Agosto de 1991
Tres días pasó Jenny presa del pánico. La pequeña Julia tenía fiebre, no quería leche ni papilla: a duras penas habían podido meterle con la cuchara algo de manzanilla. El pediatra de Waren contó algo de una infección que estaba afectando a muchos bebés. Tenía que beber, beber y beber. Manzanilla con un poco de azúcar, zumo de naranja, agua, infusión de menta, de hinojo: daba igual, lo principal es que fuesen líquidos. No podía deshidratarse bajo ningún concepto.
Por suerte, la abuela mantenía la calma. Hacía té, lo metía en los biberones, intentaba una y otra vez darle algo a esa cosita febril. Sobre todo, el jarabe blanquecino que el doctor le había recetado. Por la noche se turnaban cada tres horas. El domingo llegó Mücke para ayudar, pero entonces la pequeña empezó a mejorar. Era increíble. Unas horas antes seguía con casi cuarenta de fiebre y ahora pataleaba alegremente en el cambiador. Y también estaba hambrienta. Solo que lo de la leche materna se había acabado para siempre: se le había cortado a Jenny del susto. Pero de todas formas, la papilla, que la abuela enriquecía con plátano, le gustaba mucho más.
Si en algún momento se sentaban un segundo a tomar una taza de café, la abuela no paraba de hablar de Pospuscheit. No dejaba de merodear por la obra de Kalle. Supuso que estaba interesado en la casa del inspector solo para torpedearle más tarde el hotel.
—¿No te ha contado Mücke nada de Kalle? —preguntó al ver que Jenny apenas decía nada.
—No —respondió Jenny. Es cierto que Mücke seguía siendo su mejor y única amiga, pero ya no era como al principio. Lo quisiesen o no, había un tal Ulli Schwadke entre ellas.
—Pienso a menudo en Kacpar —dijo la abuela, al tiempo que escudriñaba a Jenny con la mirada—. Trabaja una barbaridad y vive con mucha sobriedad. Se pasa todas las noches arriba, en su buhardilla en casa de los Rokowski.
Jenny se rio de su abuela. No sabía que el bueno de Kacpar sembraba el terror los fines de semana en las ciudades vecinas como Waren, Neustrelitz o Güstrow y disfrutaba de la vida nocturna del lugar. Ya había ido también a Stralsund o Rostock.
—¿Y a qué se dedica allí? —preguntó Franziska, intrigada.
Jenny se encogió de hombros. Quizá se arrastraba de bar en bar y se emborrachaba. O iba al burdel. Quizá fuese homosexual…
—¡Cielo santo! —se lamentó indignada la abuela—. ¡Y yo que siempre he pensado que estaba enamorado de ti!
Eso pensaba también Jenny hasta entonces, pero al parecer se había equivocado. Ese muchacho era un misterio.
—Si es homosexual —caviló la abuela—, no me extrañaría que fuera detrás de Ulli.
Tampoco a Jenny le pareció raro.
—A los homosexuales les gustan las señoras mayores —replicó—. Tipo madres o también abuelas: ¡como tú!
De eso, por el contrario, no se rio Franziska. Solo comentó que el amor tenía muchas caras y formas, y no se podía condenar precipitadamente a nadie.
Jenny estuvo de acuerdo con ella y le pareció el momento adecuado para poner a la abuela al corriente de sus planes.
—Me gustaría ir con Mücke a Rostock. ¿Puedo dejar contigo a la pequeña Julia, ahora que ha superado lo más difícil? Podrías dar una vuelta con el carrito por el lago y a la vez pasear a Falko.
Franziska se mostró escéptica.
—Por supuesto que te concedo un día con Mücke. Pero ¿por qué precisamente Rostock?
—Una investigación genealógica —aclaró Jenny con una sonrisa inocente—. Me gustaría visitar a ese tal Walter Iversen. Al final está…
—¡Ya te he dicho que Walter Iversen está muerto! —la interrumpió la abuela furiosa.
—Lo sé. Pero a veces los nazis no decían la verdad a la gente. Afirmaban que alguien estaba muerto, ¡aunque en realidad seguía vivo!
La abuela dio tal puñetazo en la mesita de café que la vajilla tintineó. En la habitación de Jenny, la niña empezó a llorar.
—No quiero que hagas esas pesquisas. ¿Me has entendido? ¡Te lo prohíbo!
Jenny se levantó de golpe, escandalizada.
—¡No me puedes prohibir nada, abuela! También es mi familia. Y tengo derecho a conocerlos.
Su abuela la miró con los ojos fuera de las orbitas. Vaya, se había ido de la lengua en el fragor de la disputa. ¿Cómo es que no conseguía contarle a la abuela con sosiego lo que había descubierto en casa de Mine? Probablemente se debiese a que la abuela se bloqueaba enseguida en cuanto abordaba el tema «Walter Iversen».
—¡Ese hombre no pertenece a nuestra familia! —porfió obstinada la abuela.
—¿Ah, no? ¿Alguna vez te has planteado por qué tu hermana Elfriede yace bajo una lápida en la que se grabó «Iversen»? —Echando pestes, Jenny corrió a su habitación para sacar a la vocinglera Julia de la cuna.
Petrificada, Franziska permaneció sentada a la mesa de la cocina. Después puso las tazas vacías en el fregadero y abrió el grifo. Estaba tan absorta en sus pensamientos que no oyó el timbre.
—¿No está tu abuela? —se sorprendió Mücke cuando Jenny abrió tras el tercer timbrazo.
—El ambiente está cargado…
—¿Por lo de Rostock? No me digas que no te concede ni esa mínima diversión.
Jenny vaciló. No le había contado a Mücke toda la historia, solo que quería visitar a un hombre que había estado prometido con su abuela. A Mücke le pareció muy emocionante.
—Voy a verla —dijo Mücke con una sonrisa—. A preparar biberones…
La joven era experta en misiones diplomáticas. Poco después regresó con los biberones listos y anunció que podían marcharse en ese mismo instante. La señora Kettler se ocuparía de Julia.
—¡Eres fenomenal, Mücke! —exclamó aliviada Jenny y le metió a su hija el chupete en la boquita abierta.
Mücke había dicho que se tardaba más o menos una hora en llegar a Rostock. Lo sabía bien porque terminó allí su formación como maestra y durante la semana había vivido en una residencia de estudiantes.
—Rostock es muy bonito, Jenny. Allí puedes comprar como es debido. ¡Y qué centro, con esas antiguas casas patricias! ¡Y el puerto! Y también puedes ir a comer. Es una ciudad grande de verdad. No de provincias, como Waren o Neustrelitz.
Jenny la escuchó paciente y se lo imaginó. Conocía Berlín este, de ahí que pudiese visualizar sin problema las grandes ciudades de la RDA. Edificios con las típicas placas de hormigón en ediciones de lujo, quizá un par de inmuebles rehabilitados de otros tiempos, pero por lo demás todo desmoronado y podrido. Eso, por supuesto, no lo mencionaba Mücke. Se había puesto de punta en blanco y llevaba dinero porque quería ir de compras. En realidad, tenía que ir algún día hasta Hamburgo con Mücke, para que viese un par de tiendas de verdad y no gastase el dinero ganado con tanto esfuerzo en artículos de baja calidad.
Charlaron sobre ropa y los últimos peinados, sobre Elke, que había escrito contando que esperaba un bebé y Jürgen estaba loco de alegría. Después, Mücke le confesó que quizá cerrasen la guardería de Dranitz porque antes pertenecía a la cooperativa de producción agrícola y la nueva dirección no quería hacerse cargo de ella.
—No importa —respondió Jenny—. Tendrás un trabajo en nuestro hotel. Así ya no tendrás que lidiar con los pequeños mocosos.
—Pero me gusta hacerlo —objetó Mücke—. Me gustan los niños, son muy sinceros y todavía no tan retorcidos como los adultos. —Entonces contó las horribles historias de gente que había trabajado para la Stasi y espiado a sus amigos y familiares. Incluso el pastor del pueblo vecino había estado en la Stasi. Algunos en la zona ya lo sospechaban, porque en 1986 le concedieron de buenas a primeras un viaje al Oeste. Algo así era imposible para la gente normal, por lo que debía de tener contactos. En enero de 1990, el pastor se marchó al Oeste y se quedó allí.
—¿Y en Dranitz? —preguntó angustiada Jenny—. ¿Había también alguno que trabajase para la Stasi?
Mücke dijo que en la cooperativa habían descubierto a una o dos personas, pero que habían escapado a tiempo, pues de lo contrario les habría ido muy mal.
Jenny comprendió que la gente en esa parte de Alemania había vivido cosas totalmente distintas que ella. La Stasi: eso recordaba a la Gestapo, entonces bajo el poder de Hitler. Qué horrible no poder confiar ni en los mejores amigos. Con todo, era una tierra muy bonita. Tan extensa y verde bajo el veraniego cielo azul claro. Por todas partes se veían pequeños pueblos y antiguas casitas de campo, y en medio conventos desmoronados, lagos que resplandecían verdosos a la luz del verano, sobre los que flotaban veleros blancos. Y los románticos paseos: en el Oeste ya no existía algo así, habían talado todos los árboles a derecha e izquierda de las carreteras. Por los accidentes. Aunque se conducía más despacio si las verdes copas de los árboles se doblaban sobre los coches y el sol centelleaba como una dorada lluvia.
Rostock era exactamente como se lo había imaginado. El tranvía que circulaba por allí ya se había jubilado en la RFA en los años sesenta. Casas estropeadas, de las que aún se intuía que habían sido lujosas y bonitas. Delante había coches occidentales. No fallaba. De vez en cuando destacaba un puesto de pizza como una mancha de color rojo entre el gris uniforme. También se habían enlucido los antiguos nombres de negocios con letras llamativas.
El «progreso» les había traído una droguería y un indio que vendía camisas de colores en la tienda de plumas estilográficas. Los extrarradios eran aún más feos, llenos de bloques de cemento y pequeñas casuchas de las que se desconchaban el revoque y la pintura. ¿Por qué los orientales no tenían materiales de construcción decentes? No tenía sentido esforzarse si aun así todo se volvía a despedazar.
—Ahí detrás, en el cruce a la derecha —la dirigió Mücke—. No, esta no, la siguiente…
El empedrado estaba aún más accidentado que en la carretera comarcal. A quien condujese deprisa por aquí con el Trabant le tenía que doler el trasero muchísimo. La señora de información había dicho que la dirección que buscaba era la Ernst-Reuter-Straße, 77; eso sonaba muy a la RDA.
Pasaron por delante de innumerables edificios grises de hormigón, bloques de viviendas de cuatro pisos con tejados planos, un prado de maleza delante, un arbusto aquí y allá; detrás, alguien había plantado un pequeño huerto.
—Después te enseño el centro —dijo Mücke, a la que esa zona desolada tampoco le gustaba demasiado—. Allí hay una fuente genial y tiendas elegantes. Eh, para. Ese es ya el setenta y cuatro. ¿Dónde vive Iversen? Setenta y siete, ¿no? Es justo allí enfrente.
Jenny frenó y aparcó en la acera, junto a un arce medio seco. Así que aquí vivía el tal Walter Iversen, el gran amor de su abuela. Venido bastante a menos, le pareció. Definitivamente, la abuela había llegado más lejos.
Con Mücke, estudió la multitud de botones junto a la entrada. Siempre vivían dos inquilinos en cada piso, pero a veces también había varios apellidos en una etiqueta. Walter Iversen vivía en el último piso del lado derecho. La cosa se ponía seria.
Jenny pulsó el botón blanco. Esperó. No pasó nada. Intercambió una mirada con Mücke y volvió a llamar. Tampoco hubo respuesta.
—Quizá sí que haya muerto —señaló Mücke—. O se haya ido al Oeste.
Jenny retrocedió y miró hacia arriba. Había cortinas en las ventanas, lo que significaba que allí también vivía alguien.
—Subamos a ver —decidió Mücke y abrió la puerta, que solo estaba entornada.
El vestíbulo estaba fregado, pero olía a moho y en los rincones se caía la cal. La pintura predominante era gris. Como en todas partes. Subieron la escalera y miraron con asombro los trastos que los inquilinos habían depositado en el pasillo junto a sus puertas: botas de goma, paraguas, cochecitos, bicicletas, cartones, correas, juguetes de todo tipo. Junto a la puerta de Walter Iversen no se veía nada, salvo un montón de polvo. Y un llamador amarillento y una placa.
Jenny llamó, pero, una vez más, nadie abrió. Decepcionada, se apoyó contra la pared y miró por la diminuta ventana del pasillo. Se podía ver un campanario y algunos edificios de ladrillo. ¿El ayuntamiento?
—Preguntemos enfrente —sugirió Mücke, que se dirigió a la puerta del otro lado, junto a la que se amontonaban varios cartones.
Por fin tuvieron suerte. Una señora mayor les abrió, sonrió con amabilidad y señaló con el índice las cajas de cartón.
—He puesto las cosas ahí.
Se llevó una gran decepción cuando Jenny aclaró que buscaban al señor Iversen y no tenían nada que ver con las cajas de cartón.
—Pensaba que venían del municipio. Están recaudando dinero para África. —Pescó las gafas del bolsillo de su delantal y examinó a las dos jóvenes, desconfiada—. ¿Qué quieren del señor Iversen? —preguntó, agresiva. La tranquilidad de su vecino no parecía serle indiferente.
—Solo nos gustaría preguntarle algo. Un asunto privado… ¿Está quizá de viaje? —Jenny puso su sonrisa más cautivadora.
—No —respondió la vecina y sacudió la cabeza, de pelo corto y cano—. Solo ha ido a comprar. De hecho, tiene que volver enseguida, tiene que traerme un litro de leche y tres cebollas.
Mücke agradeció la información y dijo que entonces esperarían al señor Iversen en el pasillo.
Cuando la vecina cerró la puerta, se sentaron junto a la de Walter Iversen. Mücke sacó del bolsillo unos caramelos de menta, y Jenny las galletas de mantequilla que la abuela había comprado para Julia. Mücke habló de la época de su formación en la academia de pedagogía y de lo marimacho que era su instructora. De vez en cuando miraban por la ventanita para comprobar si se veía a alguien en la calle que pudiera ser Walter Iversen. Dos veces pensó Mücke que era él, pero fue una falsa alarma. Cuando a Jenny, pese a los caramelos de menta y las galletas de mantequilla, le empezaron a sonar las tripas, pensaron si la extraña vecina nos les habría engañado.
—Está como una regadera —susurró Jenny, sacudiendo la cabeza—. Lo de los cartones me pareció muy raro. Mücke, creo…
En ese instante oyeron pasos en la escalera. Mücke empezó a toser porque se atragantó del susto con la última galleta, y el pulso de Jenny se acercó a la máxima frecuencia. Un sombrero apareció en el descansillo, uno anticuado de caballero. Después un rostro, unos hombros, una chaqueta marrón. Una bolsa de malla amarilla, pantalón gris, zapatos negros. El hombre subía los escalones despacio, pero con constancia y paso firme. Jenny lo miró: arrugas en el cuello y las mejillas, bien afeitado, cejas canas y pobladas, ojos profundos. Una boca fina, un poco torcida hacia abajo. Mirada atenta, desconfiada.
—¿Señor Iversen? —Jenny constató que su voz sonaba bastante débil.
El hombre se detuvo en el descansillo y miró a Jenny. Con los ojos como platos, abrió la boca para decir algo, pero no lo hizo.
—Es usted el señor Iversen, ¿no? —insistió Jenny.
—Por favor, disculpe el asalto. Nos gustaría hablar con usted. Se… se trata de un asunto familiar.
¿Estaba sordo? La seguía mirando, incapaz de apartar su mirada de ella, y se paró en el último escalón tieso como un palo, completamente inmóvil. Solo la bolsa se balanceaba de un lado a otro. Dentro había un paquete de café, un litro de leche, cebollas y tres plátanos.
Jenny buscó la ayuda de Mücke, que seguía tosiendo.
—Venimos de Dranitz —soltó por fin la joven, después de haber carraspeado tres veces—. Es un lugar pequeño cerca del lago Müritz. Mi amiga es la nieta de la propietaria de la finca. Pensábamos que conocía a la señora Kettler… Antes se llamaba Franziska von Dra…
—¡No! —exclamó él. Sonó como una amenaza. O como un grito de socorro.
Por fin se puso en movimiento, se dirigió a su puerta, sacó precipitadamente un manojo de llaves de la chaqueta y perdió dos veces el ojo de la cerradura antes de conseguir abrirla.
—Entonces ¿no conoce a mi abuela? —Jenny intentó que no cerrara la puerta—. ¡Pero no puede ser! Estuvo prometido con ella, señor Iversen. Y luego se casó con su hermana Elfr…
Iversen se apartó, entró en el piso y dio un portazo tras de sí.
—¡No puede ser verdad! —exclamó decepcionada Jenny—. ¿Por qué huye del pasado? ¡Si cree que lo voy a dejar en paz, se ha equivocado, comandante Iversen! —Alzó los puños para golpearlos contra la puerta, pero Mücke le cogió los brazos y los apartó de la puerta.
—No es motivo para ponerse histérica, Jenny —la tranquilizó su amiga—. Venga, vayámonos. Si no, la vieja loca nos va a reñir.
A regañadientes, Jenny reconoció que Mücke tenía razón y empezó a bajar la escalera. Quizá había sido demasiado optimista. En realidad, creía que Walter Iversen se alegraría. Que le echaría los brazos al cuello de alegría y entusiasmo. Por el contrario, se había refugiado en su cueva para levantar una barricada.
Cuando volvieron a estar en la calle, miraron a las ventanas. Ahí estaba. Las observaba con los brazos apoyados en el alféizar.
—Primero tiene que asimilarlo —la consoló Mücke—. Ven, vamos de compras. Te enseñaré el ayuntamiento y luego iremos al puerto. Y antes iremos a un mesón típico del Báltico a comer pescado.
Abatida, Jenny siguió a su amiga hasta el coche.