Natsuku observó con desconcierto la agilidad inhumana de Kiyo. Sus movimientos, daban la impresión de fluir sin esfuerzo, como si todo a su alrededor transcurriera más despacio
—Esto va a ser interesante —Comento Nazuku.
Sin perder un segundo más, se lanzó hacia Kiyo con la velocidad de una sombra, lanzando un golpe directo a su rostro. Pero Kiyo, esquivó con un ligero giro, como si el ataque avanzara a cámara lenta. Un izquierdazo siguió el embate, pero Kiyo lo evitó con la misma facilidad, devolviendo un rodillazo preciso al estómago de Natsuku. Esta vez, el impacto fue palpable, incluso a través de la armadura que protegia su Cuerpo.
¿Esto es todo lo que tienes? —se burló Kiyo, esbozando una sonrisa de superioridad—. Vamos, Natsuku, me estás aburriendo
—Típico humano, confiando en la suerte —gruñó Natsuku—. Esto recién comienza.
Natsuku lanzó una ráfaga de golpes desde todas direcciones, pero Kiyo los esquivaba. A pesar del ardor en su pecho, Kiyo disfrutaba del combate, observando cómo todo a su alrededor se movía lento.
Natsuku blandió su espada, con la intención de acabar con su oponente de un solo tajo. Sin embargo, Kiyo, esquivó el corte mortal. Los ojos de Natsuku se llenaron de una frustración, y con un arranque de desesperación, lanzó una serie de tajos frenéticos. La hoja rozaba la carne, pero nunca se hundía lo suficiente.
Pero Kiyo no titubeó. Su contraataque fue implacable. Dos puñetazos encontraron el rostro de Natsuku, seguidos de un par de golpes certeros en su abdomen. El apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que uno de esos golpes, precisos y firme, impactara cerca de su mano, obligándolo a soltar la espada.
Kiyo no dejó pasar la oportunidad. Agarró la cabeza de Natsuku, disfrutando el momento, y la estrelló contra su rodilla. , mientras el hombre caía con un tambaleo, desorientado, incapaz de comprender cómo había caído tan bajo.
—Dime, ¿por qué están buscando a Kirata?
En un acto casi reflejo, Kiyo dirigió su mirada a la espada que yacía en el suelo, un brillo de decisión en sus ojos. Sin pensarlo dos veces, se abalanzó sobre el arma, pero apenas sus dedos se cerraron en torno al mango, un fuego abrasador se extendió por su mano y brazo, como si hubiera tocado la mismísima esencia del infierno.
El calor era tan intenso que sentía cómo su piel se quebraba, como si cada célula ardiera al contacto. El calor le quemaba la palma, obligándolo a soltarla con un gemido ahogado. Una mueca de dolor se dibujó en su rostro mientras sacudía la mano en un intento fútil de mitigar la quemadura.
Natsuku, observó cómo Kiyo intentaba recuperarse. El no necesitaba más invitación; en un instante, se lanzó sobre él, moviéndose como una bestia depredadora que olfateaba la fragilidad de su presa.
Sin vacilar, se lanzó sobre él, un golpe brutal alcanzó el estómago de Kiyo, dejándolo sin aire, seguido de una patada que lo derribó con estrépito. El dolor de la quemadura y el impacto de los golpes se mezclaban en un solo torbellino de agonía, mientras Kiyo intentaba desesperadamente aferrarse a la conciencia.
Con una sonrisa de desdén que curvaba sus labios, Natsuku lo miraba desde arriba, como si la victoria ya le perteneciera.
—¿De verdad crees que un simple mortal como tú puede manejar las armas de mi especie? —preguntó con un tono impregnado de burla—. Ni siquiera puedes soportar el calor de su contacto. Estas armas no están hechas para seres tan insignificantes.
El se lanzó de nuevo, esta vez con una ferocidad casi primitiva. Sus puños y piernas se movían como una tormenta desatada, cada golpe cargado de satisfacción.
Los golpes cayeron sobre Kiyo con una intensidad inhumana. Su cuerpo se retorcía con cada impacto, el dolor siendo la única constante. Intentaba protegerse, buscar una abertura, pero los ataques de Natsuku eran como una marea imparable, aplastante. Su risa resonaba en el aire, alimentada por la agonía de Kiyo, como si cada grito fuera música para sus oídos.
Desde la distancia, mis ojos se llenaban de impotencia al ver cómo Kiyo soportaba cada golpe. Era como si, con cada embate, viera mi propio cuerpo fragmentarse.
Mi cuerpo reaccionó antes de que pudiera pensar, moviéndome casi por instinto. No había tiempo para dudar; no podía dejar que siguiera así.
Mis ojos se fijaron en la espada que yacía en el suelo, esa misma espada que había quemado las manos de Kiyo. Me acerqué con pasos apresurados, sin pensar en las consecuencias. Apenas mis dedos rozaron el frío mango, una corriente oscura de sombras emergió de la espada, envolviendo mis manos como serpientes vivas. Era como si el arma reconociera mi presencia, aceptándome.
No me quemaba, no como a Kiyo, pero el peso del arma me hizo sentir insignificante. El peso de la espada era abrumador, aplastante, como si quisiera hundirme en la tierra. Cada paso que daba era una batalla en sí misma, pero no podía detenerme. No ahora. No cuando todo dependía de mí.
Sentí mis brazos temblar bajo el peso de la espada, pero avancé.
Natsuku estaba concentrado en Kiyo, seguro de su victoria, y no vio venir lo que estaba a punto de suceder. Con todas las fuerzas que pude reunir, levanté la espada y la clavé en su pecho. El impacto fue brutal. Sentí cómo la hoja atravesaba, perforando su carne e armadura como si fuera mantequilla. El cuerpo de Natsuku se tensó, y por un momento, el tiempo pareció detenerse.
Los ojos del demonio se abrieron, su incredulidad reflejándose en cada línea de su rostro. Su boca se entreabrió, como si buscara palabras que jamás encontraría.
Su cuerpo, antes imponente, comenzó a ceder, desplomándose al suelo con la espada aún incrustada en su pecho.
No había tiempo para celebrar ni para procesar lo que acababa de hacer, corrí hacia Kiyo
Me acerqué a Kiyo, su cuerpo aún temblaba ligeramente por la intensidad de la pelea. Le tendí una mano y, por un instante, nuestros ojos se encontraron. En los suyos vi una mezcla de agotamiento y sorpresa, como si no esperara encontrar ayuda tan pronto. Era un momento breve, pero el reconocimiento estaba ahí, silencioso, en el aire entre nosotros.
Antes de que pudiera reaccionar, Minata apareció corriendo hacia nosotros. Su rostro, normalmente sereno, ahora estaba marcado por la angustia. Se lanzó hacia Kiyo, rodeándolo con un abrazo tan fuerte que parecía temer que, si lo soltaba, se desvanecería en el aire.