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ExRo 09 liberado

Mis manos estaban sudorosas por los nervios y la desesperación. Lo poco que alcancé a mirar y lo mucho que escuché, hicieron que mis músculos se tensaran de inmediato. Pero a pesar de eso, mis manos volvieron a la palanca, mis dedos se enroscaron en ella y la apretaron como pudieron. Y entonces, la levanté bajo un gruñido que soltaron mis labios.

—Sistema de eliminación ExRo, desactivado.

Con la respiración helada, me aparté, enviando la mirada a las primeras incubadoras. Había sido demasiado tarde. El agua había adquirido el color rojo en la cuarta y quinta incubadora. El miedo flaqueó mis piernas cuando miré la sexta incubadora del mismo color.

Dejé de respirar nuevamente.

La novena incubadora...

—No—susurré, caminando temblorosa mientras me apartaba de la máquina. La siete estaba igual. Pero el cuerpo de la incubadora ocho estaba ileso y sin ni una sola herida. Rodeé esa pecera con la intención de mirar hacía el nueve rojo.

Ahí estaba ese cuerpo, intacto de la cabeza a los pies. Suspiré con un poco de alivio. Su rostro se movió en mi dirección mientras llegaba hasta su pecera. Lo miré con detenimiento antes de echarle desde mi lugar, un ojo a la máquina y a todos esos botones. La palanca no paraba los números, entonces lo hacía los botones, ¿no? Quise saber cuál de todos ellos detenía el tiempo.

Era complicado entender esos colores que no concordaban con los dibujos. Además, ¿por qué se repetían? Tenía que ayudarlos, de cualquier forma ellos eran seres humanos. Volví a contemplar su figura y ese brazo que rebelaba en gran parte una piel blanquecina. Solo miré un momento antes de volver la mirada a las computadoras.

A los cuerpos de las incubadoras 8,9 y 10, solo le quedaban minutos de vida.

— ¿Es verdaderamente la maquina?—mi voz salió alta, casi como un grito molesto.

El verde por lo general significaba algo bueno, aceptable. El naranja un alerta y el rojo, peligro o algo malo. El blanco, definitivamente era desconocido. No lo sabía, en realidad solo divagaba. De su mascará un espumado de burbujas sobresalió ante su asentimiento.

—Hay un sinfín de botones, y solo tienes nueve minutos, ¿cómo sabré cuál de todos es?

No esperé a que me dijera algo más, volví a la maquina apresurada y conté todos los botones. En total eran 40: 10 blancos, 10 rojos, 10 verdes y 10 naranjas...

10 incubadoras.

¿Y si cada color de cada botón pertenecía a una incubadora? ¿Un rojo, verde, blanco y amarillo para la primera, y así sucesivamente hasta el décimo? Rasqué torpemente detrás de mi oreja, quería pensar con más claridad y no podía hacerlo, estaba desesperada.

Retrocedí, a punto de ir y preguntarle, pero mis pies se inmovilizaron. Fijé la mirada en la parte inferior de la barra en la que estaban los botones. Un número uno, marcándose debajo de cuatro botones de diferentes colores, me hizo acercarme otra vez.

No era el único número debajo de los botones. Mientras cuatro botones se enumeraban con el número uno, otros cuatro lo hacían con el número dos y así sucesivamente. Rodeé la maquina mientras leía los diferentes números hasta llegar a los cuatro botones enumerados con el nueve. Lo entendí.

Era más que claro que cada cuatro botones pertenecían a una incubadora.

Miré de nuevo las computadoras. Faltaban tres minutos para que las aspas de la incubadora ocho se agitaran. Repetí el color de los botones y regresé al Noveno.

— ¿Verde?—pregunté, llevando mi mano al cristal.

Siguió mirándome, o eso creí que estaba haciendo. Los brazos que descansaban a los lados de su cuerpo, los alzó. Colocó una de sus manos sobre la mías, y negó en un ligero movimiento con la cabeza.

Me desconcerté. ¿Por qué el verde no? ¿Por eso el color llevaba una tacha? Volví a concentrarme en él.

— ¿Blanco?

Dudó con los movimientos de su cabeza. Un sonido que me puso los pelos de punta, me hizo gritar.

— ¡¿Naranja?!— estallé. A apenas lo vi inclinar su cabeza y salí disparada como flecha a la maquila. Las aspas de la ocho empezaron a sonar como un abanico de avión. Estaban succionando el cuerpo.

Rodeé la máquina apresuradamente. Mis manos salieron volando y piqué el botón naranja de la ocho, nueve y diez. Tal vez era demasiado tarde para el octavo, pero al fin. Esas aspas habían parado su velocidad y el cuerpo siguió entero.

Un par de pititos me hicieron voltear. El tiempo de la ocho estaba en números ceros, pero el de la nueve y diez, quedaron paralizados. Solo entonces, cuando los miré de reojo pude volver a suspirar.

Pensar en lo mucho que estar aquí me hacía sentir una clase de deja vu, me petrificó. Era extraño sentir que antes también había tocado la misma palanca. Aparté mi cuerpo de la máquina, y caminé en dirección al resto de sobreviviendo. Caí sorprendida cuando vi al Octavo sacudir el rostro a los lados.

No había muerto. Sus brazos estaban abrazando a sus rodillas, y una delgada hilera de sangre salía de uno de sus pies.

Lo miré. Estaba despierto, sobresaltado al parecer. Y solo hasta que me acerqué, colocó su atención en mí. Su rostro fue lo que más me perturbó, parte de su frente y sienes estaban descubiertas mostrando una clase de piel morada.

— ¿Puedes escucharme?— pregunté. Esperaba que me asintiera o que su mano golpeara el cristal, pero no lo hizo. Solo se quedó así, mirándome. Infló con fuerza su pecho y lo desinfló a su vez, logrando que las burbujas emanaran de su máscara con fuerza.

Estaba agitado. Parecía asustado aferrándose a sus rodillas. Después de todo yo también lo estaría al despertar y darme cuenta de que unas aspas debajo de mi estaban succionándome.

Un golpe nuevo me hace saber que proviene de la incubadora nueve. Deje de ver al cuerpo de la incubadora 09 y volví al Noveno. Su mano golpeó otra vez el cristal, sus blancos dedos se arrastraron hacia abajo hasta que volvió a golpear.

Quería salir de ahí, la desesperación de sus golpes eran fácil de leer.

— ¿Cómo los saco?— volví a preguntar mirándolo con severidad. Una cosa fue darme cuenta de lo extraño que resultaba ser preguntarle, ¿al menos sabía cómo salir? Y su la respuesta era sí, ¿cómo era que lo sabía?

Era raro. ¿Cómo sabía de los botones, y cuál era para qué? Resultaba extraño. La máquina estaba a dos incubadoras de la suya, era imposible que pudiera mirar desde su lugar.

Asintió. Eso era aún más inesperado. Desconfié. ¿Qué clase de humano era? ¿Realmente nació aquí? ¿Este laboratorio, realmente creó vida? Pensaba en que era una tontería, que tal vez solo habían sido puestos ahí dentro, pero pensar eso, también era absurdo.

Todo aquí, era absurdo.

Ignoré su asentimiento y volteé nuevamente a las pantallas, parecería que el tiempo seguía congelado. Estaban en números naranjas.

Di la vuelta y revisé cada computadora. Comencé a preguntarme para que servían, eran muchas formando un círculo, conectándose unas a otras.

Presioné el botón de encender, revisé la Pc y miré todos esos cables conectados en perfecto estado, saliendo de un agujero del suelo. ¿A dónde llevaban? Seguí evaluando y cuando miré lo suficiente, volteé a la incubadora nueve.

Todo este tiempo, él o ella había estado siguiéndome con la mirada. Las escamas de su cuerpo cada vez eran menos. Con cada minuto, un pequeño bonche se liberaba de su blanca piel. Tenía curiosidad por saber por qué tenía escamas, pero había algo más que quería preguntar.

— ¿Sabes lo que eres?

Mi cuerpo se encogió cuando el suyo se impulsó hacia mí, sus manos se anclaron como pudieron al cristal. Quedé en shock, su rostro estuvo a centímetros del mío, solo con ese material trasparente apartándonos.

Las escamas brillaron con la luz del laboratorio. Pude ver lo mucho que marcaba su rostro, el puente de su nariz apenas podía vislumbrarse con toda esa negrura, sus pómulos y marco de cejas también.

Se señaló a sí mismo, a esa área de pecho que dejaba ver una marcada clavícula. Y, girando un poco su mano, me señaló a mí.

—Igual a mí— terminé diciendo en voz baja, entendiendo.

Observé, perturbada, como las venas de su brazo libre de escamas, se marcaban cuando hizo el siguiente movimiento, llevando su mano al cristal.

Bajé ahora la mirada a su estómago, donde una capa de piel también se dejaba ver. Bajé más y me detuve en sus pies. Uno de sus dedos— el dedo gordo— podía verse. Regresé y esta vez me centré en una zona en particular. No tuve que quedarme tanto tiempo mirando para averiguar que sexo era el experimento humano.

Hombre.

Él era hombre.

Retiré la mirada y la centré en su rostro, quería repasarlo otra vez, pero él se retiró de un solo empujón. Y no paso un segundo cuando señaló de nuevo a la máquina. Eso me hizo revisar las pantallas otra vez, asustada de que el tiempo volviera a andar.

— ¿Debo picar el mismo botón?— Él asintió pero negó tan rápido lo hizo—. ¿Otro botón?— Lentamente asintió. Los últimos colores que quedaban era el rojo y el blanco—. ¿Rojo?

Su movimiento de cabeza me hizo balancear la mirada a las aspas. Las miré lo suficiente como para asentir.

— ¿Los liberará?—quise saber. Nuevamente, afirmó. Mi estómago se llenó de una extraña sensación. Ansiedad y miedo. Quería preguntar otra cosa, pero no sabías si respondería con la verdad. Por otro lado, si lo sacaba podía atarlo, y luego soltarlo siempre y cuando él no fuera un peligro.

Me alejé, y corrí a uno de los casilleros junto al lavabo. Uno de ellos tenía un par de tijeras filosas. Me servirían para protegerme en dado caso que lo necesitara. Abrí el casillero y del bolsillo de la mochila que colgaba en él, tomé el objeto filoso. También agarré una camiseta y la corté en largas tiras. Luego de ello, volví a esa máquina.

Miré los botones rojos que llevaban el dibujo de la palomita. Tomé una fuerte respiración y terminé aplastándolos. Al instante en que lo hice, lancé la mirada a las incubadoras a causa de un sonido mecánico. El agua en su interior lanzó una burbuja del tamaño de sus cabezas, y al reventar, el agua comenzó a bajar de volumen.

Las peceras estaban vaciándose. Los cuerpos bajaban al mismo ritmo en que lo hacía el agua, arrastrando con el peso los gruesos cables que conectaban a sus máscaras. Corrí a la Octava nada más para saber que las aspas de su incubadora ya no estaban y un piso blanco había tomado su lugar. Sobre él, cayeron los cuerpos por igual.

Cuando el Octavo se sacudió en el suelo de mármol, su pecho también lo hizo. Fue fácil notar ese par de bultos en esa parte. Era mujer.

Se dejó recostar en el suelo con rapidez, y se hizo una bolita humana. Entendí que tal vez, tenía frio, ¿o acaso miedo? Seguí mirando, esperando a que de algún modo se abriera, pero nada paso durante la espera. Entones volví al número nueve. Él golpeó su cabeza en el cristal, eso me sorprendió. Sus manos fueron hacia su máscara y sus dedos empezaron a escarbar en ella con desesperación. Como si le doliera.

— ¿Que sucede?— Me incliné un poco. Sus manos tiraron de los tubos de su máscara con tanta fuerza que terminaron saliendo de los agujeros: y mientras conforme salían, el tubo cada vez era más delgado. Abrí los ojos en grande cuando vi cuanto del tubo tenía dentro de la máscara y, seguramente, dentro de su cuerpo.

Se infló su pecho con la necesidad de adquirir aire, y luego, todo ese aire salió como humo grisáceo de los agujeros de la máscara.

Toqué el cristal varias veces para que me viera. Su brazo tembló cuando lo levantó y pegó contra el cristal para detenerse. Eso debía deberse a que con el agua, el peso de nuestro cuerpo era menos. Pero ya no podía sostener su propia fuerza, estaba débil.

—Dime qué más hacer— grité—. Señálame como sacarlos— ordené. Se quedó cabizbajo con la frente recargada en el cristal, respirando a través de los agujeros de la máscara que aún no se quitaba. Estaba a punto de volver a gritarle cuando me di cuenta de que efectivamente estaba señalando.

En su mano que aún se mantenía pegada al material, uno de sus dedos se mantenía un poco inclinado y todos los demás doblados hacia la palma. Señalaba a tras de mí, giré a ver sobre mi espalda las computadoras.

Tres pantallas iluminaban un mensaje. Me acerqué a la pantallas nueve para leerlo a voz:

—Campo de liberación ExRo 09. ¿Aceptar o cancelar?— Tomé el mouse. Al principio la flechita no apareció en la pantalla pero, cuando golpeé un poco el ratón en el escritorio, apareció. Lo dirigí e hice click en aceptar, otro mensaje se iluminó—. ExRo 09 aceptado. ¿Desea reanudar o continuar?

Pestañeé, confundida, y volví a dar en continuar.

—ExRo 09 liberado.

Un chasquido largo y los bordes superiores soltaron un extraño hedor a azufre. Cubrí mi nariz y vi luego como el cristal fue bajando. Esperé hasta que el cristal terminara por debajo del suelo en el que él estaba, para acercarme.

Estaba hecho, no había nada que nos separara.

Ese pensamiento lanzó una señal a mi cerebro, una de advertencia que me estremeció. Llegué hasta él, con la sorpresa de no saber cómo tomarlo. Escuchar la fuerza cansada de su respiración y verlo así de cerca, era tan nuevo y desconcertante. Su cuerpo llevaba ese aroma a azufre, empapado y con las escamas brillosas.

Mis manos dudaron cuando estuvieron a centímetro de tomarlo por los hombros, pero lo hice. Y cuando mi piel tocó esas pegajosas escamas, el calor me abandonó casi como una descarga eléctrica.

Tirité.

—Te sacaré de aquí— informé. Se veía tan débil, amenazando con que, en cualquier momento, se desmayaría. Esperaba que no lo hiciera, necesitaba que estuviera despierto. Me acomodé a su lado derecho y tomé su brazo para rodearlo sobre mis hombros—. Vamos. Levántate.

Mi otra mano buscó como enroscarse en su torso, y cuando halé, mi mano resbaló hasta su axila. Las escamas de su torso eran resbalosas.

—Intenta levantarte— pedí. Él no dijo nada pero, con su otro brazo, se apoyó en el suelo y empezó a levantarse.

Le temblaban las piernas, parecían gelatina. No podía sostenerse con facilidad aun cuando se apoyó en mí. Apreté más su cintura cuando vi que comenzaría a caminar, y tan solo lo hizo, todo su cuerpo cayó sobre mí, golpeando mi espalda contra el suelo.

Gemí de dolor, sorprendida. Dejé su brazo y me apresuré a sentarme como pude. Su cabeza estaba apretando mi pierna. Pesaba. Sí que lo hacía, y me costaba creerlo por lo delgado que era.

— ¿Estas...?

Ahogué las palabras cuando me vi las manos, las tenía llenas de sus escamas. Las sacudí de inmediato y moví sus hombros. Respiraba con pesadez pero, ya no reaccionaba.

¿Se había desmayado?

Miré los cuerpos de las otras incubadoras y luego le devolví la mirada a él y a mi pierna cuyos músculos empezaban a arder. Me quité la sudadera quedando en tirantes y la doblé acomodándola a un lado de mí. Como pude, moví parte de su cuerpo y coloqué su cabeza sobre mi sudadera.

Suspiré antes de levantarme y acercarme a las computadoras, quedando desorientada al ver que el mensaje había desaparecido de la pantalla ocho y diez.

Piqué cada mouse y tecla. Nada ocurrió. Presioné el botón para encenderlas y tampoco paso nada. ¿Cómo los sacaría a ellos?

Revisé el cuerpo de la pecera 10 ni siquiera parecía estar respirando, tal como el Noveno y el Octavo lo hacían. Toqué su incubadora, cerca de donde su cuerpo estaba arrojado. Varias veces la golpeé, y no sucedió lo que esperaba.

Fui a la incubadora 08 cuyo cuerpo se hallaba pegada al cristal. Los tubos de su máscara estaban en el suelo, dejando un par de agujeros a los lados de su respirador.

— ¿Puedes entenderme?— le pregunté en un grito. Ella no volteó a mirarme—. Es para sacarte de aquí. ¿Sabes cómo?

Siguió quieta, sus manos descansando sobre sus rodillas dobladas, ocultando su pecho femenino todavía lleno de escamas. Movió un poco la cabeza, pero solo para ver el cuerpo del chico de la incubadora nueve.

— ¿Sabes cómo puedo sacarte? — No me respondió. Me aparté de ella para revisar el cuerpo en el suelo. Una que otra escama empezaba a resbalarse de los costados de su torso.

El ambiente del laboratorio era fresco, y él estaba desnudo y mojado, seguramente tendría frio.

Fui por una de las batas blancas del casillero. La sacudí un par de veces y el polvo se levantó de la tela para hacerme toser. Volví a las computadoras rodeándolas hasta la entrada que daba a las incubadoras. Y mientras lo hacía, mi mirada fue atraída hacia una de las pantallas.

Era esa misma computadora en la que apareció una lista de idiomas. Tenía escrito algo en pequeñas palabras, y un guion largo se mantenía parpadeando debajo de ellas.

—. ¿Están ahí?

—. ¿Hay alguien con vida?

—. Somos once sobrevivientes en el área negra, soldados y científicos.

—. Repito, ¿hay alguien en el área roja?

Respiré con mucha fuerza y todo ese aire se atascó en mis pulmones. La cabeza iba a explotarme al igual que todo el cuerpo llenándose de un escalofriante shock.

Volví a leerlo, y sin poder creer lo que estaba sucediendo, tallé mis ojos para releerlo. Sí, no me lo estaba imaginando. Alguien estaba aquí también. No éramos los únicos.

Once. Once personas.

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