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EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 8 - Los fabulosos barcos fluviales llegan a Virolando (24)

Los fabulosos barcos fluviales llegan a Virolando (24)

Habían abandonado el gran salón, dirigiéndose hacia el extremo de proa del texas. Era de forma semicircular y protegido con cristales irrompibles. El pozo del ascensor que atravesaba la habitación y conducía hasta la timonera formaba parte de la pared posterior. Había allí sillas y mesas, varios sofás, y un pequeño bar. Como en la mayor parte del barco, sonaba una suave música procedente de una estación central. Pero podía ser cortada. Tras un momento de conversación acerca del rebobinado de los motores, que como mínimo tomaría dos meses, Goering desvió la conversación hacia la próxima batalla. Quería saber: «¿Qué se consigue luchando? ¿Para qué sirve? ¿Por qué toda esa gente en su barco y en el de Clemens correrán el peligro de muerte y mutilaciones y terrible dolor simplemente por algo que ocurrió hace varias décadas? Creo que tanto usted como Clemens están locos. ¿Por qué no terminan con todo esto? Al fin y al cabo, Clemens tiene su propio barco ahora. ¿Qué podrá hacer con dos barcos? Lo cual puede que no ocurra, de todos modos, porque uno de los barcos puede quedar arruinado, y sospecho que ese será indudablemente el suyo, Su Majestad. Conociendo el tamaño y la potencialidad del barco de Clemens, hay pocas dudas al respecto.»

Pero lo que dijo fue:

Quizá no sea necesario luchar con Clemens. Después de todos esos años, ¿es posible que aún esté sediento de venganza? ¿Desea vengarse de él porque él intentó matarle? ¿No puede perdonarle? El paso del tiempo enfría a menudo las grandes pasiones y permite que la razón prevalezca. Quizá...

Juan alzó sus anchos hombros y levantó sus manos, con las palmas hacia arriba.

Créame, hermano Fenikso, debería dar gracias a Dios si Clemens se hubiera vuelto cuerdo y se hubiera convertido en un hombre de paz. No soy amante de la guerra. Todo lo que deseo es ser amigo de todo el mundo. No alzaría mi mano contra nadie si nadie alzara su mano contra mí.

Me alegra enormemente oír eso dijo Goering. Y sé que La Viro se sentirá feliz actuando de intermediario de modo que cualquier disputa existente entre ustedes dos pueda ser resuelta amistosamente. La Viro, todos nosotros aquí, nos sentimos ansiosos por evitar cualquier derramamiento de sangre y por conseguir que la buena voluntad, el amor si es posible, se establezcan entre usted y Clemens.

Juan frunció el ceño.

Dudo que esa sanguinaria criatura poseída del demonio acepte siquiera una entrevista... a menos que sea para matarme.

Lo único que podemos hacer es intentar por todos los medios concertar esa entrevista.

Lo que más me preocupa, lo que me hace pensar que Clemens siempre me odiará, es que su esposa, mejor dicho su ex esposa, resultó muerta accidentalmente durante la batalla por el barco. Aunque estaban separados, él aún seguía amándola. Y lo más probable es que me siga considerando todavía responsable de su muerte.

Pero eso ocurrió antes de que cesaran las resurrecciones dijo Goering. Ella debió ser trasladada a algún otro lugar.

Eso no tiene importancia. El probablemente no volverá a verla nunca, de modo que para él es como si estuviera muerta. De todos modos, ya estaba muerta para él antes de que muriera realmente. Como tal vez sepa, estaba enamorado de ese francés de enorme nariz, de Bergerac.

Juan lanzó una fuerte risotada.

El francés era uno de los que realizaron la incursión. Le golpeé en la nuca antes de escapar del helicóptero. Fue también de Bergerac quien atravesó con su espada el muslo del capitán Gwalchgwynn. Es el único hombre que jamás haya vencido a Gwalchgwynn

con la espada. Gwalchgwynn afirma que se distrajo o de otro modo de Bergerac jamás hubiera podido atravesar su guardia. A Gwalchgwynn no le gustaría que Clemens y yo hiciéramos las paces. El también está sediento de venganza.

Hermann se preguntó si Gwalchgwynn Burton sentía realmente así, pero cuando miró a su alrededor el inglés se había ido.

En aquel momento, dos marineros entraron trayendo pequeños barrilitos de alcohol con agua. Goering reconoció a uno de los hombres. ¿Acaso aquel barco estaba lleno de viejos conocidos?

Era de aspecto agradable, mediana altura, y con un físico delgado pero fibroso. Su corto pelo era casi de color arena, y sus ojos color avellana. Su nombre era James McParlan, y había entrado en Parolando al día siguiente de la llegada de Hermann. Hermann había hablado con él acerca de la Iglesia de la Segunda Oportunidad, y lo había encontrado educado pero resistente.

Lo que reforzaba la memoria de Hermann sobre él era que McParlan había sido el detective de la Pinkerton que se había infiltrado y finalmente había destruido a los Molly Maguires a principios de los años 1870. Los Molly Maguires eran una organización secreta terrorista de mineros irlandeses en los condados de Pensilvania de Schuylkill, Carbón, Columbia, y Luzerne. Goering, un alemán del siglo xx, probablemente no hubiera oído hablar jamás de él de no haber sido un ardiente estudioso de las historias de Sherlock Holmes. Había leído que los nombres de ficción Scowrers, Vermissa, y McMurdo, de la novela A. Conan Doyle El valle del miedo, estaban basados respectivamente en los auténticos Molly Maguires, los condados carboníferos de Pensilvania, y McParlan. Eso lo había llevado a leer el libro de Alan Pinkerton sobre las hazañas de McParlan, Los Molly Maguires.

En octubre de 1873, McParlan, bajo el nombre de James McKenna, consiguió introducirse en la sociedad secreta. El joven detective estuvo varias veces en grave peligro, pero se salió de él gracias a su valor, agresividad, y rápidos reflejos. Tras tres años con ese peligroso disfraz, expuso a la luz pública la labor secreta de los Maguires y las identidades de sus miembros. Los jefes de los terroristas fueron ahorcados; el poder de los Molly Maguires anulado. Y los propietarios de las minas continuaron durante varias décadas tratando a los mineros como si fueran siervos.

McParlan, pasando junto a Hermann al marcharse, le dirigió una mirada. Su rostro era inexpresivo. Sin embargo, Hermann creía que McParlan lo había reconocido. Sus ojos se habían apartado demasiado rápidamente de él. Además, el hombre era un entrenado detective, y en una ocasión le había dicho a Goering que nunca olvidaba un rostro.

¿Era la disciplina de un marinero en el desempeño de su labor lo que había impedido que McParlan le saludara como un viejo conocido? ¿O había alguna otra razón?

Burton entró y se unió al grupo. Tras algunos minutos se dirigió a los servicios situados junto al ascensor. Hermann se disculpó y lo siguió. Burton estaba en el extremo más alejado de los urinarios, y no había nadie cerca. Hermann se situó a su lado y, mientras orinaba, habló en alemán en voz baja.

Gracias por no decirle a tu comandante mi auténtico nombre.

No lo he hecho por amor a ti dijo Burton.

Burton se bajó el faldellín, se volvió, y se dirigió hacia los lavabos. Hermann lo siguió rápidamente. Cubierto por el ruido del agua de los grifos, dijo:

No soy el Goering que tú conociste.

Quizá no. Pero no me gustan ninguno de los dos.

Hermann ardía en ansias de explicarle la diferencia entre ambos, pero no se atrevía a tomarse tanto tiempo como eso. Regresó rápidamente a la sala de observación.

Juan estaba aguardándole para decirle que iban a salir a la cubierta exterior. Allí tendrían una vista más amplia del lago, al que el barco estaba entrando en aquel momento.

Allá delante, hasta tan lejos como podían ver, espiras de roca de varias alturas y multitud de formas surgían de la superficie del agua. En su mayor parte eran de color rosado, pero las había también negras, marrones, púrpura, verdes, escarlatas, naranjas, y azuladas. Aproximadamente una de cada veinte estaba estriada horizontalmente con bandas rojas, verdes, blancas y azules, siendo las bandas de distintas anchuras.

Hermann les dijo entonces que en el extremo occidental del lago las montañas se curvaban hacia dentro y formaban un angosto estrecho de unos setenta metros de anchura que discurría entre lisas paredes verticales de dos mil quinientos metros de altitud. La fuerza de la corriente era tan intensa allí que ninguna nave movida a mano o por la fuerza del viento podía vencerla. El tráfico en barco era allí en una sola dirección, Río abajo, y era realmente escaso.

Sin embargo, algunos viajeros habían tallado hacía mucho tiempo un estrecho sendero en la pared meridional. Estaba a unos ciento cincuenta metros por encima del estrecho y recorría unos dos kilómetros hasta el final del paso. De modo que había un cierto tráfico a pie.

Justo al otro lado del estrecho hay un valle más bien angosto, aunque el Río tiene allí kilómetro y medio de anchura. Hay piedras de cilindros, pero nadie vive allí. Supongo que es debido a la corriente, que es tan fuerte que impide la pesca y la navegación hacia ningún lugar excepto hacia el estrecho. Además, el valle recibe muy poca luz solar. Sin embargo, hay una especie de bahía aproximadamente a unos ochocientos metros más arriba donde las embarcaciones pueden ser ancladas.

»A unos cuantos kilómetros más arriba de la bahía, el valle se ensancha considerablemente. Allí empieza la región de los peludos gigantes de enormes narices, los titántropos u ogros. Por lo que he oído, tantos de ellos han resultado muertos que la mitad de la población es ahora de tamaño humano.

Goering hizo una pausa, sabiendo que lo que iba a decir a continuación despertaría, o debería despertar, un enorme interés en sus oyentes.

Se calcula que hay tan sólo treinta mil kilómetros desde el estrecho a las fuentes del

Río.

Estaba intentando decirle a Juan que tal vez fuera mejor que siguiera adelante. Si las fuentes estaban tan cerca, ¿por qué debía detenerse aquí para luchar? Especialmente cuando lo más probable era que resultara derrotado. ¿Por qué no seguir hasta las fuentes, y desde allí preparar una expedición hacia la Torre de las Nieblas?

Juan dijo:

Por supuesto.

Si había mordido el anzuelo, no dio la menor señal de ello. Parecía interesado tan sólo en el estrecho y en la zona que había inmediatamente detrás.

Tras algunas preguntas respecto a ella, Hermann se dio cuenta de lo que estaba pensando Juan. La bahía sería un excelente lugar para un rebobinado de motores. El estrecho sería casi ideal para aguardar al No Se Alquila- Si el Rex podía atraparlo mientras estuviera cruzando el estrecho, podría lanzar algunos torpedos hacia el paso. Esos tendrían que ser guiados a control remoto, de todos modos, puesto que el estrecho se curvaba en tres ocasiones.

Además, si Juan amarraba el barco en la bahía, mantendría a su tripulación alejada de la influencia pacifista de los de la Segunda Oportunidad.

Las especulaciones de Goering respecto a los pensamientos de Juan eran acertadas. Tras una visita de un día a La Viro, Juan levó anclas al Rex y cruzó el estrecho. Ancló de nuevo en la bahía, y fue construido un dique flotante desde la orilla hasta el barco. De tanto en tanto, el Rey Juan y algunos de sus oficiales, o únicamente estos últimos, acudían en una lancha a Aglejo. Aunque se les invitaba siempre a que se quedaran a pasar la noche o más tiempo si lo deseaban, nunca lo hicieron.

Juan aseguró a La Viro que no iba a penetrar en el lago para librar ninguna batalla.

La Viro le suplicó que negociara una paz honorable, con La Viro como intermediario. Juan se negó durante las primeras dos entrevistas con La Viro. Luego, en la tercera,

sorprendió a La Viro y a Goering aceptando.

Pero creo que será una pérdida de tiempo y esfuerzos dijo Juan. Clemens es un monomaníaco. Estoy seguro de que piensa únicamente en dos cosas: recuperar su barco, y matarme.

La Viro se alegró de que al fin Juan estuviera dispuesto a hacer un esfuerzo. Hermann no se sentía tan feliz. Lo que Juan dijera y lo que Juan hiciera luego no eran a menudo la misma cosa.

Pese a las peticiones de La Viro, Juan se negó a permitir que los misioneros hablaran con su tripulación acerca de la Iglesia. Envió guardias armados al final del paso en la pared del estrecho para asegurarse de que los misioneros no entraran en su territorio. Su excusa, por supuesto, era que no deseaba ser atacado por los marines de Clemens. La Viro le dijo a Juan que no tenía derecho a impedir que gente no hostil cruzara el paso. Juan replicó que no había firmado ningún acuerdo con nadie relativo al uso del paso. Mantuvo su vigilancia, y nadie pudo impedir que ejerciera sus derechos.

Pasaron tres meses. Hermann aguardaba su oportunidad de llevar aparte a Burton y a Frigate cuando esos vinieran a Aglejo. Sus visitas eran muy poco frecuentes, y cuando lo hacían nunca iban solos.

Una mañana, Hermann fue llamado al Templo. La Viro le dio la noticia, que acababa de llegar vía tambores. El No Se Alquila estaría en Aglejo dentro de dos semanas. Goering tenía que ir al mismo lugar donde había abordado al Rex.

Aunque Clemens no se había mostrado amistoso cuando Hermann lo había conocido en Parolando, tampoco se había mostrado hostil. Cuando Goering subió a la timonera, se sorprendió al notar que se alegraba de ver a Clemens y al gigante titántropo, Joe Miller. Más aún, el americano lo reconoció al cabo de cuatro segundos de su presentación. Miller proclamó que lo había reconocido al segundo por su olor.

Aunque dijo Miller no huelez ezactamente como acoztumbrabaz a oler. Huelez mejor que entoncez.

Quizá sea el olor de santidad dijo Hermann, y se echó a reír. Clemens sonrió también, y dijo:

¿La virtud y el vicio tienen su propia química? Bien, ¿por qué no? ¿Cómo huelo yo tras esos cuarenta años de viaje, Joe?

Algo azi como una vieja pantera en celo dijo Joe.

No fue en absoluto como cuando unos viejos amigos se encuentran después de una larga ausencia. Pero Goering sintió que, por alguna razón, se sentían tan complacidos de verle como él de verlos a ellos. Quizá era una pervertida forma de nostalgia. O tal vez la culpabilidad jugaba también algún papel en ello. Puede que se sintieran responsables de lo que le había ocurrido a él en Parolando. No deberían, por supuesto, ya que Clemens había hecho todo lo que había podido por hacer que abandonara el estado antes de que le ocurriera algo violento.

Le dijeron en pocas palabras lo que había pasado desde que le vieran por última vez. Y

él describió sus experiencias desde entonces.

Fueron al gran salón a tomar unas copas y a presentarle a los notables de a bordo. Cyrano de Bergerac fue llamado a la cubierta de vuelos, donde había estado practicando esgrima.

El francés le recordaba, aunque no muy bien. Clemens describió de nuevo lo que Hermann había estado haciendo, y entonces de Bergerac recordó la conferencia que había dado Goering.

El tiempo había efectuado evidentemente algunos cambios en Clemens y de Bergerac, pensó Hermann. El americano parecía haber abandonado su gran animadversión hacia el

francés, haberle perdonado el que hubiera tomado a Olivia Clemens como compañera. Los dos estaban ahora en buenas relaciones, charlando, gastándose bromas, riendo.

Pero llegó el momento en que todo esto tenía que terminar.

Supongo que habéis oído que el barco del Rey Juan llegó a Aglejo hace tres meses. Y que está aguardándoos justo al otro lado del estrecho que hay en el extremo occidental del lago.

Clemens lanzó una maldición y dijo:

Sabíamos que nos estábamos acercando rápidamente a él. ¡Pero no, no sabíamos que hubiera dejado de correr!

Hermann describió lo que había ocurrido desde que él abordara al Rex.

La Viro espera aún que tú y Juan consigáis perdonaros mutuamente. Dice que después de tanto tiempo, no importa de quién fue la culpa al principio. Dice...

El rostro de Clemens enrojeció y se ensombreció.

¡Es muy fácil para él hablar de perdón! dijo con voz muy fuerte. ¡Bien, que hable de perdón desde ahora hasta el día del juicio final, yo no voy a detenerle! Un sermón nunca hace daño a nadie, y a menudo es beneficioso... si necesitas echar una cabezada.

»Pero no he llegado hasta tan lejos tras todas las dificultades y angustias y traiciones y pesares sólo para darle a Juan unas palmadas en la cabeza y decirle lo buen chico que es por debajo de toda su podredumbre y luego darle un beso y hacernos de nuevo amigos, y decirle: «Mira, Juan, reconozco que a lo largo de estos años has luchado mucho para mantener mi barco en buenas condiciones y para impedir que todos esos traidores bribones intentaran quitarse ese Fabuloso Barco Fluvial que tanto te había costado quitarme a mí. Reconozco que te he odiado, despreciado y detestado, pero qué infiernos, eso fue hace mucho tiempo. Ya no puedo seguir odiándote; siempre he sido un tipo de buen corazón».

»¡Un infierno voy a hacer! rugió Clemens. ¡Voy a hundir ese barco, el barco que en un tiempo amé tanto! ¡El lo ha deshonrado, lo ha convertido en un estercolero, ha hecho que hieda! Voy a hundirlo, hacerlo desaparecer de mi vista. Y de una forma u otra, voy a librar a este mundo de Juan Sin Tierra. ¡Cuando haya acabado con él, su nombre será Juan Sin Vida!

Todos esperábamos dijo Hermann que después de todos esos años, dos generaciones, como se acostumbraba a contarse, vuestro odio se hubiera enfriado, quizá hubiera muerto por completo. Que...

Oh, seguro, así ha sido dijo Clemens en tono sarcástico. Ha habido minutos, días, semanas, incluso meses, incluso un año entero, de tanto en tanto, en que no he pensado en Juan. Pero cuando me he sentido cansado de este eterno viaje por el Río, cuando he deseado ir a la orilla y quedarme en tierra y librarme del incesante ruido de las ruedas de paletas en mis oídos y la interminable rutina, las paradas tres veces al día para recargar los cilindros y el batacitor, los incesantes problemas que solucionar y los interminables detalles administrativos, y cada vez que mi corazón se ha detenido cuando he visto un rostro que se parecía al de mi amada Livy o Susy o Jean o Clara sólo para descubrir que no era ninguna de ellas... Bien, cuando me he sentido cansado de todo eso y he estado a punto de abandonar y decir: «Cyrano, toma tú el mando, voy a ir a la orilla y a descansar un poco y pasarlo bien y olvidar esta monstruosa belleza, y tú sigue adelante Río arriba y no vuelvas nunca a buscarme», entonces he recordado a Juan y lo que me había hecho y lo que yo tenía que hacerle a él. Y entonces he reunido mis fuerzas y he gritado: «¡Adelante, sin pararnos, a toda máquina ¡Sigamos hasta que alcancemos al Maldito Juan y lo enviemos al fondo del Río!» Y eso, el pensamiento de mi deber y de mi más ansioso deseo, el oír a Juan chillar antes de que le rompa el cuello, eso es lo que me ha impulsado a seguir adelante, como tú dices, durante más de dos generaciones.

Me duele oír eso fue lo único que pudo decir Hermann. Era inútil añadir nada más sobre aquel asunto.

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