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Franzi

Noviembre de 1939

La niebla matutina pendía sobre los campos cosechados como una capa lechosa, se iba extendiendo con el viento y de vez en cuando dejaba entrever una manada de corzos desprevenidos paciendo. La maleza de tonos otoñales sobresalía del terreno blanquecino como islas en un mar de niebla ondulante. Franziska era la última del trío, se detenía una y otra vez para empaparse del ambiente otoñal, notar la humedad de la niebla, inspirar el aroma de las setas que llegaba del bosque. Tras ellos sonaron cascos de caballos, el estrépito de un carruaje. Era el inspector, que llevaba a «los ancianos señores» al mirador que había en la linde del bosque.

—Espero que esta vez el abuelo Wolfert lleve las gafas encima —dijo Jobst con una sonrisa—. El año pasado disparó unas cuantas balas perdidas y le dio a un perro.

Franziska guardó silencio: todavía no se lo había podido perdonar al abuelo. Desde entonces su perra Maika cojeaba, después de sobrevivir por los pelos al disparo que le destrozó una pata trasera. Los hermanos tuvieron que apartarse para que el coche de caballos descubierto pasara con los dos abuelos. Los hermanos de la madre, tío Bodo y tío Alwin, también iban sentados en el carruaje. Todos llevaban chaquetas impermeables y sombreros que ya habían vivido unas cuantas cacerías. El tío Alexander los saludó con la mano; había engordado aún más desde el año anterior.

—La gente mayor corta de vista no debería seguir cazando —comentó Brigitte.

—Eso explícaselo al abuelo Wolfert —repuso Jobst, entre risas—. Te dirá que él ya mataba ciervos de doce puntas cuando tú aún ibas en pañales.

Jobst hizo un amago cauteloso de ponerle un brazo sobre los hombros a su prometida, pero ella se zafó de él mirando a Franziska. Una pareja joven no podía estar a solas prácticamente nunca hasta el día de la boda, por eso su madre se había ocupado de que Franziska acompañara a su hermano Jobst y a su prometida Brigitte von Kalm como dama de compañía.

Franziska acababa de cumplir diecinueve años y se sentía fatal desempeñando ese papel. En general, no le gustaban las batidas en las que los animales salvajes salían corriendo frente a los fusiles de los cazadores para ponerse a tiro. Era mucho más bonito atravesar sola el bosque con su padre a primera hora de la mañana hasta el mirador. Entonces notaba la hierba húmeda por el rocío, olía el aroma dulce y herbáceo de las plantas, aguzaba el oído para percibir los pasos de un corzo sobre el follaje del año anterior. Cuando, tras una larga espera en el silencio matutino, aparecía en el claro una manada de ciervas, con el alegre crujido de las hojas, observaba la cara de su padre y procuraba adivinar sus intenciones. Rara vez disparaban a un animal, casi siempre se quedaban sentados en el mirador a observar, para controlar la población.

—La niebla se disipa —comentó Jobst—. Gracias a Dios. De lo contrario, apaga y vámonos.

Habían llegado a la linde del bosque, así que en la encrucijada tomaron el sendero que llevaba al mirador. Faltaba poco para las nueve, seguramente pronto irrumpiría el sol entre las nubes y entonces saldrían los ojeadores que ahora esperaban con los perros en tres lugares distintos a que los cazadores llegaran a sus puestos.

Jobst fue el primero en subir la escalera; Brigitte lo siguió, agarró el brazo que le tendía y se dejó ayudar para subir el último tramo. Franzi esperó a que los dos se acomodaran en el tosco banco de madera y luego subió también al estrecho cobertizo. Jobst y Brigitte cargaron sus escopetas. Franziska iba sin arma. No tenía ganas de participar en ese ejercicio general de tiro. ¡Ojalá no les pasara nada a sus perros! O, aún peor, que ningún ojeador recibiera un disparo. De vez en cuando ocurría. Uno de sus mozos de cuadra había recibido siendo un muchacho un disparo en el muslo, e incluso un joven campesino había muerto de un tiro por error muchos años atrás. Por supuesto, en esos casos el señor de la finca se ocupaba de los heridos y de los parientes del difunto, pero aun así era horrible y muy embarazoso para los desafortunados tiradores.

—Ya empieza… —murmuró Jobst.

Brigitte asintió. A lo lejos se oía el ruido de los ojeadores y los ladridos de los perros. Se escucharon disparos, entre ellos los de la vieja escopeta de caza de su tío Alexander y el arma del abuelo Dranitz. Los ojeadores espantaron a todo lo que se había escondido en la maleza del bosque y los matorrales bajos: gamos, venados, zorros, liebres, también jabalís y perdices. Un festín para los fusiles, que llevaban todo el año esperando. Más tarde se repartirían los animales abatidos entre los cazadores para que al copioso almuerzo de caza en la mansión Dranitz se sucedieran comidas aún más opulentas en casa con buenos amigos y familiares.

Sin embargo, por lo visto los ojeadores habían olvidado el mirador de la encrucijada. Pese a la tensa espera y a la observación atenta de las matas solo percibieron en dos ocasiones un breve movimiento, seguramente un jabalí que había decidido esconderse mejor en la maleza que correr presa del pánico por el claro. Eran astutos, los jabalís. Por desgracia, con frecuencia ocasionaban daños en los campos, por eso había que disparar a una parte de la población.

—¡Lástima! —suspiró Brigitte von Kalm—. Creo que se ha acabado. Esperemos que los demás hayan tenido más suerte que nosotros.

—Al final Franzi ha ahuyentado a los animales —bromeó Jobst—. ¡A la señorita Diana no le gusta nada que se le dispare a un animal del bosque! —Agarró a su hermana por los hombros y la sacudió con suavidad, como hacía tan a menudo cuando eran niños.

Franziska le empujó entre risas.

—Ahora os lo puedo decir: ¡he lanzado un conjuro mágico en el mirador! —exclamó ella sin tener en cuenta la cara de pocos amigos de Brigitte. A Franziska no le gustaba demasiado su futura cuñada. Era una de esas mujeres que hablaban poco pero sabían perfectamente lo que querían. Jamás entendería por qué su hermano mayor, tan apuesto, el heredero de Dranitz, había escogido a una persona tan poco atractiva, pero eso era asunto suyo.

Franziska fue la primera en bajar la escalera y echó a andar con paso lento por el sendero del bosque hacia la mansión sin mirar alrededor. Quería dar a la pareja la oportunidad de estar al menos un momento a solas. Alemania estaba en guerra desde septiembre, así que el teniente Jobst von Dranitz tenía que marcharse al día siguiente al este junto con algunos de sus compañeros y reunirse con su regimiento.

—¡Guerra o paz! —rugió el abuelo Dranitz—. No permitiremos que nos arrebaten las antiguas tradiciones de Dranitz. Y, mucho menos, la batida.

Poco antes de que el sendero del bosque desembocara en los campos una manada de ciervos comunes salió del bosquecillo y cruzó corriendo el camino hasta el otro lado del bosque. Franziska se quedó fascinada. Siete ciervas y varias crías adolescentes pasaron por su lado como un fantasma, y durante unos segundos hicieron vibrar el suelo del bosque, una danza de fuerza y belleza bajo la luz matutina que caía en diagonal entre los árboles. Ni Jobst ni Brigitte se habían enterado de nada, seguían en el mirador, y Franziska prefería no pensar en lo que estaban haciendo.

Los ojeadores habían llevado a la linde del bosque los animales abatidos: tres ciervos, seis ciervas, varios jabalís —todas hembras—, así como dos zorros, y habían metido en el morro de los animales inertes, ordenados en una fila, «el último bocado». Los orgullosos cazadores gesticulaban al lado, fumaban y se felicitaban los unos a los otros. Cuando por fin volvieron Jobst y Brigitte, todo el mundo lamentó que no hubiera aparecido ni un solo venado delante de su escopeta. Poco después los cuernos dieron la señal que ponía fin a la cacería.

—¡Ahora viene la parte más agradable! —se regocijó el tío Alexander von Hirschhausen; al tío Bodo y al tío Alwin ya les había costado lo suyo subirlo al mirador del bosque rojo. Una vez arriba, Alexander demostró ser un excelente tirador. Era el único que disponía de un arma de caza hecha por encargo en Austria.

El inspector Schneyder se ocupó del transporte de las presas de caza, el pago de los ojeadores y todo lo demás mientras el grupo de cazadores subía a los coches de caballos que ya habían llegado. Tras la extenuante montería tocaba disfrutar del consabido y merecido opíparo almuerzo de caza en la gran casa.

Hacía días que los preparativos estaban en marcha en la mansión Dranitz. Pese a la cautelosa planificación de la baronesa Von Dranitz, todos los años se producía el mismo caos frenético: o llegaban invitados imprevistos, o enfermaba un miembro de la familia o un empleado, o no entregaban la cerveza a tiempo, o los ratones se habían comido un saco de harina o el perro robaba una de las patas de carnero porque la criada de la cocina no había tenido cuidado. Esas catástrofes siempre eran culpa de las criadas de la cocina o de los mozos, nunca de la cocinera, y mucho menos de la señora de la mansión.

Pese a todos los contratiempos, siempre conseguían acoger a los numerosos parientes y amigos en las salas de la mansión con bastante holgura y darles fuerzas con un buen desayuno antes de que algunos, sobre todo los hombres, se dedicaran al agotador placer de la batida. Los demás invitados, en especial las mujeres, se sentaban con un café y unos dulces a charlar de todas esas cosas que se comentan y resuelven mejor entre féminas. Uno de los temas preferidos eran los posibles matrimonios, igual que los nacimientos inminentes o el destino de los familiares enfermos, pero también las vacaciones en el mar Báltico o la cuestión de si hoy en día una chica joven debe ir a un internado. Luego se sucedían las inevitables quejas sobre el servicio. Las señoras coincidían en que hoy en día las criadas mostraban una impertinencia increíble y los mozos también eran cada vez más descarados. Cuando ya se habían quejado lo suficiente, llegaban las nuevas tendencias y las costumbres que pasaban de moda en la capital, Berlín, y aquel año también hablaban de la guerra. No obstante, solo la mencionaban por encima, pues ahora Polonia estaba ocupada, habían firmado el tratado de Brest-Litovsk con los rusos y cabía esperar un inminente acuerdo de paz. De todos modos, Hitler había ofrecido a las potencias occidentales una paz estable, o al menos eso decía la prensa.

La abuela Libussa von Dranitz se lamentaba como todos los años de que ya no corrieran tiempos heroicos, sino terriblemente prosaicos. Ni ese advenedizo de Hitler ni el pequeño ruso Stalin poseían ni una pizca del aura de poder de épocas anteriores, cuando aún gobernaban Europa los descendientes de la reina inglesa Victoria y en Alemania había un káiser.

En la cocina y arriba, en el salón, reinaba una actividad frenética para poder servir el almuerzo de caza a la hora convenida. Hacía tiempo que habían retirado la vajilla del desayuno, habían puesto la mesa larga para el festín y, como mandaba la tradición, la habían decorado con hojas de tonos otoñales y ramas de abeto. También volvía a ocupar su lugar de honor el gran «ciervo bramando» de bronce, que se alzaba en medio de la larga mesa.

La baronesa Von Dranitz en persona le dio a la madera el último pulido, fue de servicio en servicio enderezando la cubertería de plata, giró los platos de porcelana, con flores verdes, de manera que el blasón plateado del borde quedara justo en el medio, de vez en cuando levantaba alguna copa de vino de pesado cristal de Bohemia para ponerla a contraluz y finalmente dejó un cartelito con el nombre en cada cubierto.

Cuando los primeros cazadores bajaron de los coches de caballos, las damas subieron presurosas a las habitaciones de la primera planta a ponerse la ropa adecuada para el banquete. Por todas partes se oían gritos y órdenes a los respectivos criados, de modo que la confusión en la casa derivó en un caos absoluto. Abajo, en la entrada, había unos veinte pares de botas sucias de lodo que alguien había quitado a los señores cazadores, arriba se oían voces femeninas y masculinas que pedían agua caliente, una plancha, un rizador o unas gotas para el corazón. Al mismo tiempo, de la cocina se desprendía un olor tan delicioso y abrumador que a todos, también a las señoras, se les hacía la boca agua. Hanne Schramm, la cocinera en la mansión Dranitz, era una artista, un día como aquel volvería a presentar algo inolvidable a la mesa, y como siempre, la tía Susanne intentaría llevarse a la cocinera de la mansión Dranitz. Sin éxito, por supuesto; Hanne era leal y jamás dejaría a sus señores en la estacada.

Franziska miró primero a sus perros. Por suerte habían regresado todos de la cacería. Bijoux se había clavado una espina en la pata y se la sacó con cuidado. A continuación desinfectó la herida y comprobó aliviada que no tenía más lesiones. Arriba, en su habitación, que un día como aquel tenía que compartir con su hermana pequeña Elfriede y su prima Gerlinde, se había desatado una intensa pelea por unas sandalias de color beis claro que por lo visto Gerlinde había prometido a Elfriede para la velada, pero que ahora quería ponerse ella. Franziska, que era seis años mayor, intentó mediar entre ellas y le prometió a Elfriede prestarle las sandalias de tacón, que como mínimo quedarían igual de bien con su vestido. Su hermana, que era una pequeña arpía, chilló y escupió a Gerlinde y, cuando cedió, le tiró a la cabeza el objeto de la discordia.

—¡Pues póntelas tú! —gritó, enfadada—. Con zapatos o sin ellos, ¡eres igual de fea!

Gerlinde rompió a llorar y amenazó con contárselo a su madre.

—Ahora vestíos de una vez —ordenó Franziska a las dos—. Mine ya ha hecho la primera llamada.

Mine, la criada, era la empleada más rápida y eficaz. Estaba en todas partes, ayudaba en la cocina y arriba en las habitaciones, planchaba la ropa delicada y sabía cómo preparar una mesa festiva. Hacía tres años que estaba prometida con el carretero Schwadke, pero dudaba si casarse porque entonces tendría que renunciar a su trabajo. Franziska se lavó la cara, los brazos y los pies con agua fría, se puso el vestido de color verde oscuro con el cuello ancho y unas sandalias a juego porque ahora Elfriede llevaba las de tacón, aunque le iban casi dos números grandes. Elfriede acababa de cumplir trece años y estaba flaca como un palo. Tenía la piel pálida, pecosa, la cabeza llena de rizos encrespados y unos ojos marrones soñadores capaces de irradiar una enorme fuerza de voluntad.

Las tres chicas bajaron juntas los escalones y cuando se encontraron con la abuela Wolfert y Libussa von Dranitz cogieron a las ancianas del brazo para facilitarles el descenso por la escalera. A derecha e izquierda pasaban camareras y criados ajetreados; el tío Alexander pidió con su rotunda voz de bajo sus calzas largas; Gabriel, el hermano gemelo de Gerlinde, se dedicaba a deslizarse por la barandilla de la escalera, pero el barón lo pilló y lo agarró de la pretina del pantalón.

—Si quieres romperte la crisma, hazlo en tu casa, ¡no en la mía! —le riñó el barón Von Dranitz, que puso cara de desesperación cuando Gabriel rompió a llorar de nuevo.

Pese a los cartelitos con el nombre, hizo falta un buen rato para que todos encontraran su sitio en la mesa y pudiera servirse el aperitivo que la abuela Libussa siempre llamaba «abreboca». Los hombres preferían el aguardiente de trigo «de verdad» de los Dranitz, mientras que las damas solían decantarse por un jerez seco.

A los jóvenes se les servía «bebida de ranas», que era agua con una pizca de zumo de limón.

El barón se compadeció de los hambrientos invitados y su discurso de bienvenida, en el que les deseó suerte en la cacería, fue breve, así que pudieron servir pronto la sopa de ostras. Mine y Liese sacaron la comida, ayudadas por dos muchachos jóvenes que había traído el tío Alwin desde Brandemburgo. Llevaban una librea de rayas negras y blancas y pantalones blancos, y hacían muy bien su trabajo.

Franziska conversó con la tía Susanne y Gerlinde, y luego charló un poco con el tío Alwin y el tío Bodo von Wolfert. El hermano de Franziska, Heinrich-Ernst, al que todos llamaban simplemente Heini, se había juntado con Elfriede, que seguía renegando; esos dos siempre habían sido uña y carne. En la cabecera de la mesa estaban sentados su madre y su padre, con los abuelos a derecha e izquierda y el viejo pastor Hansen a su lado. Junto a la abuela Libussa estaba sentada su única hija, que se había unido a las monjas cistercienses. Maria von Dranitz era baja y delgada, y el rostro, enmarcado por una cofia blanca, parecía el de una musaraña. Una vez el padre de Franziska dijo, tras unas copas de vino, que su hermana Maria estaba en buenas manos en el convento, pues de todos modos «no habría conseguido a nadie». Aquel día Maria tenía permiso para una visita familiar, aunque no para pernoctar, por lo que a las seis debía estar de regreso en el convento.

Con el pescado gratinado se sirvió un vino blanco suave que a Franziska le encantaba. ¿Había bebido demasiado deprisa? Se sentía mareada y al mismo tiempo la asaltó una sensación de felicidad muy agradable. Se reclinó en la silla con una sonrisa y se dejó llevar por los ruidos y las imágenes. Las voces, entre las cuales de vez en cuando destacaba un bajo potente o una enérgica soprano, el agradable calor en la sala, los destellos de las copas y la cubertería recién pulida, el aroma que desprendía la pata de carnero con repollo y las pechugas de ganso curadas. Las risas de más allá de los hermanos Von Wolfert, que estaban sentados con su padre, el inspector Schneyder y el tío Alexander y contaban historias de cacerías. Jobst y Brigitte, que intercambiaban miradas de enamorados, y su madre, que comentaba a voces con la tía Irene y la abuela Wolfert la reforma pendiente del salón verde.

Todas esas personas gritonas y jubilosas, animadas por el vino y los sabrosos platos, estaban sentadas a la mesa con el rostro sonrosado y llenaban hasta el último rincón de la sala con su vivacidad. Acto seguido se levantó el abuelo Dranitz y dio su charla de siempre sobre la patria y su tierra natal, Mecklemburgo, luego levantó su copa y todos brindaron por el káiser alemán, que aguardaba con añoranza en el exilio holandés. También brindaron Bodo y Alwin, fervientes seguidores del Führer, por no contradecir al anciano.

—Mañana a primera hora vendrá un amigo mío antes de que nos vayamos juntos —le dijo Jobst a su tía Susanne—. El comandante Walter Iversen es un tipo extraordinario. Sería el marido perfecto para Franzi.

Franziska se rio de él y le dio a Mine el plato de postre, que llenó con manzanas asadas y arándanos rojos.

—Mis queridos amigos y familiares que llenáis nuestra casa de ruido y alborozo, devoráis nuestras provisiones para el invierno y vaciáis nuestra bodega —empezó a decir el abuelo Dranitz en ese momento.

Era el señor de siempre, tal como lo conocíamos. Los invitados estallaron en risas y gritos de alegría, pero el abuelo los acalló con un gesto enérgico para continuar con su discurso.

Franziska lo miró con una sonrisa y sintió una increíble felicidad.