César exhaló suavemente, odiando ese sentimiento de miedo, el miedo a perder a alguien que necesitaba, apretándose en su pecho. Era como algo que nunca había sentido, ni una vez en su vida.
Pfft, él era César, un hombre que ni siquiera sabía qué era el miedo. Esa palabra nunca existió en su diccionario, ni una sola vez, hasta que la conoció. Adeline.
Adeline no estaba segura de qué hacer con él apoyando cansadamente su cabeza en su hombro. Pero ella levantó sus manos, comenzando a acariciar su cabello como si quisiera calmarlo.
—Si hay algo que quieras decirme, házmelo saber, César —dijo ella.
César gruñó.
—No querrías saberlo. Te asustaría.
—¿Asustarme? —Adeline arqueó una ceja cómica, sacudiendo su cabeza divertida—. No estoy segura de qué crees que podría asustarme, pero, César, soy fuerte, lo sabes. Tú mismo lo dijiste, así que no asumas que me asustaría tan fácilmente.
Hombros chocando, César comenzó a reír, genuinamente divertido con incredulidad.
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