El ataque salvaje del Cardenal Weiss había enviado a Kieran lejos en la distancia.
La única indicación de que había dejado de chocar contra el suelo o de moverse del todo era la desaparición de los violentos temblores.
A lo lejos, Kieran miraba hacia el cielo tendido de espaldas tratando de contemplar su resplandor azul brillante, pero fue en vano. La densa miasma se desplegaba a través de la Tierra de Ruina como una alfombra tóxica tejida de energías virulentas.
Era mortífera y letal, pero no lo suficientemente invasiva como para obstaculizar la constitución de un Demonio. Y lo que lograba filtrarse se quemaba hasta desaparecer por la Llama.
Después de unos momentos de intentar en vano contemplar las estrellas, Kieran se sentó y apartó con la mano su cabello salvaje de su rostro. El ceño fruncido en su cara era el último vestigio del dolor que había infligido el golpe del Cardenal Weiss.
Más allá de ese ceño fruncido, muchos pensamientos se leían en su rostro pensativo.
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