webnovel

El enigma del puente doliente entre otros (5)

Al cabo de un instante, salíamos apresuradamente de allí. Raffles había decidido no llevarse consigo el monstruo cosa que yo le agradecí mucho porque quería que la policía pudiera disponer de todas las pistas posibles.

Hay algo muy maligno en todo esto, Gazapo. Muy siniestro. Encendió un Sullivan y añadió, arrastrando la voz: ¡Muy intruso!

¿Quieres decir, extrabritánico?

Quiero decir extraterrestre.

Poco después, bajamos del coche en St. James Park y lo cruzamos caminando, en dirección al Albany. En la habitación de Raffles, fumando puros y bebiendo whisky con soda, discutimos el significado de todo lo que habíamos visto, pero no fuimos capaces de encontrar ninguna explicación, razonable o de cualquier otro cariz. A la mañana siguiente, leyendo el Times, el Pall Mall Gazette y el Daily Telegraph, nos enteramos de lo poco que faltó para que nos atraparan. Según los diarios, los inspectores Hopkins y Mackenzie y el detective privado Holmes habían entrado en el apartamento de Persano dos minutos después de que nosotros saliéramos de allí. Persano había muerto de camino al hospital.

Ni una palabra sobre el gusano de la caja dijo Raffles. La policía lo mantiene en secreto. Sin duda, temen alertar a la población.

De hecho, nunca llegaría a hacerse referencia oficial alguna a la criatura, y no fue hasta 1922 que el Dr. Watson la mencionó de pasada en una de las aventuras que se publicaron de su colega. No sé qué ocurrió con ella, pero supongo que debieron meterla en un recipiente con alcohol donde debió morir rápidamente y, sin duda, el recipiente debe estar acumulando polvo en el trastero de algún museo de la policía. En cualquier caso, debieron eliminarla porque, de no haber sido así, el mundo no sería actualmente lo que es.

¡Sólo nos queda una cosa por hacer, Gazapo! exclamó Raffles cuando acabó de leer el último periódico. ¡Debemos entrar en casa de Phillimore y buscar nosotros mismos!

Yo no protesté. Temía más a su menosprecio que a la policía. De todos modos, pospusimos nuestra pequeña expedición y, esa misma noche. Raffles salió para llevar a cabo un reconocimiento entre los distribuidores del East End y por los alrededores de la casa, en Kensal Rise. La noche del segundo día apareció en mi apartamento. Yo tampoco había perdido el tiempo; a base de beberme unas cuantas botellas de champán, había logrado reunir una buena provisión de tapones de corcho para las puntas de la verja.

La policía ha dejado de vigilar la finca comentó. No he visto un solo hombre en los bosques de los alrededores, de modo que esta noche entraremos en casa del fallecido Mr. Phillimore. Es decir, si es que ha fallecido añadió en tono enigmático.

Al tiempo que sonaban las campanadas de medianoche, saltamos la verja una vez más. Instantes después, Raffles, con su diamante, un tarro de melaza y una hoja de papel de estraza, retiraba uno de los vidrios de la puerta, tal como había hecho la noche en que entramos y encontramos a nuestro supuesto chantajista con la cabeza machacada por un atizador.

Introdujo la mano por la abertura, dio vuelta a la llave y retiró el pestillo que, según supusimos, habría cerrado algún policía que después debió salir por la puerta de la cocina. Cruzamos el umbral, cerramos la puerta y nos aseguramos de que todas las cortinas de la habitación frontal estaban corridas. Entonces, tal como hiciera en aquella aciaga noche, Raffles encendió una cerilla y con ella, una lámpara de gas cuya luz desveló pocos cambios en la habitación. Al parecer, a Mr. Phillimore no le había interesado redecorarla. Salimos al vestíbulo, subimos las escaleras y llegamos al pasillo del primer piso, en el que se veían tres puertas.

La primera daba acceso al dormitorio. Este contenía una enorme cama con baldaquino un monstruo de mediados de siglo que Baird había comprado de segunda mano en alguna tienda del East End, una cómoda de arce alta y barata, una mecedora, un jarro y dos grandes sillones tapizados de cuero.

La última vez que estuvimos aquí sólo había un sillón dijo Raffles.

La segunda habitación estaba intacta, tan vacía como la primera vez que la vimos. Al final del pasillo estaba el cuarto de baño, también intacto.

Bajamos de nuevo al vestíbulo, entramos en la cocina y descendimos a la carbonera, en la que había también una pequeña bodega. Tal como yo esperaba, no encontramos nada. Después de todo, los hombres del Yard eran minuciosos, y lo que a ellos les hubiera pasado por alto lo habría encontrado Holmes. Estaba a punto de sugerir a Raffles que debíamos admitir nuestro fracaso e irnos antes de que alguien viera las luces en la casa, cuando un ruido procedente del primer piso me detuvo.

Raffles también lo había advertido. Poco se le escapaba a aquellos oídos. Aunque no hacía ninguna falta, levantó una mano para hacerme callar.

¡Silencio, Gazapo! dijo al cabo de un momento. Puede que sea un policía, pero creo que se trata de nuestra presa.

Subimos sigilosamente las escaleras de madera, que insistían en crujir bajo nuestro peso. Lentamente, atravesamos la cocina, pasamos al vestíbulo y entramos en la habitación frontal. Al no ver a nadie, volvimos a subir al primer piso y, cautelosamente, abrimos la puerta de cada habitación y miramos en el interior.

Al asomarnos al cuarto de baño, volvimos a oír un ruido. Venía de la parte delantera de la casa, pero no supimos decir si había sido arriba o abajo.

Raffles me hizo una seña y ambos volvimos atrás por el corredor, caminando de puntillas. Él se detuvo ante la puerta de la habitación central, miró al interior y después me precedió hacia la puerta del dormitorio. Se asomó (recuerden, no habíamos apagado las luces aún) y entró presuradamente.

¡Señor! exclamó. ¡Uno de los sillones ha desaparecido!

Pe-pero ¿a quién se le ocurriría llevarse un sillón? dije yo.

¡A quién, realmente! convino, y corrió escaleras abajo desdeñando toda precaución. Yo logré serenarme lo suficiente como para ordenar a mis pies que se movieran.

¡Ahí va! gritó Raffles desde afuera cuando llegué a la puerta.

Raffles había recorrido la mitad del sendero de grava, mientras una vaga figura salía a toda prisa por la verja de entrada. Quienquiera que fuese, tenía una llave.

Recuerdo haber pensado, sin que viniera al caso, que había refrescado mucho durante el poco tiempo que habíamos estado en la casa. Aunque, en realidad, mi reflexión no estaba tan fuera de lugar, porque la llegada del aire frío había provocado la aparición de una densa niebla que se cernía sobre la carretera y serpenteaba a través de los bosques. Y, naturalmente, favorecía al hombre que perseguíamos.

Raffles, tan implacable como un cobrador de facturas a la caza de un deudor, mantuvo su vista clavada en la lejana figura hasta que desapareció en una arboleda. Cuando yo acabé de cruzarla y salí jadeando al otro extremo, encontré a Raffles parado al borde de un arroyo estrecho pero que quedaba bastante hundido. A pocos pasos, envuelto en la niebla, un puente corto y muy estrecho cruzaba el angosto cauce. Por el sendero que partía del otro extremo se llegaba a una de las casas a medio construir.

No ha cruzado el puente aseguró Raffles. Le habría oído. Si hubiera bajado al arroyo, yo habría advertido el chapoteo y, por otra parte, no ha tenido tiempo de volver sobre sus pasos. Crucemos el puente y veamos si ha dejado huellas en el fango.

Atravesamos el puente en fila india. Los tablones se combaron un poco bajo nuestro peso, haciéndonos experimentar un cierto desasosiego.

Deben estar utilizando los materiales más baratos que pueden encontrar. Espero que en las casas estén empleando algo mejor, porque si no se las llevará el primer golpe de viento.

Realmente, parece bastante frágil convine. No debe ser muy de fiar el constructor. De todos modos, ya no se construye como antes.

Raffles se agachó al otro extremo del puente, encendió una cerilla y examinó el terreno a ambos lados del sendero.

Hay toda clase de huellas dijo contrariado. Es evidente que pertenecen a los trabajadores, aunque tal vez encontremos entre ellas las del hombre que buscamos. Pero no, lo dudo. Todas las huellas han sido hechas por las macizas botas de los obreros.

Me envió a buscar huellas por el empinado y fangoso terraplén que quedaba al sur del puente, mientras él hacía lo propio con el que quedaba al norte. Nuestras cerillas brillaban y morían mientras nos comunicábamos en voz alta los resultados de nuestra inspección. Las únicas pisadas que vimos fueron las nuestras. Subimos trepando por el terraplén y volvimos al puente. Uno al lado del otro, nos inclinamos sobre la frágil barandilla para mirar hacia el arroyo que discurría por debajo. Raffles encendió un Sullivan, y el agradable aroma que despidió me llevó a encender uno yo también.

Hay algo sobrenatural aquí, Gazapo. ¿No lo notas?

Estaba a punto de responder, cuando me puso la mano sobre el hombro.

¿No has oído un quejido? me preguntó en voz baja.

No, repuse mientras se me erizaban los pelos de la nuca, levantándose como muertos de sus tumbas.

Entonces, él pegó un fuerte taconazo sobre el tablón. Y yo oí un gemido casi imperceptible.

Antes de que pudiera decirle nada, Raffles saltó por encima de la barandilla y le oí aterrizar sobre el barro del terraplén. Bajo el puente relució una cerilla, y entonces me hice cargo de lo delgada que era la madera del puente. Veía la llama a través de los tablones.

Raffles dejó escapar un grito de horror. La cerilla se apagó.

¿Qué ocurre? grité yo. Y de repente, caí. Me agarré a la barandilla, noté como se desvanecía de entre mis manos, caí sobre las frías aguas del arroyo con los tablones bajo mi cuerpo, noté como se escabullían de debajo mío, y volví a gritar. Raffles, que había sido derribado y sepultado durante un instante por el puente, se levantó vacilante. Encendió otra cerilla y soltó un juramento.

¿Dónde está el puente? pregunté, de forma un tanto estúpida.

Ha volado gruñó él. ¡Como el sillón!

Saltó a la orilla y trepó hasta lo alto del terraplén, donde se quedó atisbando en la obscuridad durante unos instantes, iluminado por la luz de la luna. Tiritando, me arrastré fuera del arroyo, me puse en pie tambaleándome aún más que él y subí gateando por el frío y resbaladizo terraplén. Aturdido por la irrealidad de todo aquello, llegué jadeando junto a Raffles, que respiraba casi tan pesadamente como yo.

¿Qué es? le pregunté.

¿Qué es, Gazapo? repuso lentamente. Es algo que puede cambiar de forma y adoptar prácticamente la de cualquier cosa. No obstante, a partir de ahora, no se trata de determinar qué es sino dónde está. Debemos encontrarlo y matarlo aunque haya tomado el aspecto de una bella mujer o de un niño.

Pero ¿de qué estás hablando? exclamé.

Gazapo, Dios sabe que cuando encendí esa cerilla debajo del puente, vi un ojo marrón que me miraba fijamente. Estaba insertado en una parte del tablón que era más grueso que el resto, y no distaba de algo que parecían unos labios y una oreja malformada. Al parecer, no había tenido tiempo de completar su transformación, o lo que es más probable, había decidido retener los órganos de la vista y el oído para saber qué ocurría a su alrededor. Si hubiera hecho desaparecer sus órganos de detección, no hubiera tenido la menor idea de cuál era el momento más seguro para volver a cambiar de forma.

¿Te has vuelto loco? dije.

No, a menos que tú compartas mi locura, porque has visto lo mismo que yo. De una u otra forma, Gazapo, esa criatura puede alterar su carne y su estructura ósea. Ejerce tal control sobre sus células, sus órganos y sus huesos haciéndolos pasar de la rigidez a una extrema flexibilidad que puede adoptar el aspecto de otros seres humanos o transformar su apariencia en la de un objeto, como el sillón del dormitorio, que era exactamente igual que el original. No me extraña que Hopkins y Mackenzie, e incluso el temible Holmes, no lograran encontrar a Mr. James Phillimore. Tal vez llegaron incluso a sentarse sobre él mientras descansaban tras la búsqueda.

Es una lástima que no abrieran la tapicería con un cuchillo cuando buscaban las joyas. Me temo que habrían quedado algo más que sorprendidos. Me pregunto quién sería el Phillimore original. En los registros no figura nadie que pudiera haber sido el modelo. Puede ser que esa criatura se basara en alguien con otro nombre para reproducir sus rasgos físicos y adoptara el de James Phillimore de una tumba o de una noticia aparecida en los periódicos referente a algún americano. Fuera como fuese, el hecho es que esa criatura es también el puente que acabamos de cruzar. Un puente doliente que no logró contener un leve gemido cuando nuestras botas le lastimaron.

Siguiente capítulo