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Capítulo 6

—Tienes que tocar los acordes con fuerza. No con dureza, pero sí con fuerza. ¿Lo entiendes, Leo? Con un sentimiento fuerte. Así…

Sinaida Obramova pasó el brazo derecho muy cerca de él y apretó las teclas. Leo temblaba tanto por dentro que apenas podía concentrarse en la música, porque con tanto entusiasmo la profesora le había rozado el pecho. Ocurría a menudo porque solía sentarse muy cerca de él en el banco del piano. Casi siempre le rozaba los codos o el hombro. Esta vez había notado con claridad su suave antebrazo bajo la blusa, y le llegó una nube de su perfume. Un aroma que le resultaba ajeno y ruso y se le subía a la cabeza cuando tenía clase con ella.

—¿Lo has entendido? —preguntó, y lo miró con sus ojos negros—. Quiero oírlo. Inténtalo otra vez.

Sí, tenía los ojos negros. No castaños, ni tampoco de color marrón oscuro. Negro absoluto. Igual que el cabello y las cejas espesas que bajaba cuando se enfadaba. Era capaz de enfadarse de repente, de un segundo al otro, nunca se sabía cuándo iba a ocurrir. Luego se veía un brillo de todos los colores del arcoíris en sus ojos negros y su voz retumbaba en la profunda oscuridad. En esos momentos, él se quedaba petrificado por el miedo, inmóvil en el taburete del piano, y soportaba fascinado el arrebato. La mayoría de las veces luego ya no se acordaba por qué se había alterado tanto, pero de camino a casa aún notaba la energía que había descargado en él hasta en la punta de los pies.

Leo asintió ante su requerimiento y tocó los acordes, intentó que la pulsación fuera fuerte pero no demasiado dura, y sin equivocarse cuando se inclinó hacia la derecha para usar los agudos. Entonces ella se retiró un poco para no ser un obstáculo.

—Demasiado débil —sentenció disgustada—. Así tocan los profesores de escuela. Música doméstica para chicas jóvenes. No un concierto. No Chaikovski. ¿Dónde está el fuego? Tienes que quemar con fuego a todos los que escuchan en la sala. Con el fuego de la gran música para piano.

—Lo intentaré otra vez, señora Obramova.

—No digas que vas a intentarlo —soltó—. Di: ¡quiero!

—Quiero intentarlo.

—¡No, no, no! —gritó ella, y dio un puñetazo en el teclado del inocente piano de cola. Sonó estridente como un grito de dolor.

Leo se encogió de hombros: ya estaban otra vez.

—¿Qué quieres hacer cuando estés en la sala de conciertos? —preguntó exaltada, y la voz se volvió grave, casi masculina—. Cuando haya más de cien personas que quieran escuchar un concierto de piano de Chaikovski. Entonces no puedes intentarlo, Leo. Tienes que desearlo con todas tus fuerzas. Con toda tu alma. Tienes que enseñar todo lo que hay en tu corazón. En los dedos, en el espíritu.

Al pronunciar las palabras «corazón» y «alma» se llevó la palma de la mano a su generoso pecho, lo que era particularmente evidente cuando se quitaba la chaqueta larga. Debajo siempre llevaba alguna blusa clara con un broche de porcelana en el escote con el retrato de una gran duquesa rusa, su abuela. Esa joya era uno de los pocos recuerdos que consiguió salvar su familia al huir de Rusia. Justo después de que estallara la revolución de 1917 habían huido de los bolcheviques, los comunistas rusos, por Finlandia y Noruega hasta Alemania, porque, si no, los habrían asesinado. Su padre le explicó una vez que con toda seguridad la señora Obramova y sus padres tuvieron que vivir atrocidades y que había tenido suerte de haber encontrado un nuevo hogar en Augsburgo.

—Quiero tocar ahora —dijo cuando ella hizo una pausa.

—¡Bien! —contestó la profesora, calmada, y se levantó para caminar por la sala.

Fue un alivio para él porque podía tocar con más libertad si ella no estaba sentada al lado. Entonces Leo era él mismo, solo con la música, sin las molestas sensaciones que ella le suscitaba. El célebre Concierto para piano y orquesta n.º 1 en si bemol menor de Chaikovski era una obra muy exigente para un pianista de catorce años en el que llevaba más de un año practicando y del que, según él, aún le quedaba muchísimo por descubrir y desarrollar a nivel musical. Por no hablar de la técnica, había partes que no lograba ejecutar como debería. Sin embargo, Sinaida Obramova había insistido al director del conservatorio, el señor Gropius, para que su alumno Leo Melzer tocara esa obra en un concierto de estudiantes en el auditorio, así que habían reunido una orquesta formada por alumnos y algunos músicos profesionales. Lo dirigiría el señor Gropius en persona, que ya ensayaba dos veces por semana con los alumnos.

«Es un gran honor. Y una gran oportunidad para jóvenes pianistas», le había dicho la joven rusa cuando le dio la noticia.

Esta vez la estricta profesora quedó bastante satisfecha con su ejecución, solo le interrumpió cuando hubo terminado la introducción con los fuertes acordes de piano y justo iba a pasar al primer tema.

—Mejor, mucho mejor… ¿Ves? Cuando quieres, puedes, Leo. Casi bien, aún falta brillo, pero es suficiente por hoy. Ahora el tercer movimiento. Toca el fragmento con los saltos… no marcando el tempo, despacio y con precisión… Es difícil. Pero ánimo, puedes tocarlo.

En realidad esos pasajes eran demasiado difíciles para él. Siempre era cuestión de suerte colocar bien los saltos. Las marchas rápidas quizá le resultaran fáciles en clase, pero en el concierto probablemente no, seguro que fallaría en los puntos de mayor virtuosismo. Su profesora no lo aceptaba y le insistía en que lo repitiera.

Una vez más, no lo consiguió. Por mucho que tocara a un ritmo más lento, se equivocó varias veces. Sinaida Obramova iba de un lado al otro de la habitación, siseaba con rabia con cada nota errónea y dejaba oír sus pasos inquietos, lo que aún irritaba más a Leo.

—Si tocas así —le interrumpió al final—, me moriré de la vergüenza. ¿Dónde tienes la cabeza? ¡Otra vez, por favor!

Utilizaba el «por favor» como si fuera una orden. Leo sacudió las manos y empezó desde el principio; esta vez las notas eran las adecuadas, pero a su interpretación le faltaba expresión musical. Era muy deprimente. Practicaba esos fragmentos a diario y seguía sin conseguirlo. Lo invadió el desaliento. El concierto era dentro de tres meses. ¿Y si fracasaba, se equivocaba de nota, quizá incluso se quedaba estancado o le daba un calambre en las manos? Y todo eso delante del público reunido en la gran sala. Estaría toda su familia, sus amigos y conocidos, además de los alumnos y los profesores del conservatorio y quizá incluso el alcalde. Daría una imagen lamentable y vergonzosa delante de todas esas personas. Aún peor: pondría en ridículo a Sinaida Obramova. Antes moriría que hacerle eso.

—Bien. Suficiente por hoy —dijo la profesora, y se acercó al piano—. Pasado mañana me tocarás esos fragmentos sin errores. No pienses, salta con coraje y tocarás la nota correcta.

Su voz se había vuelto dulce, y le acarició el cuello. Lo hacía con frecuencia, con él y con otros alumnos. A Leo le molestaba porque le parecía que le acariciaba como premio por una buena interpretación. En realidad le rondaban en sus sueños muchas otras ideas de cómo podía recompensarle por su buen trabajo. Por supuesto, solo eran sueños, pero ella aparecía muy a menudo. Casi todas las noches.

Leo guardó las partituras, el lápiz y el bloc de notas en la cartera de piel, se puso la chaqueta y se colocó el gorro.

—Hasta pasado mañana, entonces.

Ella se le acercó, era de su misma altura, y le tendió la mano para despedirse con un firme apretón de manos.

—Do svidania… Hasta entonces —dijo, y le sonrió.

Luego se dirigió a la ventana, apoyó las dos manos en el alféizar y miró hacia fuera. Siempre dirigía la vista hacia el nordeste, donde se encontraba su hogar perdido. Una vez le contó que pensaba con frecuencia en su infancia y su juventud y sentía una gran nostalgia de Rusia. Durante los días siguientes pensó en cómo podía consolarla. Cuando sacaba el tema a colación, ella no entraba en detalle. Probablemente su corazón escondía abismos y heridas que ocultaba a todos los demás. Era como la buena música, solo revelaba su belleza y su profundidad a aquellos que se comprometían del todo con ella.

El cielo se había cubierto con nubes de color gris como el mármol, el buen tiempo primaveral hizo una pausa y soplaba un viento frío en Maximilianstrasse. Leo se levantó el cuello de la chaqueta y entornó los ojos hasta convertirse en finas ranuras porque el viento levantaba mucho polvo. En sus oídos sonaban notas y melodías, sobre todo el concierto para piano de Chaikovski, además de otros que le salían solos y que él se apresuraba a contener. Era curioso porque en su cabeza las imágenes y los ruidos se convertían a menudo en sonidos, y a veces le daba miedo por si se trataba de alguna enfermedad. En todo caso, esos peculiares tonos no le gustaban cuando necesitaba poner toda su concentración en el concierto de Chaikovski.

En realidad debería haberse ido a casa en tranvía porque aún le quedaban deberes por hacer y luego quería practicar con el piano, pero no había tenido el coraje de dejar que su amigo Walter, que no podía tocar su querido violín, se quedara en casa desconsolado, así que se dirigió a paso ligero hacia Perlach para subir por Karolinenstrasse hacia Spenglergässchen. Desde la pelea, Humbert llevaba a Leo en coche todas las mañanas al colegio y daba un rodeo para recoger a Walter. Para Marie Melzer era importante que la señora Ginsberg no tuviera preocupaciones. A Leo, en cambio, le daba cierta vergüenza porque sus compañeros se reían de él.

—El conde de las tonterías y su bufón —bromeó uno, y los dos amigos hicieron como si no lo hubieran oído.

—No vale la pena discutir con idiotas —fue el comentario de Walter, que llevaba el brazo doblado en una venda negra y seguía sin poder mover los dedos. Además de la fractura, había quedado dañado un nervio importante, según le contaron los médicos en la clínica, pero con suerte se recuperaría.

Por eso, después del colegio, Walter se quedaba solo en casa, leía libros, estudiaba partituras y procuraba practicar el arte de la paciencia. No era fácil porque nadie podía decirle con seguridad si el nervio se recuperaría de verdad o si se quedaría con los dedos inmóviles para siempre. Leo quería pasar por lo menos un rato con Walter para animarle, y de paso aprovecharía para copiar los deberes de matemáticas. Su amigo era bueno en matemáticas, una asignatura que para Leo siempre sería un misterio.

Tuvo mala suerte porque por Karolinenstrasse se le acercó un automóvil en el que iban Robert y Kitty Scherer. Su tía lo vio enseguida, le hizo una seña para que se acercara y el tío se detuvo junto a la acera.

—Sube, nosotros vamos a la villa de las telas. ¿Has visto quién va con nosotros en el coche?

Leo no se alegró mucho con el encuentro porque en la parte trasera iba sentada su prima Henny, la hija de Kitty, y al lado la tía Tilly, que vivía en Múnich y había llegado el domingo para celebrar el cumpleaños de su madre.

—Es que quería ir a visitar a un amigo…

—Pero ¡Leo! —exclamó la tía Kitty, y sacudió la cabeza—. A tus padres no les gusta que deambules solo por la ciudad. Y me parece muy bien después de todo lo que ha pasado últimamente.

No sirvió de nada, tuvo que subir al asiento trasero y, para colmo, la tía Kitty empezó a contar toda esa vergonzosa historia de la pelea porque la tía Tilly aún no lo sabía. Henny, ese mal bicho, adornó el relato con detalles que no se correspondían en absoluto con la verdad, sino que destacaban sobre todo su papel de salvadora.

—Es horrible —comentó el tío Robert al final—. En cualquier caso, fue contra Walter Ginsberg, porque es judío. Tendré que hablar con su madre.

A Leo le caía bien su tío, sobre todo porque había vivido en Estados Unidos y conocía mundo. Hablaba inglés con fluidez, incluso español; además, le encantaba la música y le gustaba escuchar cuando Leo practicaba con el piano. No era muy mayor, solo algo más que Kitty, pero ya lucía unas cuantas canas en las sienes. El bigotito, en cambio, era muy oscuro, y según la malvada Henny se untaba una pomada de una lata redonda.

—¿De qué quieres hablar con la señora Ginsberg, tío Robert? —preguntó Leo, que recibió una respuesta tras una breve vacilación.

—No te asustes —dijo el tío por encima del hombro derecho—. Si yo fuera judío y hubieran atacado a mi hijo en plena calle, sacaría mis conclusiones y emigraría.

Leo abrió los ojos de par en par, horrorizado. ¿Acaso el tío Robert quería convencer a la señora Ginsberg de que se fuera de Augsburgo? Entonces perdería a su mejor y único amigo.

—¿Adónde van a irse? —balbuceó, disgustado.

—Robert tiene amigos en Estados Unidos —intervino la tía Kitty—. Acogerían a la señora Ginsberg y la ayudarían. Robert dice que no se puede emigrar sin amigos y un puesto fijo. Podría colocar a la madre de Walter de dependienta en una panadería, ¿verdad, Robert? Eso me dijiste, ¿no?

Su marido lo confirmó asintiendo.

—¿Y cómo lo harán? —se alteró Leo—. Walter necesita un conservatorio, quiere ser violinista.

—En Estados Unidos también hay buenos profesores de violín. Pero no te preocupes por ahora, Leo. Solo es una idea, y puede que la señora Ginsberg decida no irse de Augsburgo.

—Seguro que no lo hará —aseveró Henny—. Tendría que dejar a la tía Marie en la estacada, y ella siempre dice que sin la señora Ginsberg su tienda de moda estaría perdida.

Leo se calmó un poco al oírlo. Henny podía ser un incordio, pero esta vez había dicho algo muy sensato. No, seguro que la señora Ginsberg no emigraría.

El día le deparaba más desastres. Cuando el tío Robert detuvo el automóvil frente a la entrada de la villa, oyeron de repente la voz exaltada de Dodo en una de las ventanas de la primera planta:

—¡Mamá! ¡Mira! ¡Ha llegado la tía Kitty, y viene la tía Tilly en el coche!

A Leo le sonó casi como una llamada de auxilio. Mientras todos miraban hacia arriba, apareció su madre en la ventana.

—¡Tilly! —gritó ella—. ¡Llegas caída del cielo! Sube rápido. Kurti apenas respira… ¡tienes que ayudarnos, se ahoga!

Todos se bajaron a toda prisa del coche y corrieron hacia Humbert, que ya había abierto la puerta de entrada, tras la cual estaban reunidos los empleados, asustados. Brunnenmayer lucía una expresión como si hubiera muerto alguien, Else estaba llorando, por supuesto, y Liesl llevaba una palangana con pañuelos mojados y humeantes. La tía Tilly atravesó el vestíbulo corriendo como una velocista, se quitó el abrigo por el camino y se lo lanzó a Gertie, que lo atrapó junto con el sombrero.

—Dios mío —dijo la tía Kitty, que se había parado a hablar con los empleados—. ¿Por qué no ha venido el doctor Greiner? Siempre viene por cualquier bobada, ¿no lo habéis llamado?

Hanna salió de la cocina con los ojos rojos de haber llorado.

—Ha sido muy rápido —aclaró—. Ayer el niño tenía dolor de garganta, entonces la señora Melzer riñó a Rosa por haber estado en el parque con los niños y porque Kurti acababa de superar la escarlatina.

Costaba entenderla por el escandaloso llanto de Else, que no paraba de sonarse con el pañuelo.

—Eso es una irresponsabilidad —se indignó la tía Kitty—. Salir al parque con un niño que no está del todo sano… ¡Esa Rosa es más tonta que hecha de encargo!

—Entonces seguro que no es un resfriado normal —comentó el tío Robert—. Suena más bien a difteria. ¿Tosía? ¿Una tos rara, hueca, no como suelen toser los niños?

Fanny Brunnenmayer y Liesl no lo sabían bien, con Else no se podía hablar, pero Hanna en cambio estaba informada, había dormido con Kurti la noche anterior.

—Por la noche no, solo por la mañana. Tenía una tos extraña y la respiración ronca. Estaba muy quieto, no ha querido comer nada y no podía tragar el té caliente. Luego hemos ido a buscar al doctor Greiner, que le ha recetado unas pastillas para la garganta.

—¡Pastillas para la garganta! —exclamó la tía Kitty, que miró indignada al tío Robert—. ¿Has oído? Le ha recetado al niño pastillas para la garganta. ¿Sabes qué? El doctor Greiner se está haciendo mayor. Marie tendría que haberse buscado otro médico de familia mucho antes…

—El doctor Greiner ya tiene un sucesor, pero estaba fuera visitando a un enfermo, por eso ha vuelto a venir él —les informó Hanna.

De repente se oyó un tumulto por detrás, en la cocina, y oyeron la voz de Gertie que pedía agua hirviendo, además de un cuchillo afilado y un tubito…

—¿Qué tipo de tubito? —preguntó Brunnenmayer, nerviosa.

—Un tubito pequeño, de metal, como una pajita pero más firme… Mira en el cajón de la cocina.

—No tenemos nada parecido —gritó la cocinera, que volvió corriendo a la cocina.

La tía Kitty clavó la mirada en el tío Robert, presa del pánico, con los ojos desorbitados.

—Cielo santo —susurró—. ¿Un cuchillo? ¿Qué pretender hacer Tilly?

Su marido la rodeó con el brazo. Lo hizo con mucha ternura, la atrajo hacia sí y le susurró algo. Leo, que tenía muy buen oído, entendió las pocas frases que dijo.

—Le va a hacer una traqueotomía. Es la única opción. Si se lo hubieran hecho a mi hija pequeña, no habría…

Antes de que pudiera terminar, la tía Kitty se arrimó a él y le dio un fuerte abrazo. Leo se sintió cohibido al verlos tan abrazados y presenciar cómo la tía Kitty le daba un dulce beso en la mejilla a su marido. El tío Robert no había contado mucho sobre su primer matrimonio en Estados Unidos, salvo que fue muy desgraciado. Al parecer tuvo una niña que murió de difteria. ¡Era horrible! De pronto, Leo fue consciente de que la vida de su hermano pequeño pendía de un hilo. Kurti, esa criatura tan alegre, que iba por ahí tan contento con sus coches de juguete de colores y a veces se metía en su cama a primera hora de la mañana para pelearse un poco con él, ¡podía morir!

Ya nada pudo retenerlo en el vestíbulo, subió corriendo la escalera y quiso entrar en la habitación de Kurti, pero la tía Lisa le prohibió la entrada.

—Aquí molestas, Leo —dijo—. Ve a la cocina y di que traigan el agua hirviendo de una vez.

En ese preciso instante salió su madre de su habitación y lo apartó a un lado de un empujón.

—Aquí tienes un tubito, Tilly. ¿Puedes usarlo? Es una pieza para alargar un lápiz.

—Sí, eso tendrá que servir. ¿Dónde está el agua hirviendo? ¿Habéis vuelto a llamar al médico nuevo? Dile a Paul que lo intente desde la fábrica. Deja los paños encima de la cama, Gertie.

—Lisa, ¿sabes dónde está mamá? —preguntó su madre desde el interior de la habitación.

—Tiene migraña y está tumbada en la cama.

—¡Gracias a Dios!

Leo estaba en el pasillo, paralizado por el miedo, cuando Hanna apareció con una olla humeante, luego oyó los lloros roncos de su hermano pequeño y se imaginó que Kurti iba a morir. Se sintió mal, se tambaleó hacia atrás, hacia el gran armario ropero, y se desplomó en el suelo. Oyó a lo lejos la voz de Tilly que daba instrucciones, también que llamaban al timbre abajo pero nadie abría la puerta.

—¡Humbert! —gritó alguien—. ¿Dónde te has metido? Por el amor de Dios. Liesl, abre la puerta.

Era Fanny Brunnenmayer la que gritaba enfadada. Justo después apareció la ayudante de cocina en el pasillo de la segunda planta seguida de un joven con un maletín médico de piel en la mano.

—Por favor, por aquí, señor doctor —dijo ella, y llamó a la puerta de la habitación de Kurti.

El médico no esperó, apartó a la ayudante de cocina y entró sin más.

—¿Doctor Kortner? Soy la madre del niño —se presentó Marie—. Por fin. Una familiar mía le ha hecho una traqueotomía, es médico.

—Era lo único correcto, querida colega, no todo el mundo consigue mantener la calma y la visión de conjunto en semejante situación, es impresionante —la elogió el joven—. Lo lamento mucho, siento haber llegado tan tarde. Espere, que le echo una mano.

Leo no oyó nada más porque cerraron de nuevo la puerta de la habitación. Reconoció vagamente a su prima Henny, que estaba delante de él con un vaso en la mano.

—Bébete esto —ordenó, y se agachó hacia él en el suelo—. Los desmayados tienen que beber mucho, así recuperan la vida.

Obediente, Leo cogió el vaso y bebió un sorbo del mosto de manzana, incapaz de creer que fuese a sentirse mejor.

—¿Kurti se va a morir? —le preguntó a Henny.

—Aún no —contestó ella, y puso una cara como si fuera médico—. La tía Tilly le ha hecho un agujero en la garganta y le ha metido un tubito. Para que pueda volver a respirar. ¿Leo? ¡Hola! Madre mía, es verdad que los chicos no aguantan nada.

Leo escuchó esa última frase, luego de pronto todo quedó definitivamente a oscuras. Los fantasmas alborotaban en la negra noche, unos cánticos salvajes le aturdían los oídos, vio a Sinaida Obramova que daba vueltas sobre sí misma, cada vez más rápido y con los brazos extendidos.

Cuando volvió a abrir los ojos estaba tumbado en su cama. Sobre él pendía el rostro preocupado de su hermana Dodo.

—Vaya, hermanito, nos has dado un buen susto —afirmó—. En cuanto Kurti mejora un poco, tú apareces blanco como un cadáver en el pasillo y ni te mueves.

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