Me senté en el sillón y miré en el atril al Atardecer de fuego. No me sentía capaz de terminarla, quería empezar cuanto antes con otra obra. Estuve divagando en los tonos rojizos de la pintura hasta que por fin decidí buscar un lienzo en blanco.

Retiré el Atardecer de fuego del atril y preparé el nuevo retrato para dar inicio a la nueva obra, busqué mi paleta y vertí en ella los colores que iba a necesitar, en su mayoría tonos opacos. Siguiendo los consejos de Axel, limpié uno de mis pinceles con aguarrás y, sin escurrirlo, mezclé un poco de amarillo con gris y un azul oscuro hasta obtener un tono ocre, el cual fue el fondo de la pintura.

La callejuela empezó a tomar forma con las paredes de los establecimientos y un cielo nocturno que daba una impresión deprimente, lo cual era el principal objetivo. La caja me costó un poco pintarla, al igual que la fotografía a la que el violinista lloraba.

La botella rota requirió de pinceladas cuidadosas, al igual que al protagonista de la obra, aquel que tocaba su última sonata después de haberse cortado sus antebrazos.

La última sonata fue la única obra que pinté con cierta desazón por ser una pintura expresionista que evocaba la muerte y la tragedia. Por eso, conforme apreciaba el rostro del violinista en el lienzo, plasmado tal cual lo recordaba, en su llanto y al compás de una bella melodía, sentí ganas de llorar.

Por instantes, quise romper la obra para no entristecerme al mirarla; sentí que no era digna de admiración.

Sin embargo, fue así como comprendí que La última sonata era una pintura cargada de sentimiento, dolor e impotencia. Supe que tenía una gran pieza, pues si siendo su creadora era incapaz de persuadir el impacto que esta causaba, misma tendría que ser la impresión que causaría entre aficionados y críticos.

Horas después, salí soñolienta y agotada de mi taller, pues pasé el resto de la noche y toda la madrugada pintando. Luego fui a desayunar con mis padres y debatimos sobre alguien a quien odiaba en ese entonces; mencionaron el escándalo económico y político que ocasionó Mendoza.

♦♦♦

Cuando les enseñé La última sonata a mis padres y les conté la historia detrás de la pintura, estos se entristecieron y en cierto modo sintieron la frustración del violinista, más que todo papá, curiosamente.

Ambos me incitaron a publicar la obra, pero el detalle era que no podía hacerlo con mi nombre, pues mi falso antecedente penal me estropeaba el sueño.

Sabía que era un tema complicado, pero por suerte, alternativas me sobraban para llevar a cabo mi primer proyecto, y esto fue posible gracias al internet, donde descubrí que había sitios webs que me permitían autopublicar mis obras.

Artexpone fue el sitio web que me convenció por la taza baja de impuesto que cobraban por venta y publicación, por lo que ese mismo día creé un usuario de artista con el seudónimo de Anastasia Lamar.

El nombre era uno que, tanto a Axel como a mí, nos encantaba ante la idea de ser padres de una niña en el futuro.

Ya con el paso de los días, contraté a un experto en diseño y programación web para que administrase mi perfil en Artexpone y crease mi propio sitio web: AnastasiaLamar.art.com.

Publiqué La última sonata, Rebeldía nonagenaria y el Atardecer de fuego, y como pagaba poco por la administración de mi sitio web y mi perfil en Artexpone, me di el lujo de contratar a un experto en marketing digital que creó una cuenta en Facebook e Instagram. Este posicionó el nombre de Anastasia Lamar en los motores de búsqueda; su trabajo fue increíble.

Fue así como recibí un mensaje directo a través de mi correo electrónico que me abrió las puertas a un éxito inesperado.

Se trataba de un coleccionista reconocido de Puerto Cristal llamado Faustino Salvatore, quien se interesó en La última sonata al reconocer al violinista; me reveló que este había muerto.

El señor Salvatore me estaba haciendo una propuesta interesante.

No quería comprar la obra, pero sí exhibirla durante cinco días en una exposición de arte que se llevaría a cabo en su galería. Me ofreció un quince por ciento del costo total de la pintura por cada día de exhibición, la cual la tenía valorada en ciento cincuenta dólares.

En total, la obra me iba a generar, sin necesidad de venderla, poco más de cien dólares en solo cinco días, lo cual era rentable según mi punto de vista. Pero lo que me tenía emocionada era la idea de que se exhibiese la pintura, así como también la invitación que me hizo el señor Salvatore al primer día de exposición, mismo que se llevó a cabo una semana después de llegar a nuestro acuerdo.

El primer día de exposición, el señor Salvatore me recibió en su galería, y me llevó a su oficina para firmar un contrato, en el cual hice uso de mi seudónimo por temor a que todo se estropease.

Luego, conforme la gente llegaba, mi anfitrión me fue presentando a otros aficionados y coleccionistas, entre ellos Teodoro Restrepo, el hermano del violinista.

El señor Restrepo comentó que tan pronto vio la obra en mi perfil de Artexpone, cuando su hija buscaba obras para adornar su nuevo departamento, reconoció a la figura del violinista; su hermano.

Reveló que su nombre era Joaquín, quien una vez perteneció a la Filarmónica de Puerto Cristal y, además, era profesor de música en la Escuela Primaria San Cristóbal, en la cual yo estudié.

Joaquín estaba casado con Amaranta Cruz, una violonchelista reconocida y perteneciente también a la filarmónica. Tuvieron una niña llamada Joanne y hasta cierto punto fueron felices en familia y compartiendo el sueño de que su hija triunfase algún día en la música.

Por desgracia, Joaquín cayó en el alcoholismo por culpa de su debilidad y el círculo de personas que lo rodeaban, y dado que nunca se dejó ayudar, fue perdiendo todo progresivamente hasta quedar en la miseria en que lo encontré aquella noche cuando se quitó la vida.

Me entristeció saber el trasfondo de la historia de Joaquín, y durante gran parte de la velada estuve cabizbaja por los recuerdos de nuestro encuentro.

De repente, un señor de porte elegante se detuvo frente a mi obra, misma que observó mientras enarcaba una ceja y se mostraba pensativo.

—Disculpe, bella dama… Me gustaría tener la dicha de hablar a solas con usted, por lo menos unos cinco minutos —dijo con elocuencia cuando terminó de admirar mi obra.

—Claro, con mucho gusto —respondí recelosa.

Nos apartamos de la obra y nos dirigimos a una barra en la que este me invitó una bebida, aunque preferí decirle que fuese directo al grano.

—Bueno, en primer lugar, mi nombre es Carlos Augusto Roldán, y es un gusto conocerla, señorita Lamar… Faustino ya me había hecho mención de una nueva artista que lo impresionó y esto lo entendí cuando admiré su obra.

—Gracias, es muy amable, aprecio que admire mi trabajo… Aunque más que un trabajo, es mi pasión —respondí.

—Eso es evidente —replicó, alzando su vaso de whisky para hacer un brindis—, brindo por su talento y su maravillosa obra.

—Gracias, nuevamente, señor Roldán —dije con un dejo de vergüenza.

—Bien, lo que debes saber de mí es que soy dueño de una reconocida casa de subastas, y siendo honesto, me encantaría llegar a un acuerdo contigo para aumentar el valor de tu obra… Tengo entendido que su costo es muy accesible, y yo, como experto, considero que merece, por lo mínimo, una cifra de cuatro dígitos.

Yo abrí los ojos de la impresión, no podía creer lo que estaba escuchando, incluso se me secó la boca; tuve que pedir un vaso con agua.

—¿Habla en serio? —pregunté asombrada—. ¿Me está diciendo que, mínimo, mi obra puede costar mil dólares?

—O más —replicó con calma, como si la cifra no fuese nada para él.

—¿Quién en su sano juicio, al menos en este país, pagaría tanto dinero por una pintura? —inquirí sin salir de la impresión.

—Mucha gente, estimada, más de lo que te imaginas —respondió—. La cuestión es que esté dispuesta a llegar a un acuerdo. Yo con gusto le presentaría un contrato para que lo analice y vea si le son convenientes mis condiciones.

—Pues, estaré más que complacida por tener semejante oportunidad… Muchísimas gracias, señor Roldán —dije emocionada.

El señor Roldán estrechó mi mano y se fue a reunir con otros señores de elegante porte como él, mientras que yo pedí otro vaso con agua. La noche empezó triste con la historia de Joaquín, pero terminó mejor de lo que esperaba con esa gran oportunidad.

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