(Geoffrey, por cierto, dijo una vez que no había ninguna experiencia tan intensa como —dejando a un lado el cagar— la de dejar que el ser amado te reviente los granos).
En el Ayuntamiento de Kensignton, contraído sobre mi escritorio como un alero de rugby, tuve una secuencia de (débiles) crisis de identidad, con un trío de sir Herberts mirando curiosamente por encima de mi hombro, y mi letra cambiaba radicalmente a cada nuevo párrafo. Cuando miraba el reloj, pensaba: Rachel, Rachel; o bien, «¿Quién soy? ¿Se puede saber quién diablos soy?».
El examen de crítica literaria. Expliqué un soneto de Donne y alabé, disimulando mi falta de entusiasmo, una quejumbrosa endecha de un tal John Skelton. Había que comentar un texto sobre D. H. Lawrence que hablaba de lo apasionado y sincero que era D. H. Lawrence: el típico rollo manido que traté con mi característica erudición. Finalmente, le pegué una paliza a uno de los peores críticos de Gerald Manley Hopkins, insinuando implícitamente que ya era hora de que quemásemos todas las ediciones existentes de la poesía de ese paliza; las correcciones se limitaron a sustituir algún «y» por un «pero», y cambiar algún «además» por un «sin embargo».
Aproveché la oportunidad que me brindaba el examen sobre literatura inglesa para escribir durante tres horas sobre Blake exclusivamente, con la intención de que los examinadores me clasificaran como el clásico candidato excéntrico-pero-brillante-muy-brillante. Arriesgado, lo sé; pero tuve la picardía de permitir que se me notaran mis amplias lecturas (de libros que casi nadie lee): los Libros Proféticos, Milton, Dante, Spenser, Wordsworth, Yeats, Eliot y, sí, Kafka. «Magnífico, magnífico», susurraron a mi oído los catedráticos.
Estuve además todo el rato estabilizando mis nervios con numerosas demostraciones de aplomo, a fin de desmoralizar a los demás candidatos. Carcajadas sonoras en cuanto leía las preguntas, alegres excursiones en busca de más papel a la media hora de haber empezado, para regresar a mi sitio a través de la muchedumbre murmurando frases como «… está tirado…, esto lo aprueba cualquiera…».
Debido a algún capricho de los profesores, la última prueba consistía en pedirle al estudiante que escribiera durante un par de horas en torno a una sola palabra. Se podía elegir una de estas tres: Primavera, Memoria y Experiencia. Yo tomé la última. La Biblia, The Pardoner's Tale, Hamlet-Lear-Timon, otra vez Milton, otra vez Blake, Housman, Hardy, Highway, para cerrar, casi en pleno delirio, exhortando al ser humano a que empezara de una puñetera vez a amar a su prójimo, o se tirase al pozo.
Cuando salí, arrastrado por una marea de chicas de piernas gordas y apáticos paquistaníes, anulado por quince horas de palabras y varios meses de confusas aspiraciones, y nací ceñudo y parpadeante al aire libre, me encontré —con sus ojos redondos, su vestido blanco, su presencia inmaculada— a Rachel. La besé durante un minuto entero mientras la muchedumbre se dispersaba a nuestro alrededor. Nos alejamos hacia el parque convertidos en una lenta confusión, en un amasijo de brazos entrelazados y cuerpos apretujados, hacia el vecino parque, para una vez allí tendernos sobre la fría hierba de otoño envueltos en nuestros pesados abrigos. Sonaban en nuestros oídos los trinos de cansados pájaros, tan necios que al vernos creyeron que ya era primavera otra vez, los gritos de los niños, y —tal fue nuestra suerte— el zumbido de la cámara de cine de un perverso. En nuestras narices el olor de los árboles, de la tierra, de nuestros cuerpos. Ay, mi juventud.
Cinco días más tarde, dice mi diario, la tarde anterior a la fecha en la que tenían que regresar los padres de Rachel, esta bajó corriendo la escalera y entró en mi habitación.
—¿Sabes qué? —dijo.
—¿Qué? —El candidato al ingreso en la universidad de Oxford aparecía en estos momentos en camiseta y pantalones kaki, y sus negros barros nasales planeaban por encima de la cartelera del Evening Standard. Estaba eligiendo la película que íbamos a ver. Un día de fiesta.
—¡Jenny tendrá el niño!
—¿Qué niño?
—El suyo.
Claro, claro.
—Ya entiendo —dije—. Norman quería que Jenny abortase. ¿Era eso?
—Y ahora en cambio dice que lo tenga.
—Y por eso antes era un asesino.
—¿Qué?
Naturalmente, siendo chicas las dos, apenas pisó Rachel la casa, Jenny la convirtió en su confidente. Estaba embarazada de tres meses. Lo estaba desde mi llegada allí.
—Joder —dije—. Dentro de seis meses voy a ser tío.
—¿No es maravilloso?
—Oh, sí. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Me pidió que no se lo dijera a nadie.
—Ya, pero ¿por qué no me lo dijiste a mí?
—No era asunto mío.
—Mmm. Supongo que ahora ya no se separarán. Seguramente Norman ha tomado una decisión. Lo más probable es que no quisiera sentirse atado. Pero ¿sabes por qué cambió de idea?
—No lo sé. Jenny subió corriendo y solo me dijo que él estaba dispuesto a dejar que lo tuviera.
Pensé que seguramente Norman no debió de decírselo de esta forma tan ambigua, a no ser que hubiese acompañado las palabras con un amable coscorrón para mi hermana. Bien. Kevin Entwistle ya estaba a estas alturas golpeando machistamente todos los rincones de la matriz de mi hermana, peinándose, fumando, planeando guarradas. Hubiese subido corriendo para felicitarles, o algo así, pero al parecer habían salido a cenar fuera.
—Ni la menor idea. A mí que me registren. Quizá ha pensado que ya había llegado el momento. Y seguro que también habrá influido la mala conciencia.
(Se equivocaba, una vez más. El motivo no era ese).
Cuando dos parejas viven juntas —aunque sea fortuitamente— y ocurre una cosa de estas, un acontecimiento de los que marcan una época para una de ellas, parece que la otra pareja se ve sometida a un nuevo tipo de conciencia de sí misma, a cierta vaga presión que la induce al autoanálisis. También parece que no hace falta que exista ninguna vinculación lógica entre lo que ha ocurrido en el seno de una pareja y lo que la otra se siente obligada a hacer respecto a sí misma: Así fue, al menos, cómo racionalicé yo los incómodos recelos e incertidumbres que sentí cuando permanecía sentado junto a Rachel en el húmedo cine.
Y una mierda (pensé) para el que crea que esta noche voy a entrar tranquilamente en ese dormitorio, enfundarme uno de esos asquerosos condones, y cumplir devotamente la rutina de todos los días. Cuando, antes del Gran Polvo, decía que bastaba con el entusiasmo y el afecto, que los números afrancesados carecían de importancia, estaba siendo sincero al menos en un cincuenta por ciento. Y sin embargo, sin embargo… No. Esta noche, muchacha, te vas a joder bien jodida. Egoístamente. Esta noche habrá un polvo de campeonato. Esta noche se la vas a meter por el culo. Le vas a arrancar el pelo a puñados, la vas a joder como una jabalina atravesando el aire helado, la vas a hacer gritar a gusto. Luego, tanto si ella quiere como si no, y especialmente si no quiere, ella te…, veamos…
¿O quizás esto no es más que simplona credulidad? La película, verán ustedes, era Belle de Jour. Belle de Jour cuenta la historia de una guapa mujer que está casada con un hombre tan considerado y apuesto y rico que la pobre no tiene más remedio que pasarse las tardes en un burdel, donde se la tiran chinos obesos, gánsteres con dentaduras asquerosas, y donde, en general, se lo pasa en grande. No olviden, además, que últimamente había leído abundantes muestras de narrativa norteamericana, y que Norman me había contado la otra noche que había conocido a una chica que disfrutaba tanto mamándosela, que al final habían decidido que lo mejor sería dormir del revés, con los pies de ella en la almohada de él.
—Buñuel simpatiza generosamente con la confusión y la arbitrariedad de nuestros deseos… deseos reprimidos —expliqué mientras bajábamos por Bayswater Road—. ¿Y por qué no tomas la píldora?
Seguimos caminando, vaporosos nuestros alientos en la noche de noviembre. Se produce un silencio en torno a esta cuestión, no debatida hasta el momento. La mano de Rachel serpentea dentro de la mía.
—Me fastidia tener la sensación… —Rachel dudó, y luego prosiguió—:… de que mi cuerpo es una máquina o algo así, de que soy una máquina… —Rachel dudó, y luego prosiguió—:… que alguien programa. Introdúzcase esa píldora, y se obtendrá… —Rachel dudó, y luego prosiguió—:… el efecto previsto.
¿Cómo? ¿Qué coño está diciendo? Habla como si estuviese rellenando un impreso. ¿Y qué me dices de mí?, quise aullar. ¿Qué crees que piensa mi cuerpo cuando tiene que ponerse la goma del carajo? (Que, por cierto, resulta carísima. Una semana después del Gran Polvo tuve que irme solo al Soho a comprar una caja tamaño familiar de «Suavex», tres de los cuales paso semanalmente a una de las cajitas de lujo de los Penex. Porque sé, me entienden, lo dolida que se sentiría ella si supiera que le pego polvos de rebajas. ¿No les parece que soy una persona infinitamente considerada?).
Aparentemente sí. En lugar de decirle, Ya lo superarás, o, Sé fuerte, o Crece de una vez; en lugar de eso, me detengo al pie de una farola, cerca ya de casa, le acaricio ambas mejillas, le doy un pellizquito en la nariz, y susurro:
—Creo que lo comprendo.
Pero, esa noche…
Lo normal: me deslizo por su cuerpo adormecido besándole los pechos, las caderas, el vientre, para luego alojar la cabeza entre sus muslos y estimularla con mi lengua (puro músculo a estas alturas), con las piernas flexionadas a fin de que en el momento de ascender mi boca (previamente secada) y mi instrumento (previamente enfundado en su bozal) den en sus respectivos blancos simultáneamente.
Pero esta noche coloco mis lomos junto a su cabeza y remito la mía hacia el sur, desciendo reptando cama abajo, con los pies apoyados firmemente contra la pared por encima de la almohada. Un trabajo magnífico. Cuando mi lengua se abre paso hacia su interior, miro furtivamente hacia el otro extremo. Ahí está, apuntando hacia su cara. Pero ella la toma entre el índice y el pulgar, como si se tratase de un terrón de azúcar. Se me salen los ojos de las órbitas mientras ella hace viajar arriba y abajo, de la manera más remilgada, el pellejo protector. Con el gusto que te das en mi cama (pensé), no entiendo por qué no puedes chuparme el capullo. Así que lo dirijo contra su mejilla, se lo meto prácticamente en la nariz, y Rachel se lo lleva a la boca, pero para soltarlo casi inmediatamente. Con un gruñido de asco. Que significa: peor incluso de lo que me había imaginado.
Y, sin embargo, fui yo el que se sintió avergonzado, sucio, brutal, malo. Para demostrarlo, cuando emergí en busca de aire, había lágrimas en el rostro de ella.
El escenario es el vestíbulo de la Academia Addison.
En el extremo más próximo, un grupo de alumnos de la academia de Rachel, vestidos de smoking, beben champagne y conversan entre ellos. La mujer de la limpieza, Mrs. Dawkins —que, aunque gorda y de clase obrera, naturalmente, se muestra invariablemente malhumorada—, les vuelve a llenar las copas y les cepilla la chaqueta. Yo estoy sentado en una silla de respaldo recto, situada en medio de la habitación, tan despeinado como era de prever, con una botella de cerveza negra. Rachel se encuentra en el extremo más alejado, subida al estrado. Por su postura cualquiera diría que o bien se siente incomodísima, o que está haciendo meditación yoga: apoyada contra un almohadón, desnuda, con las dos piernas sostenidas en el aire, las rodillas contra los pechos, el coño abierto. A su lado hay un sombrero hongo, boca arriba.
Me acerco a ella. Saludo a Rachel con la cabeza; ella mira al frente, sonriendo, sin verme. Subo al estrado y me inclino sobre el piano situado a pocos metros de ella. Me fijo en que, dentro del sombrero hongo, hay algunas monedas: calderilla, un florín y una moneda de cincuenta peniques. Doy un trago a mi cerveza y espero.
Ahora, en grupos de dos y de tres, los compañeros de Rachel empiezan a separarse del grupo. Cruzan el vestíbulo paseando, se nos acercan, se detienen al llegar al estrado. Con sospechosos murmullos tasan la almeja de Rachel. Un par de chicos suben los peldaños del estrado; uno de ellos, un tipejo bajito y pelirrojo, me saluda con un guiño, que yo le devuelvo. Rachel lanza una mirada resplandeciente hacia sus cinturas. Entonces, sin dejar de tomar champagne, empiezan a hablar en tono más confidencial. Uno de ellos tantea su chocho con su zapato de cuero legítimo; el otro se inclina para examinarle los dientes y las encías. Llegan a un acuerdo. El pelirrojo apoya la copa en el alféizar de la ventana, desabrocha su faja, se la quita, la dobla, se la guarda en el bolsillo, se baja los pantalones, se agacha, y se vuelca encima de ella.
Yo le pego un trago a mi cerveza.
Después de menearse un rato, el pelirrojo se afloja y ablanda. Retrocede, un tanto desequilibrado, y se arregla la ropa. El otro chico, mucho más alto y guapo que su amigo, hace lo mismo que el otro, pero se detiene para hacer una pausa, la mano llevada al mentón, justo en el último momento. Se le ha ocurrido una idea mejor. Extiende los brazos, coge a Rachel de ambas orejas y la fuerza a tragarse el (enorme) instrumento que asoma enhiesto entre los faldones de su camisa. De esta manera, con una docena de secos tirones, se la casca en su boca. Rachel suelta un murmullo de agradecimiento. Echan unas monedas al sombrero hongo, y se van. Se acercan otros al estrado. Se repite el mismo proceso.
Entretanto, yo voy pegándole tragos a mi cerveza, miro, me vuelvo hacia la pared, canto melodías populares.
Se acerca el último grupo; parece bastante más ebrio que el primero. Sea como fuere, los jóvenes caballeros se plantan tranquilos junto al estrado. Uno de ellos boquea, de repente, mira incrédulo a su alrededor, y se dobla por la cintura partiéndose de risa. Muy pronto, naturalmente, le imitan los demás. Se re-retuercen y se tiran por los suelos, se agarran los unos a los otros, riendo, carcajeándose, señalando.
Oh, no. Nosotros no, tío. No lo dirás en serio, ¿eh? ¿Con ella? ¿Con esa?
Rachel sonríe, sin parpadear.
No es del todo guapa, y además se mea en la cama.
La risa de los tíos es reemplazada por la mía.
—¡Charles! ¡Charles! ¡Charles! —decía Rachel—. ¡Despierta!
Lo hice.
—¿… Qué soñabas?
Me tiendo boca arriba. La realidad del techo penetra en mi mente. Mi voz suena ronca.
—Estaba caminando por un sendero muy largo, bordeado de árboles. Era de noche. Sobre mi cabeza las estrellas estaban ordenadas, formando constelaciones desconocidas. Las piedrecillas brillaban bajo mis pies. Vi tu figura a los lejos pero…, cuando traté de acercarme…
—Soy Neville Bellamy. Ayer llamé a Mrs. Tauber. Me dijo que estabas indispuesto. ¿Cómo te encuentras? Muy bien.
—¿Sí? Entendí que se trataba de un leve ataque de asma. ¿No? Fue…
Sí.
—¡Ay, el cuerpo, el cuerpo! ¿No deseas a veces no tenerlo? Ay, sí. Qué sencilla sería entonces la vida. Maravillosamente sencilla. Mucho mejor. ¿No te parece? ¿No lo crees así?
No. (Es una hipótesis fácilmente defendible; pero si fuera así, ¿qué podría celebrar el cerebro?).
—¿No? Quizá no…, mmm. ¡Charles! ¡Tus exámenes! ¿Qué tal te fueron?
Bien.
—Magnífico. ¿Y la entrevista?
Será el lunes.
—Qué pronto. Bueno, siendo así, lo mejor será que te pases por casa a tomar una copa. Te daré algunas pistas…, charlaremos…
—Oh. Bueno. —No pude evitar el sentirme adulado.
—Suponiendo que te hayas recobrado del todo, ¿qué te parece mañana? ¿A la hora de siempre?
—Mira, tendré que pensarlo. Primero veremos qué tal me encuentro, y en caso de que no pueda ir te llamo, ¿de acuerdo?
—Perfecto. Ya tienes mi número. Adiós.
Mientras Mr. Bellamy colgaba el teléfono y se agarraba la polla, yo me dirigí a la cocina.
—¿Y qué pasó entonces?
Jenny puso en la mesa un montón de Kleenex.
—Ahí tienes. —Se sentó y sacudió la cabeza—. Bueno. Me dijo que ya me había apuntado en la London Clinic y que estaba todo arreglado. Y entonces yo le dije… —Dejó de sacudir la cabeza para mirar fijamente al vacío durante unos momentos—. Bueno, lo que sea, pero esa fue la escena más espantosa y me pareció que ya estaba completamente decidido.
—¿Fue esa la noche en que yo te pregunté si Rachel podía venir a vivir aquí unos días?
—Creo… creo que sí. Luego vino tu amigo, ¿Geoffrey?, y ese chiquillo había vomitado por todo el baño, y Norman entró cuando yo estaba limpiándolo y fue entonces cuando dijo que llamaría a la London Clinic para decir que borrasen mi nombre y que quería un poco más de tiempo para pensárselo.
—¿Y entonces qué?
—El miércoles, cuando Rachel subió a despedirse, Norm me dijo que le parecía bien, que ya no le importaba. —Jenny estiró los brazos sobre su cabeza—. Y eso fue lo que pasó.
Estaba radiantemente feliz, etc., etc., pero a mí me interesaban los detalles. (Y no porque lo que ya me había contado no me resultara profundamente embarazoso. Sin embargo, había tomado una decisión de política general respecto a este asunto, y mi cuaderno de Jenny no estaba al día).
—¿Por qué cambió de opinión?
Jenny pareció encantada.
—¡No lo sé!
—¿Por qué quería al principio que abortases? —insistí—. ¿Le parecía demasiado pronto para dejarse atar por los niños?
—No. Desde el principio me dijo que podía adoptar un niño…, o dos, si yo quería. —Jenny frunció el ceño, como si acabara de ocurrírsele esta solución justo en este momento—. Me parece —dijo, firmemente—, me parece que temía que me ocurriese algo a mí.
—Mmm.
(Deducción correcta, por cierto. Pero no en el sentido en que ella lo decía).
—¿Cuándo volverá Rachel a pasar unos días con nosotros?
—Oh. Pronto.
Había pensado que quizá tendría que llorar un poco, y de hecho estaba enrojeciéndome los ojos con los nudillos cuando Rachel entró en la habitación. Iba más aseada que nunca, y se quedó en el umbral, con su neceser en una mano, y las gafas oscuras puestas, para subrayar su propio dolor. Pero, cuando por dentro yo empezaba a pensar en la conveniencia de hundir-la-cabeza-entre-las-manos, se me hincharon las aletas de la nariz y empezaron a saltárseme las lágrimas, sin que nadie se lo hubiera pedido.
Rachel tuvo que tenderse en la cama para consolarme durante quince minutos, antes de que le permitiese que se fuera.
Absurdo, en realidad, porque me había pasado toda la semana deseándolo. Deseando leer un libro, cascármela, hurgarme la nariz, ir sucio y maloliente, estar solo. Cuando esa misma noche la telefoneé —contestó Harry, cuyos malos modales se habían suavizado en parte gracias a esa quincena en París— y fue Rachel la que se puso a llorar, sentí…, bueno, no sentí casi nada. No valía la pena escribir a casa para contarlo.
Es más, tal como había dicho Mr. Bellamy, debía pensar en mi asma. Esta afección parecía colaborar con mis problemas corrientes a empeorar mi sistema respiratorio. Y abrió nuevas dimensiones a mis ataques de tos. Me notaba un tirón (muy agradable, por cierto) en el plexo solar, y luego se me producía un peso (también muy erótico) en el fondo de la garganta, pero de todos modos sentía necesidad de librarme de todo aquello, y la única forma de conseguirlo era seguir tosiendo: cada nuevo ataque me producía un raspado que me suavizaba el diafragma y desmenuzaba mis pulmones, y al final me quedaba con una ebria, emocionada y afónica resonancia en lo más profundo de mi pecho, y ya no seguía sintiendo necesidad de toser. Un ataque especialmente ilustre concluyó cuando un enorme gargajo saltarín salió proyectado a toda velocidad por mi boca entreabierta para aplastarse contra la pared del baño, a más de dos metros de distancia. Enfoqué la vista: era descomunal; como una de las esferas de hierro de las, ¿cómo se llaman?, ¿boleadoras?, esas lanzadas que usan los gauchos. Pronto, pensé, pronto bastará que tosa hacia las viejas con las que me cruce por la calle para hacerles la zancadilla.
También contribuyó el asma a enriquecer la textura de mi flema: de mi boca salían viscosas rosquillas, babosas fritas, de todo. Y no me dejaba dormir y me hacía sentir viejo y me hacía jadear en las escaleras y me tapaba la nariz de modo que me obligaba a respirar por la boca.
Tenía sin embargo sus ventajas, claro. Me quedaban muchas cosas por estudiar, especialmente por lo que se refiere a seguir pistas, pues en los exámenes escritos me había referido, abusivamente, a montones de escritores de los que apenas si había oído hablar; además, tenía que dedicarle tiempo a cultivar la ansiedad que me producía la inminente entrevista con los examinadores. De vez en cuando me permití un respiro, dedicando algún que otro rato a añadir florilegios retóricos a la Carta a Mi Padre.
Por otro lado, Rachel venía a verme todos los días. Me traía regalos: revistas, o fruta (solamente plátanos y uva, después de haber comprobado que las manzanas se pudrían en el frutero). Iba a buscarme a la biblioteca los libros que yo le pedía. Parecía maravillosamente independiente, y no se quedaba mucho rato. Los poemas se escribían casi solos.
Hablamos mucho de los tiempos en los que yo me encontraba bien y la entrevista quedaba lejos. Porque iba a presentarme a un concurso de cuentos para menores de veintiún años, convocado por una revista. Con el dinero del premio quizá también nosotros podríamos ir unos días a París.