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Sobre Los Cielos

En el corazón de la ajetreada Shanghái, Glenn, un programador atrapado en la vorágine de la rutina corporativa, ve cómo la chispa de su vida se desvanece bajo la sombra de la opresiva carga laboral. Sumido en el vacío y la desesperación, su mundo se detiene abruptamente cuando un infarto lo derrumba en su oficina, llevándolo a una experiencia cercana a la muerte que desafía toda lógica y razón. En un momento que parece eterno, Glenn transita por un reino etéreo, un pasaje donde las almas se entrelazan y la existencia se transforma. Pero lo que comienza como un último suspiro en un mundo conocido, se convierte en un despertar inesperado. Glenn abre los ojos en un cuerpo joven, en medio de un bosque que parece salido de un sueño: árboles de corteza cristalina, hojas que susurran secretos, y un suelo que brilla suavemente bajo sus pies. Desconcertado y fascinado, Glenn debe aprender a sobrevivir en este nuevo y mágico mundo, mientras busca respuestas sobre su inesperada reencarnación y la extraña conexión que parece unir su pasado con este nuevo inicio. La lucha por entender su propósito en un lugar donde la naturaleza y la magia coexisten lo llevará a descubrir poderes ocultos y secretos que podrían redefinir lo que significa estar vivo. Sobre los cielos es una historia de renacimiento y descubrimiento, donde los límites entre la realidad y la fantasía se desdibujan, y un alma perdida encuentra su verdadero destino en un mundo lleno de maravillas y misterios.

XiamRyuu · Aktion
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Sobre los cielos Capitulo 3 - “Aferrándose a la vida”

Con los ojos abriéndose abruptamente, Hitomi respiró con desesperación, su pecho se alzaba y descendía como si estuviera luchando por contener un dolor insoportable. Se llevó las manos a su torso, como si pudiera frenar un sufrimiento invisible que lo recorría por dentro. 

El sudor, frío y pegajoso, le resbalaba por las mejillas, mojando su rostro como una lluvia inesperada. Se encontraba de espaldas sobre la hierba, su cuerpo aún temblando, sus músculos entumecidos por la incomodidad de una posición forzada. 

Un estremecimiento recorrió su espina dorsal, y en un intento por recuperar el control, sus manos se aferraron con fuerza al suelo, buscando la estabilidad que su mente aún no podía ofrecerle.

El aire estaba denso, impregnado de la fragancia terrosa de la hierba fresca y la humedad que emanaba de la tierra, y a pesar del frío que le calaba los huesos,

algo en el ambiente parecía pulsar, vibrante, como si el mundo mismo estuviera esperando que él despertara de ese estado de shock. El cielo sobre él era de un azul vívido, casi irreal, y las nubes se deslizaban suavemente, deshaciendo cualquier certeza de estar en el mismo lugar que conocía.

Trató de calmar su respiración, su pecho subiendo y bajando de forma irregular, como si intentara llenar de aire unos pulmones que aún no comprendían que podían volver a funcionar. Necesitaba encontrar algo en sus pensamientos, un hilo, una ancla que lo conectara a lo que conocía, algo que lo sacara del caos en el que estaba sumido.

"¿Qué hago aquí?" se preguntó, su mente vacía de respuestas, atrapada en un torbellino de confusión. ¿Cómo había llegado hasta este lugar? ¿Por qué no podía recordar nada claro? Un repentino parpadeo de imágenes lo golpeó como una oleada: vastos cielos estrellados, un vacío cósmico, y figuras nebulosas danzando a través de un espacio infinito. Todo era tan distante, tan... ajeno.

"¡Arg, mi cabeza!" gritó, apretándose con ambas manos los templos como si pudiera despejar el dolor que lo embargaba. El dolor punzante no desaparecía, se intensificaba, atravesando sus sienes como un filo afilado. Y entonces, sin poder sostenerse más, su cuerpo se desplomó de nuevo sobre la hierba, la caída suave pero agónica. Miró hacia arriba, hacia el cielo que se extendía ante él, inmenso y lejano. Las nubes flotaban tranquilas, sin prisas, como si fueran ajenas al caos de su mente.

Unos segundos pasaron, pero a Hitomi le parecieron horas. Se quedó inmóvil, observando el cielo, buscando en sus ojos una razón para entender lo que le estaba sucediendo. La desorientación no lo dejaba, y cuando finalmente sus ojos se centraron en sus propios brazos, un escalofrío le recorrió la piel. Abrió los ojos con incredulidad, los parpadeó varias veces, pero la realidad no cambiaba: sus brazos.

"¿Qué es eso?" musitó, su voz entrecortada, y de inmediato un nudo de horror se formó en su garganta. ¿Por qué tan flaco? Sus brazos estaban tan delgados que la piel parecía pegarse a los huesos. No podía apartar la mirada, incapaz de comprender lo que veía. 

Parecía una visión sacada de una pesadilla: sus huesos sobresalían, y la piel era translúcida, casi cadavérica. Estaba tan flaco que sus brazos parecían frágiles, como si fueran una caricatura de lo que alguna vez fue un cuerpo humano. Un estremecimiento recorrió su columna vertebral.

"¡Oh, Dios!" exclamó, su voz temblorosa, casi un susurro de terror. El shock se apoderó de él con la fuerza de una tormenta. ¿Qué le estaba pasando? Sus manos, que antes le habían sido familiares, ahora eran extrañas, ajenas. Su piel tan delgada y casi translúcida lo aterraba, como si estuviera frente a una momia que acababa de despertar de su letargo.

De repente, un miedo profundo se apoderó de él, uno que le heló la sangre y lo sumió en la desesperación. ¿De quién era este cuerpo? Pensó. Miró sus manos, sus huesos expuestos, y el miedo se hizo más grande, más opresivo. No podía ignorar lo evidente: estaba en un cuerpo que no era el suyo, uno que apenas parecía estar vivo.

"¿Acaso volví a la vida en mi antiguo cuerpo?" pensó, pero al instante esa posibilidad lo aterrorizó aún más. La idea de regresar a la vida solo para seguir existiendo en un cuerpo en descomposición, arrastrado por los restos de lo que alguna vez fue, le pareció una maldición insoportable. 

La sensación de repulsión lo llenó, como si su alma se estuviera alejando aún más de él. El miedo y la desesperación crecieron, y con un sudor frío recorriendo su espalda, se preguntó si realmente había vuelto a vivir o si estaba atrapado en un nuevo tipo de condena.

"¿Qué clase de mundo es este?" murmuró, su voz quebrada, como si esa pregunta fuera la única salida a su angustia. Pero no había respuestas, solo la vastedad del cielo sobre él y la extraña quietud de un paisaje que no entendía. En ese momento, el peso de su situación lo aplastó con toda su intensidad: No sabía dónde estaba, ni quién era, ni si su sufrimiento tenía algún fin.

Divisó su entorno con una mirada atónita, sintiendo el peso de la desesperación asentarse en su pecho. El lugar era vasto, inhóspito, y la inmensidad de la naturaleza lo rodeaba sin compasión. No había señales de civilización a la vista, ni caminos ni estructuras que sugirieran la cercanía de algún ser humano. Estaba completamente solo. El sol, que ya comenzaba a ponerse, teñía el cielo de tonos naranjas y morados, proyectando largas sombras sobre la vasta extensión de hierba que se extendía ante él. El aire era fresco, pero no lograba calmar la sensación de desorientación que lo envolvía.

"Esto debe ser una broma," murmuró en tono de reproche, con un dejo de incredulidad en su voz. Miró a su alrededor, como si esperara que algo cambiara, que alguna señal de familiaridad apareciera, pero todo seguía igual. 

El paisaje era ajeno a él. Se preguntó, mientras sus pensamientos se desbordaban, si en Shanghái había algún parque tan grande, pero rápidamente desechó la idea. Nada de lo que veía le era familiar en ningún sentido.

Después de un escaneo minucioso, su mente se concentró en el cuerpo que habitaba. La sensación de extrema debilidad era inconfundible. Su estómago rugía, pidiendo auxilio, pero la garganta estaba tan seca que ni siquiera podía tragar con comodidad. 

El hambre era terrible, insoportable, como un agujero negro en su interior que devoraba todo a su paso. Pero lo peor de todo era el estado de su propio cuerpo.

Con los ojos aún cargados de desconcierto, comenzó a examinar su figura. Era un cuerpo masculino, de aproximadamente 170 centímetros o más, con una piel de un blanco enfermizo, casi translúcido, como si la vida misma estuviera siendo drenada de él. Sus dedos, que antes le habían sido familiares, se deslizaban lentamente sobre la superficie de su rostro, tocando cada rasgo con un tipo de reverencia desconcertada.

Su cabello, castaño rojizo, caía en ondas suaves hasta sus hombros, con una suavidad que contrastaba con el aspecto débil de su cuerpo. Una mirada afilada, penetrante, parecía emerger de sus ojos, cuya claridad intensificaba la tensión en su rostro. Las cejas finas, las pestañas largas, todo se complementaba con una armonía sutil, casi angelical. 

A medida que sus dedos recorrían su mandíbula, la suavidad de su contorno le pareció casi demasiado delicada, más propia de una estatua que de un ser humano. Su nariz, fina y perfectamente proporcionada, se alzaba sobre sus labios rajados, agrietados por la deshidratación.

"Este cuerpo… es hermoso, si estuviera saludable," pensó, pero la revelación no le trajo consuelo. Lo más extraño de todo era que su mente estaba claramente consciente de que no pertenecía a ese cuerpo. No podía ser suyo. La pregunta lo atormentaba sin cesar: ¿De quién es este cuerpo?

La inquietud se transformó en angustia. ¿Qué está pasando? pensó, tocándose las sienes con las manos temblorosas, como si pudiera aliviar la presión psicológica que lo agobiaba. 

Esto debe ser una pesadilla, pensó. No había manera de que todo esto fuera real. Pero la dureza del suelo bajo su espalda, la sensación de vacío en su estómago, y la inquietante sensación de que algo estaba muy mal con él, no dejaban lugar a dudas.

Miró sus muñecas y tobillos, y allí encontró las marcas de grilletes, aún frescas. Eran señales claras de que había sido prisionero, tal vez esclavo, de alguien o algo. El horror comenzó a apoderarse de él con más fuerza. No solo había sido despojado de su cuerpo, sino también de su libertad.

"¿Qué me hicieron?" susurró, temiendo la respuesta. El miedo lo envolvía como una niebla espesa. La desnutrición lo había dejado al borde de la muerte. Cada respiración le costaba esfuerzo, y la debilidad le cortaba los movimientos, como si su propio cuerpo estuviera en su contra. Sentía que podría morir en cualquier momento si no encontraba algo que comer, algo que aliviara el hambre que lo devoraba.

Desesperado, comenzó a arrastrarse por el suelo, buscando algo, cualquier cosa que pudiera calmar su hambre. Sus dedos tocaban la hierba fresca, las raíces, las flores que crecía en la tierra a su alrededor. 

No importaba lo que fuera; su única necesidad era saciarse. Incluso pequeños insectos que cruzaban su camino fueron devorados sin pensarlo dos veces. El dolor en su estómago se aplacó ligeramente, pero el vacío interno seguía presente, insaciable.

La noche comenzó a caer, lenta pero segura, envolviendo todo en una quietud ominosa. El animado bullicio de las aves y los animales desapareció, y el bosque quedó en un extraño silencio. De repente, el aire se cargó de electricidad. Los relámpagos iluminaron el horizonte, como un presagio de lo que estaba por venir. La tormenta estaba cerca.

Y, en efecto, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, seguidas rápidamente por un torrente imparable de agua. Los vientos soplaban con fuerza, arrastrando la lluvia en todas direcciones, y los relámpagos iluminaban el cielo con destellos cegadores. 

Hitomi, sin fuerzas para levantarse, abrió la boca para beber, aprovechando la lluvia que caía y calmaba, gota a gota, su sed. Tragaba con dificultad, sintiendo el agua recorrer su garganta seca y herida. Cada trago era un alivio, aunque mínimo, pero suficiente para mantenerse consciente.

La lluvia no se detuvo, y él, tirado en el suelo, aprovechó ese momento para lavar su cuerpo, sintiendo la frescura del agua que caía sobre su piel, limpiando parte de la suciedad que se había acumulado durante todo este tiempo de sufrimiento. El torrencial aguacero continuó durante horas, y cada minuto parecía arrastrarlo más cerca de la desesperación.

Cuando finalmente la lluvia cesó, Hitomi se quedó allí, casi inmóvil, casi cubierto por el agua estancada. Su cuerpo, agotado y debilitado por la desnutrición, apenas podía moverse. El aire fresco y húmedo se sentía agridulce sobre su piel, pero el alivio era solo temporal. Cielos, pensé que iba a morir, se dijo, dejando escapar un suspiro entrecortado. Estaba cansado. Tan cansado. Pero la vida, por alguna razón, aún no lo había dejado ir.

Aprovechando los enormes charcos de agua que la tormenta había dejado en el suelo, Hitomi se acercó y, con manos temblorosas, comenzó a beber con avidez. Cada trago era un bálsamo para su garganta reseca y dolorida. 

Bebió todo lo que su cuerpo pudo soportar, sin considerar cuánto más podría consumir. El agua fría y refrescante parecía darle algo de alivio temporal, y en medio de ese pequeño respiro, pensó en voz baja, como si estuviera hablando con el alma que había poseído ese cuerpo antes que él.

"Tal vez si hubieras resistido solo un poco más, esta lluvia te habría salvado." Sus palabras se disolvieron en el aire, mezcladas con el sonido de la tormenta que aún retumbaba en el horizonte. La amargura de su pensamiento se asentó en su pecho, una carga pesada que ni siquiera la lluvia podría quitar. 

Pero el pasado ya no importaba. Ahora, su lucha era por sobrevivir, por encontrar alguna forma de salir de ese infierno, y lo único que le quedaba era seguir adelante.

Con el dolor físico retumbando en su estómago y en su mente, se arrastró por el fango como si fuera una criatura diminuta, un gusano que luchaba por sobrevivir en un mundo que le era completamente ajeno. Sus movimientos eran torpes, cansados, como si cada centímetro que avanzaba le costara el doble de esfuerzo. 

Su cuerpo estaba roto, debilitado por la inanición y la fatiga. Pero él no podía darse el lujo de detenerse. Avanzaba con la esperanza, ya débil, de encontrar algo que pudiera darle fuerzas.

Mientras avanzaba hacia el bosque, sus ojos comenzaron a notar los pequeños insectos flotando en el agua estancada. Eran criaturas muertas, arrastradas por la corriente de la tormenta, pero para él, cada uno de esos insectos representaba una fuente de energía, un pedazo de esperanza en medio de la oscuridad. 

Sin pensarlo, comenzó a comerlos. Al principio, su cuerpo intentó rechazar el asco, negándose a aceptar algo tan repugnante, pero Hitomi no tenía opción.

"Nunca imaginé que llegaría a comer insectos para sobrevivir," pensó mientras masticaba una de las criaturas. La sensación era asquerosa, su estómago protestaba, pero él no podía darse el lujo de rendirse. Cualquier cosa, se dijo, todo lo que pueda darme algo de fuerza. Los insectos eran pequeños, frágiles, pero al menos eran algo. 

Cuando sus dedos tocaban las raíces de las plantas que encontraba, las arrancaba sin dudar, metiéndolas en su boca como si fueran manjares. Las flores, aunque insípidas, también pasaban por su garganta, mientras su cuerpo intentaba procesarlas con desgano.

La lucha interna de su cuerpo era evidente. Cada bocado era una batalla: su estómago se rebelaba contra la ingesta, las vísceras trataban de rechazar lo que les ofrecía, como si se resistieran a la idea de aceptar esa alimentación tan primitiva. 

Pero Hitomi no podía permitirse el lujo de ser exigente. Cada vez que su cuerpo rechazaba un bocado, lo obligaba a tragarlo, una y otra vez, hasta que poco a poco el hambre, ese monstruo devorador, comenzaba a calmarse.

Horas pasaron mientras él se aferraba a la vida con uñas y dientes. Su cuerpo, desgarrado por el hambre, las heridas y la debilidad, comenzaba a aceptar los alimentos, aunque no sin cierto dolor. 

Cada pequeño gesto, cada bocado, era una victoria. Pero no había tiempo para celebraciones. La lucha por su vida continuaba, cada segundo más agotador que el anterior.

A medida que la oscuridad de la noche avanzaba, Hitomi no podía dejar de pensar en lo que había sido y en lo que había perdido. Su mente vagaba entre recuerdos vagos y sensaciones confusas. ¿Quién era él realmente? ¿Por qué estaba en ese cuerpo? Pero más allá de esas preguntas, el hambre lo mantenía anclado a la realidad. Necesitaba encontrar algo más. Necesitaba encontrar una forma de sobrevivir.

El viento comenzó a soplar más fuerte, haciendo que el fango bajo su cuerpo se pegara a su piel. Su ropa, empapada y sucia, se adhirió a su cuerpo, pero Hitomi no se detuvo. Siguió avanzando, consumiendo lo que fuera necesario para recuperar algo de la energía que había perdido. La lucha por su vida había comenzado, y no importaba lo que tuviera que hacer para continuar.