Junio de 1991
No pegó ojo en toda la noche, y esta vez no era culpa de su bisnieta. Al contrario, se alegró cuando la pequeña empezó a gimotear, porque así tenía un motivo para levantarse y hacer algo útil. Pasear a esa cosita llena de vida, mecerla, hablar con ella en voz baja, mirar los interrogativos ojos azules de su bisnieta: todo eso la distraía de las angustiosas sombras que la acuciaban en cuanto volvía a la cama y apagaba la luz. Entonces la atacaban y no había escapatoria posible.
No se lo imaginaba. Cuando llegó de golpe y porrazo y adquirió esa casa, no calculó cómo le afectarían los recuerdos. Creía que iba a resucitar los felices tiempos de su infancia y juventud, recomponer las desgarradas tradiciones familiares para dejarlas en manos de su nieta Jenny en algún momento. Ahora comprendía que no solo habían quedado las cosas bonitas en la memoria, sino que también la habitaban los terribles, los aterradores, los dolorosos recuerdos. Aquello que había reprimido durante todos esos años. Acechaban en el sótano de su subconsciente, condenados a no moverse para no perturbar la nueva, la segunda vida que absorbía toda la fuerza. Pero ahora parecía que alguien les hubiese abierto la puerta, habían escapado de su oscuro agujero y se vengaban del largo cautiverio.
Si por lo menos el tejado estuviese acabado de una vez… En realidad, los carpinteros tenían que estar preparados, estaba todo hablado y medido, y todos los días esperaban las furgonetas con las vigas. Pero ni siquiera la mejor techumbre instalada en la mansión habría podido ahuyentar al fantasma que Jenny había invocado el día anterior a media mañana con una inocente pregunta.
—Oye, abuela, ¿había alguien en nuestra familia que se apellidase Iversen?
A Franziska casi le dio un vuelco el corazón.
—¿De dónde sacas eso? —preguntó, esforzándose por mantener la voz controlada.
Jenny, que le estaba poniendo a la pequeña Julia un pañal limpio, respondió como de pasada:
—Está en una de las lápidas del antiguo cementerio familiar. ¡Ay, Julia, estate quieta si no quieres que te pegue el pañal a la pierna!
Era otro golpe bajo. El nombre de Walter en una lápida del cementerio familiar. ¿Cómo era posible? Walter había sido ejecutado. Por esos canallas de Berlín, que habían jugado al gato y al ratón con ella cuando llevaba tiempo muerto. Colgado. La muerte más ignominiosa para un oficial. Pero ¿qué importaba ya eso? Muerto significaba muerto.
¿Habían encontrado los rusos o los estadounidenses el cadáver de Walter y lo habían trasladado a Dranitz? Era más que improbable, pues entonces se decía que incineraban a los perpetradores de atentados y a los confidentes ejecutados. En tal caso, esa tumba solo se pudo colocar en el cementerio familiar como homenaje. Sí, tuvo que haber sido eso. Elfriede, que también había dispuesto el entierro del abuelo y el epitafio en su losa, había mandado colocar una lápida conmemorativa para Walter. Eso encajaba. Su hermana pequeña estaba locamente enamorada de él. Quizá necesitaba un lugar para sus penas.
Franziska quiso ir a la mañana siguiente al cementerio. Tenía que ver esa inscripción. Cerciorarse. Ya tenía la mano en el picaporte cuando llamaron a la puerta. Al abrir, descubrió una imagen aterradora.
—¡Cielo santo, Kacpar! ¿Se ha caído?
El ojo izquierdo del joven polaco estaba casi cerrado por la inflamación, los labios hendidos y sangraba de la oreja.
—¿Caído? —respondió a duras penas. Tenía los labios tumefactos—. Bueno, directamente sobre el puño del señor Pechstein.
—¿De Kalle? —preguntó Franziska horrorizada.
En ese momento Jenny apareció dando tumbos por el pasillo, soñolienta.
—Hombre, Kacpar —se quejó—, ¿qué quieres a estas horas de la madrugada? —Luego se fijó en su rostro. Horrorizada, abrió los ojos de golpe—. Pero ¿qué te ha pasado? ¿Te has chocado con algo?
—Se ha dado con el puño de Kalle —aclaró Franziska sin voz—. Hay que ponerle algo frío. Pase, señor Woronski, le traigo hielo del congelador. —Le ofreció asiento en una de las sillas de la cocina y cogió una bolsa de guisantes congelados de la nevera.
Kacpar se la puso con cuidado sobre el ojo hinchado y contuvo un gemido.
—Este Kalle… —dijo Jenny—. ¿Ha perdido la cabeza del todo? Cuenta, ¿qué ha pasado exactamente?
Al lado sonó un potente bramido: la pequeña Julia estaba despierta y volvía a tener hambre. Jenny corrió a su habitación para atender a la pequeña mientras Franziska se sentaba a la mesa junto a Kacpar.
El joven esperó hasta que Jenny regresó con su hija y después masculló con dificultad:
—Fueron los albañiles. Los de Leuchtmann & Sohn. Se bajaron de la furgoneta y fueron hacia la mansión. Al parecer, uno de ellos hizo un comentario sobre los muros inclinados de Kalle…
Leuchtmann & Sohn era la empresa constructora de Hamburgo. Kacpar los había alojado por cautela en una pensión dos pueblos más allá porque la gente de Dranitz no hablaba bien de los obreros occidentales. Una furgoneta los llevaba todas las mañanas a la obra.
—Sí que están bastante inclinados —observó objetiva Franziska.
—Están tan corvos y torcidos que es probable que la choza se desplome antes de la inauguración. —Kacpar rechinó los dientes.
—¿Y por un par de comentarios estúpidos Kalle se abalanzó sobre ti? —porfió incrédula Jenny.
El arquitecto aclaró que él estaba en el sótano para señalar con tiza los lugares donde había que colocar los tubos de calefacción.
—Cuando oí el ruido, subí corriendo la escalera, pero entonces una palabra llevó a la otra y volaron las botellas de cerveza. Botellas de cerveza vacías. Por suerte.
Claro. Kalle jamás habría utilizado botellas llenas como proyectiles, era una pena desperdiciar cerveza buena.
—Y entonces se vio entre dos fuegos —dedujo Franziska.
Kacpar dio la vuelta a la bolsa de guisantes y se quejó en voz baja.
—Ordené a mi gente que parase inmediatamente, pero entonces también volaron los ladrillos. Y después ese trol barbudo, Kalle Pechstein, fue a por mí. Yo pensaba que quería tenderme la mano para hacer las paces, pero no, ¡me pegó de lleno en el ojo!
Horrorizada, Franziska lo miraba fijamente.
—Si la chica no hubiese venido me habría matado a golpes, ese mierdas…
—¿Qué chica? —quiso saber Jenny y apartó a la satisfecha Julia del pecho.
—Mücke. Pasaba por allí en bici. Vino corriendo hacia nosotros y le saltó literalmente al cuello a Pechstein. Dios: estaba furiosa. Incluso lo abofeteó y gritó que lo iba a estropear todo…
Jenny se lamentó y golpeó en la espalda a la pequeña para que soltase el aire.
—Bueno, te ha salido genial, Kacpar. ¿No te había dicho que tenemos que contratar sobre todo a la gente de aquí? ¡Pospuscheit, el viejo buitre, despide en la cooperativa a un trabajador tras otro y, si luego en la finca Dranitz no trabajan más que los occidentales, está claro que la gente pierde los estribos!
—Por supuesto que podríamos haber contratado a Kalle y sus colegas —se defendió Kacpar en voz baja; se esforzaba por sonar paciente—. Pero entonces las paredes del primer piso de la mansión estarían ahora igual de corvas y torcidas que las del establo de Kalle.
Los golpes de Jenny por fin surtieron efecto y Julia soltó el eructo. Por desgracia, venía acompañado. Vomitó un potente chorro de leche sobre el hombro de Jenny.
—¡Julia Kettler, marrana! —se lamentó Jenny—. Abuela, dame por favor una toalla. —Se limpió la leche, después se volvió a dirigir a Kacpar—. No me puedes decir que en la zona no hay profesionales. Tenemos que llevarnos bien con Kalle y su gente porque, si nos tienen en el punto de mira, podemos contar con sabotajes a diario.
—Tonterías —objetó Kacpar—. Se volverán a calmar. Porque tenemos a Mücke de nuestra parte.
—¿Mücke? —Jenny lo miró escéptica—. No quiere que Kalle se meta en problemas. Amiga o no, a la hora de la verdad no sé si apoyará nuestros planes de rehabilitación, aunque de momento lo parezca.
Franziska no creía que a Mücke le diese igual el destino de la mansión, pero tampoco podía ayudarlos mucho, en eso Jenny tenía toda la razón: debían impedir a toda costa que Kalle pusiese a todo el pueblo en su contra.
—Tenemos que contratar enseguida a un par de personas de Dranitz. No importa para qué: lo principal es que estén contratados por nosotros —decidió—. Algo habrá, ¿no es cierto, señor aparejador?
Kacpar se mostró dispuesto a ceder. Es cierto que no creía que se produjera ningún tipo de sabotaje, pero, por supuesto, había tareas para mano de obra no cualificada.
—Bueno —zanjó contenta Franziska—. Ponemos una nota en casa de Mahnke y voy a la mansión: quizá pueda intercambiar unas palabras sensatas con Kalle. Es posible que le haga más caso a una señora mayor.
Kacpar se ofreció a ir con ella, siempre y cuando pudiese ir antes rápidamente al cuarto de baño.
—Los carpinteros han dicho que llegaban hoy, quizá ya estén allí. ¿Me podría dar un analgésico?
«Lo respeto —pensó Franziska—. Es cierto que parece un poco quejica, pero si es necesario, se controla». Le mostró el cuarto de baño, le pidió que no lo mirase mucho porque no estaba ordenado y le dio un paquete de aspirinas.
—¡Ay, Dios! —lo oyó quejarse, después de cerrar la puerta tras de sí. Seguramente acababa de verse en el espejo.
Jenny ya estaba en el pasillo esperando, el bolso al hombro y la pequeña Julia en brazos.
—¿Quieres ir a la obra? ¿Con el bebé? ¿Con ese polvo? Quítatelo de la cabeza, Jenny. Kacpar y yo ya lo arreglamos.
—Quiero ir a Waren —respondió decidida su nieta—. A comprar leche infantil. ¡La lechería de mamá cierra! —Dicho lo cual, salió del piso.
Por la ventana, Franziska vio cómo Jenny caminaba calle abajo hacia su Kadett rojo y ataba a la pequeña Julia al asiento infantil. Así de fácil era. En sus tiempos no habría pasado eso. De repente, Franziska se sintió muy vieja y agotada. Los fantasmas nocturnos habían hecho mella. Pese a todo, se sentó al volante de su coche, llamó a Falko y le dijo a Kacpar que ocupase el asiento del copiloto. En su estado, era imposible que pudiese conducir.
En esos últimos días de junio el cielo se alzaba con muchas nubes sobre el campo, llovía una y otra vez intensamente, lo que le venía bien a la cosecha, pero no a la obra. También aquella mañana se acumularon traicioneras y oscuras formaciones de nubes delante del sol, que Kacpar contemplaba preocupado. Sin embargo, cuando vio lo que había delante de la mansión, prevaleció el entusiasmo.
—Los carpinteros están aquí. Y también ha venido la grúa. ¡Maravilloso! Pare en la carretera, señora Kettler, para no estorbar.
Delante de la mansión se montó la grúa; al lado ya estaba la furgoneta con las vigas cortadas. Dos carpinteros vestidos de negro observaban los movimientos de la grúa con ojo crítico y hacían señas al operador de la máquina.
Kacpar, confiado, le hizo un gesto a Franziska y salió del coche. Acto seguido estaba hablando con los carpinteros, gesticulaba con los brazos y asentía a lo que le decían. La pastilla parecía surtir efecto, por lo visto ya no tenía dolores.
«La gente joven vuelve a estar en forma enseguida —reflexionó Franziska—. Tienen unas reservas de energía muy distintas a las nuestras. Y ninguna sombra del pasado que les traiga de cabeza…»
Sintió muchas ganas de recostar el asiento y echar una cabezadita, pero se controló. Todavía no era tan vieja. ¿Y qué era una noche en vela? En su día, cuando huyó de los rusos y no le permitieron pasar la frontera, no pudo dormir una sola noche. Entonces todas las mujeres se escondían en cualquier lugar del bosque, en el desván, en las cunetas. Y quien se dormía a la intemperie, ya no despertaba. Tenía entonces veinticinco años, pero su madre, que siempre permaneció a su lado, ya superaba los cincuenta. Sufrió una pulmonía y estuvo a punto de morir.
«Atrás, fantasmas —pensó enojada—. De día no. Ya basta con que me acoséis por la noche». Salió decidida del coche para no correr el riesgo de dormirse en el asiento. Su mirada vagó por la obra de Kalle. Mientras tanto, los dos cerditos se habían convertido en imponentes y rosados puercos, seguían viviendo en la caseta del jardín y se revolcaban en un fangal marrón que antes había sido un prado. Se dirigieron a la cerca para saludar gruñendo a Falko y miraron a Franziska con ojos astutos y azules. Falko olisqueó los húmedos y arqueados hocicos, estornudó y se apartó para dejar su marca en la esquina de la cerca. Había decidido considerar a esas apestosas raciones de carne sobre pezuñas no como venado susceptible de ser cazado, sino como miembros de la manada. Al menos de momento.
—¿Kalle? ¿Hola? ¡Kalle! —llamó Franziska antes de entrar con cuidado en la obra. Miró desconfiada los muros que se inclinaban hacia el este y rodeó una cubeta de argamasa medio vacía cuyo contenido se había endurecido hacía tiempo. No había nadie a la vista. Al parecer, el joven señor Pechstein había dejado el trabajo por ese día. Por lo que fuese. Era posible que también hubiera heridos que lamentar por su parte. Franziska suspiró. Habría sido mejor poder hablar ahora con él, aclarar el asunto, llegar a un trato. Pero ahora Kalle probablemente guardase y cultivase su rencor hasta hacer de una pulga un elefante.
Miró hacia la mansión, donde ahora se alzaba la primera y enorme viga, que las experimentadas manos de los hombres recibieron. Progresaba, aquella noche la casa ya no parecería una ruina de la guerra. Franziska suspiró aliviada y decidió caer en la tentación. Llamó a Falko con un silbido y tomó el sendero que llevaba al cementerio.
Había empezado a chispear, atardecía en el sendero y la humedad del bosque exhalaba múltiples aromas. Franziska avanzó despacio, intentó concentrarse en el canto de los pájaros, en el murmullo del viento en las ramas, el goteo de la lluvia. Con todo, los recuerdos liberados no se dejaron ahuyentar, acechaban entre los troncos y se pegaban a ella como finas telarañas del pasado.
—¿Por qué tiene que aplazarse nuestra boda? —oyó su propia voz con veinticinco años—. Acláramelo, por favor, Walter. No lo entiendo.
—No te puedo dar el motivo, Franzi. Si me quieres, no me sigas presionando.
Era como si caminase a su lado. Como entonces, cuando recorrieron juntos ese camino, despacio, cogidos de la mano. Querían estar a solas para terminar de hablar por fin sobre lo que parecía haber entre ellos.
—¿Ya no me quieres, Walter? ¿Es eso? Pues dímelo. Por favor, seamos sinceros.
Entonces se detuvo y la abrazó. Ay, ese momento. Cuando sus ojos teñían el mundo en torno a ella de azul brillante. Nunca había podido olvidar ese instante. Lo había repudiado, es cierto, porque no quería reconocer que los abrazos de Ernst-Wilhelm la dejaban indiferente.
—No pienses eso, por favor, Franzi. Nunca te he querido como en este instante, y te querré hasta el final de mi vida. Te lo juro.
Sus besos estaban llenos de anhelo vital, de felicidad, de la dulzura de existir. Ella creyó entonces que el bosque y el cielo estrellado giraban a su alrededor en un jubiloso baile. De haber intentado en ese momento tomarla, no se habría resistido. Pero no lo hizo. Más tarde comprendió por qué.
—No tienes que jurarlo, amor, te creo. Esperaré hasta que me digas que nuestra hora ha llegado.
El crujido de las ramas rompiéndose devolvió a Franziska al presente. Falko había olido una liebre o un corzo y se había internado en la maleza.
—¡Falko! —exclamó, sabedora de que era demasiado tarde. Una vez que el instinto cazador se había apoderado de él, la obediencia desaparecía durante un rato.
Siguió despacio, subió a los restos del muro del cementerio y dejó vagar la mirada por las tumbas caídas buscando algo. Tenía que estar allí. Una de las lápidas estaba de pie, con la parte delantera hacia arriba. ¿Era cosa de Ulli? Daba la impresión de que se parecía a su abuelo. El carretero Schwadke había sido por entonces el muchacho más fuerte y rápido de todos los pueblos a la redonda. ¿Quizá por ello había salido ileso de la guerra y la prisión?
Sintió que se le aceleraba el latido del corazón cuando se acercó a la lápida. Quizá no había sido buena idea ir, sobre todo porque ahora se estaba mareando bastante por culpa de la agitación. Tenía que superar un muro, adentrarse en el reino de las sombras. Como Orfeo había hecho en busca de su amada…
IVERSEN
tiembre de 1946
Miró las letras y los números, y no entendió hasta pasados unos segundos que solo tenía ante sí un fragmento. ¿Dónde estaba el resto? Escarbó en la cavidad cuadrada en el suelo de la que Ulli había sacado la lápida, pero allí solo encontró algunos pedazos. Esquirlas. Habían roto la tumba. Le habían tirado piedras. La habían destrozado.
IVERSEN
Su apellido. Faltaba el nombre, Walter; lo habían destruido. ¿Había mandado Elfriede poner también su cargo de oficial? ¿Comandante Walter Iversen? Jamás lo sabría.
Franziska se inclinó, pasó la mano por las letras y sintió cómo le brotaban las lágrimas. Allí estaba ahora, toda una mujer mayor con el pelo gris, acariciando esa palabra, su apellido, esculpida en piedra. Todo lo que quedaba de él. Con cariño, pasó el índice por los bordes de las letras y se oyó sollozar. Su amor. Su gran amor. Muerto hacía tanto. Y tan vivo como si lo tuviese delante.
La tristeza se apoderó tanto de ella que, pese a la llovizna, tuvo que sentarse sobre una de las lápidas caídas, delante del muro de la destruida capilla. No, no lo conseguiría. Se había propuesto demasiado. Le faltaba el valor, la fuerza. Era demasiado mayor. El pasado la alcanzaba, las sombras podían más que ella.
«Ya no puedo volver atrás —pensó desesperada—. Lo he abandonado todo. Mi casa, mis ahorros, mis amigos de Königstein. Todo lo que habíamos logrado con tanto esfuerzo tras la guerra». Buscó en la chaqueta un pañuelo. Entonces el perro volvió a aparecer.
—Aquí estás, haragán.
Falko iba con la lengua fuera, de la piel le colgaban hierbas secas y lampazos marrones: parecía haber sido una caza emocionante, pero por suerte infructuosa. Se veía que tenía mala conciencia.
Con la espalda apoyada contra el muro de la destruida capilla, le pasó la mano a Falko por la cabeza. La lluvia murmuraba, el bosque se saciaba, el musgo estaba repleto de diminutas perlas de agua.
Se dio cuenta de que aquello era muy extraño. Mandó grabar la lápida en septiembre de 1946, poco antes de que ella muriese…
Volvió la calma. Las sombras retornaron al reino del crepúsculo, de donde habían salido. Franziska cerró los ojos y también Falko, cansado, puso la cabeza sobre las patas. Parecía dormido, pero sus orejas reaccionaban a cada ruido. Custodiaba el sueño de su ama.