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Capítulo III

Una prominente construcción de ladrillos de piedra cincelados y tejas de arcilla tintadas de un color que asemeja a la plata, ese es el castillo real. Cuatro torreones custodian inertes las esquinas del edificio, pudiéndose observar varios guardias que tanto desde la altitud como en la superficie vigilan la escena. Frente del paladín, y sobre una gran puerta elevadiza de hierro negro, se localizan unas amplias almenas, desde donde unos arqueros ataviados con los colores del reino cumplen su función de centinela. Se dispone a entrar. Los guardias más cercanos a la puerta hacen un atisbo de reverencia, interrumpidos por su mano, la cual levanta en señal de que no es necesario.

—Bienvenido de nuevo, mi señor —saluda uno de los guardias—, el rey le espera.

Posa su mirada en él y asiente con la cabeza. Continúa andando y atraviesa la puerta. Del estrecho pasillo donde se encuentra surge un camino amplio que conduce al patio de armas, donde la guarnición del castillo se encuentra inmersa en su adiestramiento. Se puede ver cómo varios infantes luchan entre sí con espadas a una mano y escudos, mientras que más al fondo arqueros y ballesteros despiden veloces flechas que atraviesan los puntos críticos de dianas apoyadas en el suelo. A lo largo de todo el patio se pueden observar también muñecos de paja destrozados, víctimas de los entrenamientos realizados por los guerreros. Al adentrarse en el patio, es recibido entre gritos de entusiasmo y vítores de parte de los hombres que allí se encuentran. Sin prestar mucha atención, continúa caminando por la zona hasta que divisa la muralla cortina que separa ese patio del principal. Una vez atravesada, contempla la torre del homenaje, lugar de residencia del rey y de la sala del trono. La entrada principal se encuentra vigilada día y noche por dos guerreros de la guardia personal del rey, los cuales cumplen su labor en turnos rotativos. Esos fieros caballeros se diferencian del resto por varias líneas de color bronce que se hallan repartidas a lo largo de sus armaduras de placas de acero. Sobre sus espaldas cargan numerosas victorias en batallas, por lo que indudablemente la seguridad del rey está en las mejores manos. Al presenciar su llegada, uno de ellos abre la puerta y se aparta para dejarle paso. Lo primero que se puede apreciar, es un largo pasillo dotado de antorchas titilantes que aportan luz y calidez a la estancia. A lo largo del corredor hay dispuestos muchos cuadros con marcos dorados, de incalculable valor, y relucientes conjuntos de armaduras poco habituales colocados sutilmente en sus respectivos soportes. Algunos están fabricados en materiales desconocidos, productos de civilizaciones lejanas. A medida que se adentra en la estancia, ve varias salidas que conducen a distintas salas. La primera que encuentra a su derecha, contiene un descenso que conduce a la bodega, donde se almacenen los víveres y demás provisiones. Un poco más adelante, esta vez situada a la izquierda, se encuentra otra salida, esta vez de tono más fosco, sin apenas iluminación. Se dirige hacia las mazmorras reales, lugar equipado con instrumentos y máquinas de tortura, donde se le saca la información, y alguna que otra extremidad, a los desafortunados involucrados en asuntos de suma importancia para el reino, como por ejemplo traición o espionaje. Varias de ellas guían hacia los dormitorios de invitados y del personal del castillo, siendo fácilmente identificables por las cortinas blancas que pueden ser vistas desde el exterior al estar las puertas de estas abiertas. También se puede observar la cocina, que desprender un exquisito olor a guiso cordero. Al final del pasillo, un portón notablemente más grande que el resto de puertas corta el paso. Detrás se esconde la sala de juramentos, donde se celebran reuniones de notoriedad y se nombra a los futuros caballeros que servirán al reino durante el resto de sus vidas. De nuevo en el lado derecho, y muy cerca a la cocina, se eleva una escalera de caracol que conduce a las dependencias reales. De pronto, el gran portón de madera maciza se abre y deja visible una figura corpulenta que sale de la estancia con presura. Se trata de un varón de pelo corto negro azabache, equipado con una armadura color plomo con varias condecoraciones grabadas en la parte superior derecha de su peto en tonalidades doradas. A juzgar por las que consiguió ver rápidamente, se trata de alguien influyente, probablemente un comandante o general de alguna ciudad cercana. Prosigue avanzando. En cuestión de un par de pasos, nuestros caminos se cruzan y el caballero pasa airado a escasos centímetros de mi hombro izquierdo, sin siquiera dirigirme una palabra o mirada. Me adentro en la sala. Tres majestuosos asientos de madera de ébano se encuentran elevados en una pequeña plataforma al final de la sala. El central, vistosamente más amplio e imponente que los demás, se encuentra dotado de atractivos remates plateados que reflejan las llamas de las antorchas cercanas. El trono del monarca. En él se halla el mismo, con mirada perdida, sentado mientras apoya uno de sus brazos en la pierna, y así mismo la cabeza sobre sus nudillos. Al captar mi presencia, se levanta torpemente, absorto aún en sus pensamientos anteriores, y recibe mi arribada con satisfacción.

—Me congratula tu llegada, amigo mío —dice el soberano a modo de recibimiento, mientras abre sus brazos para aportarle énfasis a su mensaje—. Has venido en un buen momento. Como habrás podido observar mientras entrabas, el rey de Doleghran abandonaba la estancia, no de muy buen humor como era evidente.

Así que se trataba de otro gobernante. Doleghran es un reino vecino, alejado del nuestro por un extenso río que separa ambos dominios. A diferencia de la mayoría de localizaciones de interés de su alrededor, se encuentra situado en un terreno desértico, cuyas arenas doradas se vieron arrastradas a lo largo de los milenios por las implacables oleadas de viento del oeste. Debido a ello, las tierras que componen el reino son altamente estériles, y por tanto la escasez de alimento se cierne sobre ellos. Para hacer frente a las dificultades que el entorno les ofrece, ambos territorios conservan desde mucho tiempo atrás poderosos vínculos de alianza y comercio. Volaram, con tierras ricas y ubérrimas plagadas de cultivos, envía frecuentemente caravanas de víveres a los doleghranianos y a cambio, estos nos ofrecen recursos varios de difícil acceso para nosotros, y bestias de carga que habitan allí, llamadas Snolks. Esas criaturas antiguas consiguieron sobrevivir adaptándose genéticamente al cambio del medio. Presentan unas condiciones fisiológicas dedicadas completamente a la supervivencia. Tienen órganos y tejidos endurecidos para soportar las pesadas tormentas de arena que azotan el terreno, disponen de un cuerpo muy voluminoso, del tamaño de un elefante adulto, capaz de almacenar muchos litros de agua en su interior, a modo de reserva para afrontar la sequía. Además, sus grandes dimensiones, y su condición de herbívoro lo convierten en un animal de transporte de cargas pesadas ideal. A pesar de todo lo nombrado, los Snolks no son aptos para el combate, ya que a pesar de los duros intentos de adiestramiento a los que los habitantes de Doleghran los han sometido a lo largo de los años, no se ha conseguido domarlos para obedecer en las guerras, puesto que a la menor señal de violencia sus instintos de supervivencia surgen y abandonan despavoridos el combate.

—Mi señor —digo mientras coloco mi puño sobre el pectoral en señal de respeto—, por lo que aprecio me requerís para el asunto, ¿en qué puedo serviros?

—Tiempos oscuros se acercan Elemor, me temo que adversidades venideras acechan no solo a nuestro reino, sino a gran parte de Heureor —se lamenta el gobernante—. Han sido avistados seres que se creían extintos, entes sin vida formados únicamente por hueso y maldad, que deambulan por los reinos humanos norteños y acaban con cualquier desafortunada criatura con la que se topan. Además, según nuestras fuentes parece ser que se mueven de manera coordinada, agrupándose y formando grupos que con el paso de los días aumenta de tamaño, empezando a crear una posible amenaza a considerar.

Ladeo la cabeza pensativo he intento recordar información relativa al tema tratado. Conozco de qué se trata. Los altos mandos de la Orden Sagrada, seres con milenios de antigüedad, lucharon antaño contra ese mal que ya entonces acechaba también al resto del mundo. Según cuentan, millares fueron las vidas de paladines que se arrebataron en la violenta y duradera contienda que se llevó a cabo, pero finalmente, y con la unión de muchas de las criaturas de Heureor, se consiguió prevalecer y vencer. Pero una vez más, las plagas del mal vuelven a florecer para poner en jaque todo lo que conocemos, y a diferencia de tiempo ha, no estamos preparados, pues el paso del tiempo ha jugado en nuestra contra, y los reinos han caído en la vanidad y el egoismo.

—Entiendo... —respondo aún con expresión dubitativa en el rostro—, ¿pero a qué se debía pues la irritación del monarca de Doleghran?

—La llegada del rey no es fortuita. Nos pedía como iguales nuestra aportación bélica para la resolución del conflicto ya mencionado. Pero temas mayores nos conciernen ahora...

Su mirada se ensombrece al instante, al mismo tiempo que termina el mensaje:

—Las tierras del Oeste y del Norte han roto sus pactos de no agresión con nosotros, una guerra a gran escala se cierne sobre Volaram de manera inminente.

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