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Endemoniado y atractivo

El reloj marcaba la hora de salida. Kayla no dejaba de pensar en lo que su padre le encomendó y no pudo evitar sentirse abrumada. No le gustaba ser la niñera, era vergonzoso y deprimente que su hermana mayor tuviera que ser tan inmadura que ni siquiera era capaz de darle importancia a su propia vida o crecimiento personal. Sin duda, era una vaga que no había hecho nada más que despilfarrar el dinero de su padre.

Ella llegó a la casona y el mayordomo abrió la puerta de la limusina.

—Bienvenida, señorita Kayla— saludó el mayordomo, inclinándose en reverencia.

—Muchas gracias, Igor— le dedicó una sonrisa. Igor era un robot computarizado, uno de los inventos del grupo Hopkins, y sin duda se convirtió en el boom de la sociedad de la élite, reemplazando a los trabajadores de tercera clase.

En la ciudad de Ágatha, la pobreza, la suciedad, los desechos y la contaminación ambiental no existían. Las empresas estaban en pleno apogeo y nadie se quejaba de los desechos tóxicos. La ciudad de Ágatha era la nueva república perfecta. En un siglo, la pobreza había sido erradicada y la natalidad estaba controlada al cien por ciento. Había prosperidad pero, por esa misma razón, los Hopkins y los Warren se habían convertido en las personas más influyentes junto a los Hopkins. Solo podía haber un grupo alto en las pirámides honorables, no dos, y para mantenerse arriba había competencia.

Kimberly estaba recostada en la sala, sus ojos cerrados y su rostro desencajado en una mueca de dolor.

—¿Qué es esta oscuridad? — cuestionó tras encender la electricidad, pero esa incógnita en la cabeza se iluminó cuando vio a su hermano irresponsable recostado en el sofá.

Ella, al ver que su hermana no tenía consideración con su fuerte migraña, empezó a despotricar en su contra.

—Apaga la maldita luz, Kayla — ordenó desdeñosamente, quejándose al sentir la luz resplandeciente invadiendo sin piedad su zona ocular.

—¿Por qué debería pagar la luz? — preguntó con seriedad—. Si quieres dormir, lo mejor sería que te fueras a tu habitación, ya que esto es una sala de estar.

Ese comentario la hizo abrir los ojos y observarla con una rabia desconocida. La detestaba por ser tan perfeccionista y por no tomarse las cosas a la ligera. "Dramática" era la palabra que para ella caracterizaba a la menor.

—¡Porque tengo un jodido dolor de cabeza! — su voz chillona la hizo cerrar los ojos y fruncir el ceño. Sin duda alguna, también detestaba cuando Kim actuaba de esa forma tan infantil.

—¿Y por qué te duele la cabeza? — rió sin gracia porque creía saberlo — a ver, supongo que es porque te pasaste la noche en una de esas discotecas clandestinas.

—No es de tu incumbencia — respondió—, no eres mi madre, Kayla, así que te voy a pedir que no te metas en mis asuntos privados.

—No intento decirte que me importa tu vida, no me interesa la manera en la cual quieras matarte lentamente. Simplemente, estoy diciendo que no te debes quejar de lo que tú misma provocaste y por esa misma razón desees privar a las personas de su comodidad porque así lo dispones tú.

—Eres una psicópata, Kayla — le dijo, mirándola fijamente.

—Dime algo que no sepa — sonrió con aire de suficiencia—. Escucha, tengo un mensaje para ti —le avisó y se levantó con suma delicadeza. En su rostro se reflejaba su curiosidad — Gabriel Bernard será tu nuevo pretendiente.

Su cara perdió el color y se levantó del sofá.

—¿Qué dices? — cuestionó, dudando si había escuchado bien—. Ese hombre será mi pretendiente.

—¿Lo conoces? — inquirió ella tratando de esconder la sorpresa.

—Por supuesto — afirmó y se cruzó de brazos — es un imbécil.

—Papá no dice lo mismo — contradijo—. Tal vez es demasiado maduro para una persona como tú.

—Supongamos que es igual que tú. Pude notar que es controlador. Serían buena pareja. Una pareja de insípidos.

—Qué graciosa eres, Kimberly.

—Lo sabes.

—¿Por qué no terminas la carrera? Lo digo porque no te urge casarte ni tener una familia...

Suspiró de una manera hostigada.

—No me gustan las responsabilidades, Kayla — contestó de mala gana—. Odio las responsabilidades.

—Pues... Supongo que ya sabes lo de tu compromiso. Es un hecho, papá no va a seguir solapando tu comportamiento. O produces o te quedas sumida en la pobreza.

Kimberly se sintió ofendida con ese comentario. No podía creer que después de todo su padre fuera tan duro. En su mente, él siempre le cumplía sus caprichos y no podía entender por qué había cambiado tan abruptamente su forma de ser.

Sin embargo, ella no se había dado cuenta que su padre había puesto los pies en la tierra. Cuando el anciano le pidió que hiciera algo por su vida ella se negó, porque suponía que podía vivir del dinero de su padre. Ignoraba que, como el anciano podía ser amoroso, también podía ser despiadado para con sus hijos, sin importarle que su sangre corriera por sus venas.

Después de que la madre murió, Kimberly cambió drásticamente. A pesar de que había transcurrido tanto tiempo, no pudo superar el dolor. Siempre intentaba querer a su hermana, sin embargo, cada vez que miraba a Kayla la odiaba porque su cabeza le decía que ella fue la responsable de su muerte.

La preeclampsia la mató, ella murió para darle la vida a Kayla y ni siquiera le importó dejar a sus dos hijos, por salvar a una bebé desconocida para ellos. Kayla vivió a costa de la vida de su madre, para Kimberly.

La detestaba y no solo era por ello. Había un fuego que quería demolerla, por el simple hecho de robar el cariño de su padre y convertirse en el centro de atención y la consentida de la casa. Lo que ignoraba era que, la menor se había ganado a pulso la admiración total de su padre por adquirir esa madurez y estar totalmente con los pies en la tierra.

—¿Por qué tanto interés? Nunca en mi vida te he visto tan interesada en lo que pueda suceder con mi vida.

Suspiró.

—Solo tengo curiosidad — se encogió de hombros—. ¿Acaso no puedo preguntarle a mi hermana sobre su vida privada?

Negó con la cabeza y sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa.

—No me casaré con Gabriel Bernard — reveló—. Estoy segura que mi padre intentará escucharme porque me tiene consideración.

—Si no te casas con él, considérate en la pobreza.

—La pobreza no existe, Kayla — replicó—. No puedes tener algo que no existe.

—Eres tan estúpida, Kimberly — murmuró—. La pobreza sí existe, solo que no la puedes ver porque está encerrada en tu cuadrada mente de concreto.

Las palabras de la menor le provocaron ansiedad y su corazón latió apresuradamente. Pero al mismo tiempo la hicieron enfurecerse de una manera terrorífica y su mano fue a parar a su mejilla, pero Kayla fue más rápida y detuvo el golpe con un puñetazo, el cual quedó aprisionado en la palma de la mano de su hermana mayor.

—Buenos reflejos — dijo tras soltar su mano—. Te lo juro, Kayla, te vas a arrepentir de todo lo que me estás diciendo.

La menor se dio la vuelta, sin ninguna emoción de negatividad porque entendía que su hermana no era lo suficientemente madura como para actuar con delicadeza, y por eso recurría a la violencia.

Si ella continuaba de esa manera lo perdería todo, pero eso no le importaba a la menor, porque su objetivo era mantener en orden la vida de su hermana mayor y esto era porque se lo habían encomendado y desde que lo aceptó se convirtió en un reto.

Sin duda alguna, sabía que podía ser tedioso; sin embargo, estaba preparada para sobrevivir al mucho estrés, era como si nada le afectara, como si ella no tuviera ningún tipo de sentimientos negativos a las acciones de los demás.

Kayla era, sin duda, una mujer con inteligencia emocional y era admirable porque muchos jóvenes a su edad se comportaban de una manera inapropiada, pero ella sabía lo que era bueno para su mente y cuerpo.

Gabriel Bernard estaba sentado en la mesa esperando por su cita. El anciano Hopkins sabía que Kimberly no estaba en condiciones para recibirlo a causa de la embriaguez, por lo que envió a Kayla para que lo recibiera.

Levantó el antebrazo para mirar su sofisticado reloj de pulsera, el cual parecía ser sencillo a simple vista.

Se estaba haciendo tarde y no lograba ubicar a la mujer; le parecía de mala educación que lo hicieran perder el tiempo, a un hombre de negocios. Y es que era evidente que no le gustaba para nada, porque podía estar usando ese tiempo en otras cosas productivas.

Su mandíbula se endureció, estaba estresado y acomodó su corbata, intentó relajarse, no quería verse como un hombre dramático, porque tenía entendido que el hombre que se dejaba llevar por sus emociones era muy peligrosamente mediocre.

La menor de los Hopkins hizo acto de presencia en la entrada y la recibieron muy amablemente. Preguntó por Bernard y el robot computarizado imprimió un papel, con el número de la mesa en la cual él estaba sentado.

No pudo evitar sentirse abrumada, ni siquiera sabía las palabras que usaría para disculparse con el hijo del distinguido señor Bernard. Era humillante, sin embargo, todo era por ganar créditos con su padre.

Estaba molesta con su hermana porque no era capaz siquiera de presentarse con su futuro pretendiente o futuro esposo, pero ¿qué se podía esperar de una persona que ni siquiera era capaz de tender su cama?

Entró y miró a la mesa tres, ahí estaba él, un hombre pelinegro, sus dedos tallaban su mandíbula, y cuando se encontró con esa mirada safiro no pudo evitar sentirse intimidada. Era frío, como un témpano de hielo, se pudo notar en su lenguaje corporal. Y no solo eso, era endiabladamente atractivo, tanto así que tuvo que disimular su mirada.

Tragó saliva, y el hombre no pudo evitar mirar sus largas piernas, le dio curiosidad por saber quién era ella, porque no era ella la chica que él estaba esperando. Kimberly era rubia y pequeña, pero esta chica estaba lejos de ser rubia, era peligrosamente pelirroja.

Cuando la chica se paró adelante, él la miró desconcertado.

—Buenas tardes — dijo. Que formal, pensó — soy Keyla, Keyla Hopkins — se presentó. El hombre esbozó una sonrisa, no le llevó mucho tiempo entender la situación.

—¿Dónde está su hermana? — inquirió, ignorando su presentación. Ella no pudo evitar pensar en lo maleducado que era.

—No pudo venir — contestó, con tranquilidad—. Yo vine en su lugar, ella no se sentía bien.

—¿Y por qué nadie me lo dijo? ¿Está consciente de que me hicieron perder el tiempo?

—Por supuesto — hizo un ademán con la mano, quería desaparecer, porque pensaba que él haría un escándalo a pesar de que se mostraba demasiado tranquilo.

—¿Y para qué vino? ¿Para hacerme perder más mi tiempo? ¿O porque su hermana quiere hacerse desear más? No estamos en el siglo XVIII.

La chica frunció el ceño.

—Solo vine hablar con usted, soy la representante de Kimberly — reveló —. Supongo que el amor no mueve su futuro matrimonio.

Se quedó en silencio.

—Qué tal si deja de cacarear como una gallina y se comporta como una persona civilizada — propuso.

Bernard arqueó una ceja por lo insolente que ese comentario fue.

—¿Acaso perdió la cabeza?

—Por supuesto que no, señor, pero es evidente que está proyectándose. Me explicó: es el único que está a la defensiva, yo, por el contrario, mantengo mi postura.

El hombre se quedó observando a esa mujer y no se equivocó cuando pensó que la chica era una mujer rebelde, todo en ella era fuego, inclusive su cabello.

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