Por segunda vez en veinticuatro horas, Caleb no tenía idea de por qué de repente le estaban gritando, pero esta vez no estaba dispuesto a dejarlo pasar.
—¿Cuál es tu problema? —le gritó a ella—. ¿Qué demonios pude haber hecho para ofenderte, y al parecer, a toda tu manada?
Ashleigh se burló de él una vez más.
—¡Te burlas de mis tradiciones como si no fueran nada!
—¡No tienen sentido! —gritó él frustrado—. Eres una guerrera, estoy tratando de darte un arma, una herramienta que se ajuste a tu estilo de lucha. ¡Y estás enfadada conmigo por alguna ridícula tradición!
—¿Ridícula? —ella preguntó enojada.
—¡Sí! —él respondió.
—¡No es ridícula! —Ashleigh gruñó—. ¡Es una promesa sagrada de protegernos mutuamente!
Caleb gruñó frustrado, balanceando su brazo y derribando una fila de hachas de práctica.
—¿Por qué importa? —él gritó—, tú no me consideras una pareja así que ¿por qué diablos importa si te doy un arma?
En su enojo, no notó la expresión dolorida en el rostro de Ashleigh.
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