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Capítulo 5: Nuevas amistades

Axel

 

 

 

 

En las afueras de Ciudad Esperanza estaban la mayoría de los barrios pobres y vecindarios descuidados por el gobierno de aquel entonces. Zonas que muchos citadinos de la alta sociedad nunca imaginaron que existían.

Tal era el caso de El Redentor, un barrio que se encontraba a un kilómetro del Río de las Flores rojas y en el cual fue abandonada la señora Aura cuando tenía apenas seis años de edad.

La señora Aura tenía vagos recuerdos de sus padres y, según las palabras de su abuela, decía que, al igual que muchas de las personas que vivían en El Redentor, ellos estaban sumidos en la adicción a las drogas. Por ende, su único buen apto para con su hija fue alejarla de ese mundo y dejarla con aquella amable anciana.

A pesar de todo, la señora Aura tuvo una infancia feliz, gracias a lo amorosa y comprensiva que era su abuela.

Nunca se le presentó la oportunidad de estudiar, pero recibía la enseñanza de valores y lecciones valiosas de vida que tenían el mismo peso que lo enseñado en cualquier escuela.

El lugar favorito de la señora Aura era el Río de las Flores rojas, una extensión de agua proveniente de las montañas que pasaba por el este de Ciudad Esperanza.

El atractivo del lugar era, por supuesto, una extensa línea de arbustos en las orillas. El verde intenso de estos matorrales era opaco en comparación con el rojo vivo de las azucenas rojas que lo embellecían.

La señora Aura disfrutaba mucho cada vez que bajaba al río con su abuela para recolectar agua o lavar ropa.

Por desgracia, al cumplir los quince años de edad, todo cambió en la vida de la señora Aura y su abuela, pues durante la noche de un sábado, una fuerte tormenta lluviosa causó una de las inundaciones más devastadoras de Ciudad Esperanza.

La arrasadora creciente no llegó al centro de la ciudad, pero acabó con El Redentor y otros barrios aledaños. Fueron daños irreversibles y una tragedia que dejó un saldo de tres mil personas damnificadas.

Lo peor del caso es que en ese entonces gobernaba en el país un régimen militar deficiente que no solventó los problemas de los damnificados, dejando como alternativa que la señora Aura, al igual que muchas personas, se fuese a la ciudad para buscar empleo en casas de familia.

Una vez más, la señora Aura y su abuela se enfrentaron a la desgracia, pues nadie quería contratar a una joven sin experiencia que cargaba con una anciana.

Así que, buscando una oportunidad a pesar del hambre y la depresión en la que cayó su abuela, logró dar con un asilo en el que depositó sus últimas esperanzas. Quien estaba a cargo del complejo era el señor Juan José Rodríguez, padre de Leonardo.

El señor Rodríguez acogió tanto a la anciana como a la joven Aura, y veló siempre por la comodidad y recuperación de la abuela, aunque esta nunca pudo superar su depresión; murió al cabo de dos años por negarse a comer.

Durante el tiempo en que la señora Aura estuvo en el asilo junto a su abuela, el señor Rodríguez le dio una oportunidad laboral como ayudante de conserje. Fue en medio de sus jornadas de limpieza que conoció al regordete y mimado Leonardo, con quien forjó una duradera amistad.

Leonardo fue el que consoló a la señora Aura cuando falleció su abuela, y quien le pidió a su padre que la dejase trabajando y viviendo en el asilo, pues la joven no tenía a dónde ir.

El resto, como dijo ella misma, es historia.

Nunca supe si la intención de la señora Aura era distraerme al punto de reencontrarme con la calma y considerar mi situación, o darme una breve lección de vida. Pero el punto fue que regresé a la oficina del señor Rodríguez junto a ella y entré emocionado en comparación con cómo salí.

—¡Señor Rodríguez! —exclamé, haciendo que se sobresaltase.

—¡Carajo, Axel! No vuelvas a entrar así —reclamó. La señora Aura dejó escapar una breve risa.

—Lo siento, señor… Vine para hacerle una propuesta que podría solucionar el inconveniente de mi salario —dije.

Él se mantuvo pensativo y miró a la señora Aura con el ceño fruncido, acto que ella imitó a la vez que lo miraba con severidad.

—Soy todo oído —dijo, como si temiese un regaño por parte de la señora Aura.

—Pues vea… Yo entiendo que la situación no es la mejor y por eso tampoco quiero presionarlo, así que me gustaría pedirle como forma de pago dos comidas al día y considere una reducción de tres horas laborales. De ese modo, puedo dedicarme a la búsqueda de un empleo que me permita pagar la renta de mi departamento y seguir viniendo a hacerles compañía a los abuelitos, además de impartir mis clases.

—Está bien —dijo el señor Rodríguez sin rodeos.

No lo pude creer, pensé que me llevaría más tiempo convencerlo, pero me alegré de que aceptase así de rápido.

Entonces, al salir de la oficina, di las gracias a la señora Aura por su consejo y regresé con la señora Oropeza, que me siguió hablando de Cortázar. Sabía que algún día, si me reencontraba con Miranda, aquellas historias sobre uno de sus autores favoritos le iban a encantar.

Más tarde, ese mismo día, de camino a mi departamento, pasé por el Espacio de canela con la intención de saludar a Diego y comprar un chocolate caliente para sospechoso, quien se había negado a aceptar una propina cuando me ayudó a guardar mis cosas en el depósito del edificio. Sin embargo, me quedé en el establecimiento y tomé la decisión de merendar, a pesar de haber perdido mi salario; por alguna razón me sentía animado y con una sensación de optimismo esperanzador.

Cuando entré a la pastelería, Diego me recibió con buena actitud, como siempre, y me acompañó hasta la mesa en que acostumbraba a merendar, cerca de una ventana, con una linda vista hacia la entrada del Parque del Centro.

—Gracias, Diego, eres muy amable… Hoy solo querré dos chocolates calientes. Uno lo preparas para llevar —le pedí con amabilidad.

En el momento en que Diego se dio la vuelta para preparar mi pedido, iba de pasada una joven pareja que reconocí de inmediato. Eran los que esa mañana intenté pintar en el parque.

El muchacho tropezó con mi amigo, que de inmediato se disculpó, pero este lo miró con rabia y lo amenazó con propinarle una golpiza.

—¡Amor, no! Esa no es manera de aceptar una disculpa —reclamó la joven.

—No tengo por qué aceptar disculpas de un marica —replicó con desprecio el muchacho.

Diego se ofendió y yo me levanté para defenderlo, aunque antes intervino la joven.

—¡Freddy! —exclamó—, no tienes por qué expresarte de esa manera.

—Tu novia tiene razón —intervine con serenidad—, solo fue un tropiezo, y acá mi amigo se disculpó contigo.

—¿Qué? ¿Acaso eres su novio? —preguntó el muchacho con desdén.

—Si así lo fuese, ¿cuál es el problema? —repliqué—. ¿No te enseñaron a respetar en casa?

De repente, el muchacho me tomó del cuello de mi camisa con aire amenazante.

—¡Freddy, basta! —exclamó la muchacha de nuevo.

—¿Quieres que te rompa la cara, imbécil? —amenazó con furia.

Yo no dije nada, solo me deshice ágilmente de su agarre y aproveché la corta distancia para tomarlo de la nuca y propinarle un certero codazo al mentón; el pobre cayó noqueado.

Diego, la muchacha y el resto de las personas se alarmaron cuando notaron al muchacho caer en el suelo; por suerte evité que pegase la cabeza del piso.

Al recostarlo, le pedí a ella que sostuviese su cabeza y esperase a que recuperase la conciencia. Yo me levanté y me disculpé con los demás clientes.

—¡Disculpen, por favor! —exclamé—. ¡Ya la situación está controlada, vuelvan a disfrutar de su merienda!

—Creo que me meteré en problemas —comentó Diego.

—Tranquilo, avísale a tu jefe que intentaste evitar el altercado. Échame la culpa de todo y prepárame los dos chocolates calientes para llevar, por favor.

Diego siguió con su jornada laboral y yo ayudé a la muchacha a cargar con su novio hasta una silla. La pobre temblaba y sollozaba de los nervios.

—Oye, lo siento, pero…

—No tenías que golpearlo —reclamó al interrumpirme.

—Lo siento —insistí—. Pero debes reconocer que merecía una lección.

—Ya es la segunda lección que le dan esta semana —musitó.

—¡Vaya! —dije asombrado—, entonces tenemos a un impulsivo que no sabe defenderse.

—Sí, algo así —hizo una pausa y me miró de soslayo—. Por cierto, me llamo Verónica.

—Verónica, es un nombre muy lindo… Yo soy Axel Lamar —me presenté—, y nuevamente, disculpa por el mal rato que te estoy haciendo pasar. Debí mantener la compostura.

—Está bien, solo te defendiste —hizo una pausa y miró mi bolso, donde guardaba mi bloc de dibujos y algunos lápices de carbón—. Disculpa el abuso de confianza, pero, ¿me puedes mostrar lo que dibujabas esta mañana? Claro, cuando mi novio recupere la conciencia.

—¿Me viste en el parque? —pregunté avergonzado.

—Sí, supuse que nos dibujabas a nosotros o al estanque, pero la técnica que usaste para hacerlo es una de las que estoy aprendiendo, por eso llamaste mi atención.

—¿Instituto Nacional de Bellas Artes? —inquirí.

—Así es, de hecho, pertenezco a la nueva selección de becados —respondió con orgullo—, espero obtener la licenciatura en Artes visuales y luego optar a una maestría en Pintura.

La miré de repente a los ojos por la impresión que me causaron sus palabras.

—Estás bromeando, ¿verdad? —pregunté asombrado.

—No, para nada, ¿por qué lo preguntas? —replicó extrañada.

—Por nada, solo es una gran coincidencia… Por cierto, ¿cómo se llama tu novio? —pregunté.

—Me llamo Freddy —respondió el muchacho de repente.

De inmediato, me disculpé por el codazo que le propiné y le sugerí con tacto que se disculpase con Diego, quien en ese preciso instante llegaba con mi pedido.

—Diego, ten, conserva el cambio como propina —le dije al pagar—, y disculpa que te retenga unos segundos, pero este muchacho quiere disculparse contigo.

Intercambié miradas con Verónica y luego asentí cuando fijé mi vista en Freddy, quien se ruborizó por mi confianza y la forma en que le pedí que se disculpase con Diego.

—Lo…, lo siento mucho —dijo Freddy después de tragar saliva.

—Gracias —musitó Diego, dejándonos para ir a atender a los demás clientes.

—Bueno, muchachos, ha sido un placer conocerlos, aunque raro por la forma en que sucedió —dije.

Verónica esbozó una media sonrisa y cruzó miradas con Freddy, que se ruborizó por la forma en que ella lo miraba.

—Amigo —dijo Freddy, avergonzado—, permítenos que te invite algo, una disculpa no sería suficiente.

—Ah, pues en ese caso yo les invito estos chocolates calientes —repliqué con amabilidad, colocando las bebidas en la mesa y haciendo una seña a Diego.

—¿En qué les puedo servir? —preguntó Diego al presentarse de nuevo.

—Quiero dos chocolates calientes más, solo que otra vez, uno será para llevar. También quiero…

Miré a Freddy y a Verónica.

—¿Ya probaron los roles de canela? —les pregunté.

Ambos cruzaron miradas, evidentemente confundidos por mi simpatía, pero de igual manera respondieron que no.

—Bueno, Diego, que sean dos chocolates calientes y tres roles de canela, por favor.

Así fue como conocí a mis nuevos amigos, Verónica y Freddy, una joven pareja que me hizo creer en la existencia de la perfección física.

Estos muchachos eran la pura belleza personificada, tanto así que supuse que si buscabas el significado de belleza en el diccionario, aparecía la foto de ellos.

Ambos me hicieron sentir inseguro al mismo tiempo que pensaba: «¡Carajo! ¿Cómo puede haber gente tan malditamente atractiva?».

La hermosa y simpática Verónica Cárdenas, de lacia y larga cabellera rojiza, rostro angelical y hermosos ojos color avellana, se formaba profesionalmente en la carrera de Artes visuales, donde además pretendía seguir el mismo camino de Miranda.

No era muy alta, quizás de un metro sesenta y ocho, pero presumía un físico espectacular, dotada de unos atributos que, aunque no resaltaban con su vestimenta elegante y jovial, enmarcaban una sensualidad increíble.

Por otra parte, estaba Freddy Tremaria. Apuesto y casi tan alto como yo. De cabello ondulado y negro, estilizado con un corte a la moda. Este muchacho era una combinación de masculinidad y encanto, pues vestía con un estilo rudo y presumía una apariencia que generaba confianza.

Tenía un cuerpo atlético que me hizo sentir una combinación de inseguridad y envidia, incluso con su playera y suéter se le notaban los músculos de los brazos y pecho, es que encajaba a la perfección con Verónica en cuanto a lo físico.

A diferencia de Verónica, Freddy estudiaba en la Universidad Católica de Ciudad Esperanza. Se formaba en la profesión de Administración de Empresas y pertenecía al equipo universitario de fútbol.

Este me contó con orgullo que era un habilidoso futbolista que destacaba en la posición de lateral izquierdo. Alegó ser rápido y fuerte, pero que, a pesar de su talento, no le daban la oportunidad de debutar a nivel profesional por su temperamento.

Freddy reconocía su problema con el control de la ira, lo cual ya era un gran paso en la lucha contra ello. Asistía a terapia por recomendación de la Comisión Atlética Nacional, pues su falta de autocontrol era sinónimo de problemas en los partidos del campeonato universitario.

Comentó que solía discutir demasiado con los árbitros y con frecuencia peleaba con sus rivales, todo esto terminaba en muchas tarjetas amarillas y expulsiones.

A la vista de Verónica, la terapia hacía el efecto esperado en Freddy, pero desde mi percepción, era ilusa ante un problema que podía volverse en su contra.

De igual manera, seguí la corriente y le hice señas a Diego, quien preparó el chocolate caliente que le llevaría a sospechoso.

Entonces, me despedí de la joven pareja y les di mi número de contacto, acto que agradecieron con una invitación para merendar en la tarde del día siguiente.

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