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Capítulo 2: Sucesos inesperados

Axel

 

 

 

 

Con el paso de los años, Miranda y yo logramos nuestros objetivos académicos, por lo que no perdimos tiempo a la hora de ponernos a prueba en el ámbito profesional. En ese entonces, tuvimos la meta de fundar una galería en la que pudiésemos exhibir nuestras obras y venderlas, o subastarlas; compartir ese objetivo fortaleció nuestra relación.

A Miranda le tomó poco más de un año consolidarse en la ciudad, donde fue representante de la Asociación de Escultores y la Delegación Nacional de Artistas Plásticos. Mientras que yo, fui jefe de Relaciones Públicas en el Ministerio de Cultura, aunque no por mucho tiempo, ya que me ofrecieron un empleo mejor remunerado en la Inmobiliaria Mendoza. 

Llevábamos un estilo de vida rutinario y sencillo. Vivíamos en un departamento pequeño con dos habitaciones, una sala de estar y una cocina contigua al comedor. Una habitación fungía como taller de arte, y aunque no era un hogar espacioso, nos sentíamos a gusto y afortunados.

Nuestros días consistían en salir a las siete de la mañana. Caminábamos hasta una parada de autobuses cercana y tomábamos una de las rutas que nos dejaba frente al Parque del Centro, donde nos despedíamos con un beso. 

Después del trabajo, nos reencontrábamos en el parque a las tres de la tarde y dábamos un paseo a la par de gratas conversaciones.

Nos poníamos al día respecto a nuestras jornadas laborales y nos establecíamos frente a un estanque, donde nos sentábamos en una banca ubicada bajo un peculiar árbol que siempre perdía sus hojas como si estuviésemos en un sempiterno otoño.

Lo bautizamos «El árbol de las hojas caídas» y solía estar rodeado de niños que hacían montañas de hojas para luego tirarse sobre ellas en medio de risas. 

Al salir del parque, nos dirigíamos a un cafetín para merendar o pasábamos por nuestra librería favorita, donde solíamos encargar la mejor calidad en herramientas y artículos necesarios para realizar nuestras obras. El propietario del establecimiento era un francés que hacía los pedidos en su país e Italia, ya que tenía contactos con los fabricantes.

Miranda también tenía la costumbre de comprar un libro cada viernes, pues era una aficionada a la lectura y solía distraerse leyendo los fines de semana. En cambio, yo era un cinéfilo amante de los clásicos de la industria cinematográfica; una de mis películas favoritas era Ciudadano Kane.

Una vez que regresábamos al departamento, a eso de las siete de la tarde, nos dedicábamos de lleno a nuestro arte y poníamos música de fondo. Por lo general, clásicos del Rock & Roll que a ambos nos gustaban.

Miranda era una gran escultora y pintora. Sus obras, más allá de ser maravillosas, transmitían lo que quería expresar. Incluso pensé que su verdadero talento como artista era transmitir sus emociones.

A las diez de la noche, después de ducharnos y en ocasiones dejarnos llevar por la pasión, preparábamos nuestro almuerzo del día siguiente, cenábamos y finalmente nos íbamos a dormir.

Todo iba genial, tal como lo teníamos planeado, y quizás fue ese el error que cometimos, pues seguíamos al pie de la letra una rutina que creímos perfecta, al punto de encerrarnos en una burbuja que nos imposibilitó prever nuestro primer gran obstáculo. Vivir de esa manera no nos permitió considerar planes alternos, por eso, ante el repentino despido de Miranda en el colegio, nos estrellamos con una realidad que consideramos cruel.

La causa del despido de Miranda vino mediante un aleccionamiento, una pequeña medida que tomó para fomentar el respeto en un niño que tenía severos problemas con la autoridad. Se trataba de un chiquillo problemático, grosero y mimado; ningún profesor lo toleraba. Sin embargo, «el pequeño mocoso», como lo tildamos, era hijo del mismísimo Francisco Mendoza, el dueño de la Inmobiliaria en la que yo laboraba.

Casi nadie conocía al señor Mendoza como sus empleados, y desde mi puesto laboral, llegué a escuchar rumores sobre él. Se decía que su éxito se debía a las mañas con las que engañó a sus antiguos socios y que también fue el mayor financista de la campaña política del entonces presidente del país; tenía muchas influencias.

Esto lo comprobé una tarde en que Miranda y yo hablábamos de nuestras jornadas laborales, cuando me decía disgustada que no podía soportar la forma en que «el pequeño mocoso» salía airoso de los problemas que ocasionaba, pues el director del colegio alegaba que el niño debía recibir un «trato especial»; en realidad, era temor hacia el señor Mendoza.

La gota que rebalsó el vaso fue el despido de Miranda, a quien acusaron de maltrato infantil. Ella intentó defenderse de las acusaciones que hizo «el pequeño mocoso» cuando fue citada en la oficina del director, donde además estaban el señor Mendoza, su esposa y un par de abogados que tenían bajo amenaza de demanda al colegio.

Los Mendoza exigían el despido de Miranda, y aunque ella alegó que solo le había quitado al niño diez minutos de recreo por haberle pegado un chicle a una compañera de clases, estos creyeron las palabras de su hijo.

Miranda quedó como una maltratadora de niños, ya que «el pequeño mocoso» aseguró recibir dos manotazos en la espalda, un par de empujones hasta el pupitre y fue obligado a sentarse en silencio. Fue una manipulación bastante vil para tratarse de un niño. 

Al principio, nos tomamos la inesperada contrariedad como un pequeño desliz en nuestro camino y seguimos adelante con la esperanza de que, más temprano que tarde, todo quedaría en un malentendido y se disculparían con Miranda. 

Por desgracia, nos equivocamos de manera rotunda, ya que al cabo de una semana después de su despido, Miranda recibió un correo electrónico anónimo que nos dejó descolocados y aterrados. Fueron las peores represalias que se tomaron en su contra.

 

Para: anaferrer18@gmail.com

Asunto: Merecido regalo para una maltratadora

 

Maltratar a un ser inocente, a un indefenso niño, es la mayor atrocidad que alguien puede cometer… Espero y deseo de todo corazón que te pudras en la miseria.

 

El correo tenía un archivo adjunto, un documento nefasto con los datos personales de Miranda, algo que no debía existir porque nada de eso era cierto. Se trataba de un antecedente penal bajo los cargos de maltrato infantil, emitido por la Fiscalía de Ciudad Esperanza y firmado por el Fiscal del Estado. Esto no solo le impidió conseguir otro empleo, sino que la perjudicó a nivel personal.

♦♦♦

Dos semanas después, expulsaron a Miranda de la Asociación de Escultores y la Delegación Nacional de Artistas Plásticos. Nadie le creyó cuando se defendió de las mentiras que aquel maldito anónimo difundió en los lugares que se relacionaban con ella.

Lo peor del caso es que la situación no paró ahí, porque al cabo de un mes, redujeron mi salario sin explicación ni justificación alguna en la inmobiliaria. Eso nos llevó a enfrentar problemas en nuestra economía, pues nos costaba depender de un ingreso.

Miranda se culpó de todo y se ensimismó en ello hasta tal grado que se consideraba merecedora de nuestra inesperada contrariedad. 

Vivía en constante tristeza y no hacía nada para salir adelante, y cuando intentaba aconsejarla con un forzado optimismo, me decía que no perdiese tiempo con una mujer que me estaba sumergiendo a la peor de las situaciones.

Su inspiración murió desde entonces, y la creatividad que la impulsaba a crear obras maravillosas se estancó con los problemas que enfrentamos como pareja, pues un día, exploté de rabia y cometí el error de decirle que todo era su culpa.

Me arrepentí en ese mismo instante por lo que dije y le pedí perdón, pero ya el daño estaba hecho, porque desde ese día la relación dejó de ser la misma.

Lo que más me dolía era que la seguía amando cuando ella se negaba a ser amada.

Intentaba ayudarla cuando se negaba a recibir mi ayuda; no fue fácil convivir con Miranda en ese estado.

Entonces, al cabo de una semana, cuando llegué furioso del trabajo por otra reducción injustificada de salario, le dije a Miranda que ya no podíamos seguir juntos si ella no estaba dispuesta a apoyarme en mis intentos de salir adelante.

—Tienes razón —musitó—, llamaré a papá para decirle que volveré a casa.

Aquellas palabras las dijo como si estuviese en piloto automático; repentinas y sin emoción.

—¿Solo eso dirás? Tan fácil y rápido vas a desechar estos años de relación —pregunté arrepentido por haberle dicho que terminásemos.

—Es lo mejor para ambos… No puedes mantenernos a los dos, y yo ya no quiero ser una carga.

—No eres una carga, tan solo necesito que…

—Lo único que necesitas es que yo me vaya —dijo al interrumpirme—. Por mi culpa, te encaminas a una desgracia que no mereces.

—Pero no tienes la culpa de nada, eso es lo que ellos quieren hacerte creer… Además, no soportaría que me dejes. Miranda, yo te amo.

—Y yo a ti, pero el amor no paga las cuentas…, y aunque también te amo, no puedo permitir que mis errores te quiten la oportunidad de seguir adelante, yo ya jodí mi vida castigando a ese niño.

Su mente seguía enfrascada en ese momento. Miranda no podía superar un pasado que nos hizo considerar el fin de nuestra relación como única solución para empezar de cero.

Entonces tomó su celular e hizo una llamada mientras la veía en doloroso silencio.

—¿A quién vas a llamar? —pregunté.

—A mi papá, ya te dije —respondió.

—No tienes que hacerlo, Miranda, esta conversación se salió de control, por favor cuelga y…

Cuando su papá contestó, supe que ya no había vuelta atrás. Miranda estaba decidida y nadie la haría cambiar de parecer, así que me di por vencido y acepté su decisión.

Miranda partió al día siguiente a Puerto Cristal, y la única consideración que tuve para con ella fue ayudarla a organizar su equipaje y acompañarla a tomar el taxi.

Jamás imaginé que ese momento llegaría.

La burbuja en la que nos encerramos explotó y el golpe de realidad me hizo comprender el error que habíamos cometido al creer que nuestra vida era perfecta.

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