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Capítulo 37.- Duelo de verdad V

—¡Aceptadas! ¡Bestia sin principios! Ahora vete. Y recuerda: sé amable con los chicos. —Con fingida mansedumbre, Nelson siguió a sus jóvenes cuidadores hasta el patio del establo, y Darcy dio media vuelta hacia la casa. Ya iba demasiado retrasado para el desayuno y además muy sucio, según notó con desconsolada satisfacción. Sería imposible presentarse a la mesa antes de una hora por lo menos, lo cual sobrepasaría totalmente el tiempo razonable para que lo esperaran. Al ver a Stevenson en el vestíbulo, le pidió que les presentara sus excusas a los anfitriones y luego se dirigió a tomar un reparador baño de agua caliente, que Fletcher pronto le tendría preparado.

Debía de estar a medio camino en la escalera, cuando oyó que se abría una puerta en el piso inferior.

—… muy amable, señor Bingley, pero así debe ser. Para entonces, Jane ya estará completamente restablecida y la verdad es que ya hemos abusado demasiado de su hospitalidad. —La clara voz de Elizabeth llegó hasta él.

—¡Abusar, señorita Elizabeth! Yo espero que usted no piense eso, porque nosotros no lo creemos así. No permitiría, por nada del mundo, que la salud de la señorita Bennet se viese resentida, y menos aún por la noción errónea de haber abusado del placer que nos proporciona tenerlas aquí. Después de todo, somos vecinos y debemos… mmm… preocuparnos por los otros como nos preocupamos por nosotros mismos.

Darcy oyó la deliciosa risa de Elizabeth al responder:

—No ha citado usted bien las Escrituras, señor Bingley, pero no tengo ningún reparo ante su aplicación del sermón del domingo pasado. Una atención tan diligente hace que sienta una gran curiosidad por saber cuál será el resultado del de mañana.

Darcy se puso los dedos sobre la boca para contener la risa que habría delatado su presencia. Cuando pasó el peligro, bajó la mano pero comenzó a frotarse el pecho de manera inconsciente, pues la sensación de opresión volvió a asaltarlo.

—Entonces, ¿están decididas a marcharse mañana? —Darcy reconoció un tono lisonjero en la voz de Bingley, señal de que su poder de persuasión había llegado a su límite.

—Oh, ¡debería darle vergüenza, señor Bingley! Usted quiere hacerme sentir como una absoluta ingrata, pero debe saber que soy inmune a esas maquinaciones. Olvida usted que tengo tres hermanas menores que emplean con frecuencia un tono similar. Soy bastante versada, señor, en cómo resistir las lisonjas.

La risa sincera de Bingley resonó en el vestíbulo.

—Ya me conoce usted demasiado bien, señorita Elizabeth.

—Demasiado bien como para creer que usted aún no se da cuenta de lo inmensamente agradecidos que estamos con usted sus vecinos Bennet —contestó la muchacha con voz suave—. De verdad, ha sido muy amable con mi adorada Jane y conmigo. —Hizo una breve pausa y añadió—: Ahora debo subir junto a Jane, y si sigue sintiéndose mejor, las dos bajaremos más tarde esta mañana. Señor Bingley.

Con el mayor sigilo posible, Darcy subió el resto de los escalones y dobló con pasos rápidos la esquina del corredor que conducía a sus habitaciones. Cuando cruzó la puerta, la cerró con cuidado, sin hacer ningún ruido, y soltó la respiración que había estado conteniendo. Entonces se va mañana. Recorrió con sus ojos la habitación como si estuviese buscando algo, sin saber todavía qué. Luego soltó un gruñido, tocó la campana para llamar a Fletcher, se sentó pesadamente en un sillón y comenzó a desabrochar los botones de la chaqueta. Una bendición, realmente. ¡Ya lleva demasiado tiempo aquí! Una vez que hubo acabado con los botones, se concentró en la corbata, tirando con fuerza de sus extremos hasta desanudarla. Y a ti te gusta más de lo que debería… Hizo una pausa en su lucha con la tela y dejó caer las manos. ¡Te gusta! ¡Pobre imbécil, ni siquiera puedes ser sincero contigo mismo! Se levantó y comenzó a pasearse de un lado a otro, abrió la puerta del vestidor y, al no encontrar a nadie allí, se dirigió nuevamente a la campana y volvió a tocar. Acababa de desplomarse otra vez sobre el sillón, cuando Fletcher abrió la puerta del vestidor.

—Señor Darcy, su…

—¡Ya era hora de que apareciera! ¿Ya está listo mi baño, o tendré que subir el agua yo mismo? —le gritó a su ayuda de cámara. La expresión de la cara de Fletcher conmovió a Darcy hasta la médula, y por espacio de unos cuantos segundos, amo y criado se miraron en silencio—. Fletcher, ¿sería usted tan amable de perdonarme esta lamentable grosería y esas palabras tan injustas? Usted me ha servido bien y con lealtad durante siete años y no merece tener que soportar mis explosiones de mal humor. —El ayuda de cámara relajó los hombros ligeramente, inclinándose en señal de aceptación—. Buen chico —respondió Darcy agradecido y se levantó del sillón. Pasó junto a Fletcher camino del vestidor, mientras echaban en la bañera los primeros baldes de agua caliente. Fletcher levantó los brazos y, con mucho cuidado, retiró la chaqueta de los hombros de su amo y la deslizó por los brazos. La indomable corbata también fue sacada. Darcy se sentó mientras uno de los ayudantes de la cocina le quitaba las botas y su ayuda de cámara organizaba sus artículos de tocador.

—Así está bien, Fletcher. Deme, digamos, veinte minutos.

—Muy bien, señor. ¿Hay algo más que pueda traerle, señor? —Darcy negó con la cabeza—. Me he enterado de cierta noticia, señor.

—¿De verdad? ¿Y qué «cierta noticia» es ésa, Fletcher?

—Las señoritas Bennet regresarán a su casa mañana, después de los servicios religiosos. —Fletcher abrió la puerta de servicio del vestidor—. Pero tal vez usted ya lo sabía. —Darcy levantó la vista hacia su ayuda de cámara, pero Fletcher ya estaba a salvo al otro lado de la puerta.

Las murallas de Badajoz seguían en pie después de un día de incesantes bombardeos de la artillería y los comandantes de la operación acababan de recibir la orden de retirarse, cuando Darcy oyó que la puerta de la biblioteca se abría. Al bajar, había encontrado que todos los salones estaban desiertos, sin que hubiese rastro de los Bingley ni de sus invitados.

—Están tomando el aire en el cenador, señor —fue la respuesta del mayordomo a su pregunta sobre el paradero de los anfitriones. Así que con la casa maravillosamente en silencio, llevó su libro a la biblioteca y se instaló durante una hora a «seguir el tambor», hasta que sus anfitriones regresaran.

La puerta estaba precisamente detrás de él, así que, al oírla, dijo por encima del hombro:

—Charles, ¡esto es realmente increíble! Permíteme que te lea… —Darcy alcanzó a ver con el rabillo del ojo un fragmento de muselina amarilla bordada que le reveló enseguida que la persona que había entrado en la estancia no era Bingley. Levantó la vista y se encontró con una visión encantadora: la luz del sol que entraba por la ventana de la biblioteca provocaba que el vestido de la muchacha resplandeciera discretamente y resaltaba el color castaño rojizo de su cabello. Darcy tragó saliva. ¡Firme… sin mostrar la más mínima señal!

—Señorita Elizabeth —dijo con voz neutra, levantándose de la silla. La frialdad de su inclinación fue correspondida con una reverencia igualmente mecánica.

—Señor Darcy, por favor, no permita que mi presencia lo perturbe.

—Señora. —Darcy hizo una nueva inclinación y volvió a su sitio. Abrió el libro con torpeza, buscó el pasaje que había estado a punto de leerle a Bingley y se quedó mirando la página fijamente, mientras todos sus sentidos permanecían alerta hasta que ella encontrara el libro que estaba buscando y se sentara o, Dios lo quisiera, decidiera abandonar la sala. Darcy se obligó a no mirar más allá del libro, pero el suave roce de los zapatos de Elizabeth, el murmullo del vestido y el discreto aroma a lavanda burlaron su decisión y lo mantuvieron pendiente de la dama más de lo que habría deseado.

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