Recordando su pasado, específicamente cuando tenía trece años de edad, Paúl empieza a redactar la historia de su vida desde el momento en que llegó a Ciudad del Valle, lugar en el que al principio no se establece del todo bien hasta que conoce a una chica que le da giro a su vida. A través de sus experiencias, Paúl nos muestra la forma en que se enfrentó a la vida tanto en momentos alegres como amargos, donde a pesar de su inmadurez, comienza a comprender las realidades de la vida, sus preciosidades y atrocidades, todo esto conforme hace amistades, se enamora y se ve obligado a madurar a causa de sus propios errores.
Contar mi historia implica viajar al pasado, precisamente a la época en que apenas tenía trece años de edad.
Recién nos mudábamos a Ciudad del Valle y no estaba contento por haber dejado atrás muchas de mis amistades, en especial la de mi mejor amigo, Uriel, a quien consideraba un hermano.
No era un simple capricho el hecho de mudarnos, la verdad es que había una buena razón para hacerlo, pues habían ascendido a papá en su trabajo.
Su nuevo cargo implicaba laborar en una reconocida central hidroeléctrica ubicada en las afueras de Ciudad del Valle. Mamá estaba emocionada y orgullosa, era quien más ansiaba un cambio en nuestras vidas. La idea de poder disfrutar de un ambiente renovado le daba a su semblante bastante jovialidad.
Cabe destacar que soy el menor de cinco hermanos, pero eso no significó un consuelo en aquel entonces, ya que ellos eran independientes.
Fue un tanto solitario llevar la mudanza a cabo sin mis hermanos, aunque, por otra parte, conté con la ventaja de ser el único a quien consentían; sobre todo con la compra de dulces y chucherías, por eso estaba pasado de peso.
Raúl es el mayor de mis hermanos, luego sigue Alexis, después Noel y finalmente Cristian. Los primeros tres eran hombres casados, dueños de sus vidas y responsables de los éxitos que gozaban a nivel profesional.
Por otra parte, Cristian apenas tenía diecinueve años y estudiaba Odontología en la Universidad Católica Nacional, ubicada en el Distrito Capital.
Al principio, los días en Ciudad del Valle fueron un fastidio para mí. No la pasé del todo bien debido a que mis padres priorizaban la visita a lugares importantes como el hospital, las farmacias cercanas a nuestro vecindario y uno que otro supermercado.
Lo que mantuvo un dejo de emoción en mi vida fue la idea de viajar a Nuevo León, mi ciudad natal, esto en gran medida por la promesa que le había hecho a Uriel al despedirnos. Le dije a mi mejor amigo que lo visitaría una vez que mi familia y yo nos estableciésemos, pues la distancia entre ciudades era relativamente corta; poco menos de cien kilómetros.
Lo segundo que también me emocionó fue que mis padres me dejasen escoger el colegio en el que quería estudiar. Así que fui caprichoso al elegir uno de los institutos privados más costosos de Ciudad del Valle, aunque esto poco les importó; al parecer, querían enmendar el descuido que me tuvieron durante la mudanza.
Era el típico chico inmaduro al que le encantaba la idea de ser popular y tener muchos amigos. Ser el centro de atención lo era todo para mí, claro, siempre y cuando no implicase ser un payaso o motivo de burlas. Mi objetivo fue alimentar mi ego con la mayor cantidad de amistades posibles.
Fue al quinto mes en Ciudad del Valle que mis padres me inscribieron en un colegio privado, con un lapso de retraso, razón por la cual me hicieron pasar por una serie de pruebas intensivas que me permitieron nivelarme con el resto de los estudiantes. Ese detalle estropeó mis planes de ser popular, pero, por fortuna, mi estatus de chico nuevo me jugó a favor.
Caracterizado por mi carisma, no perdí tiempo al establecer una amistad con los nerds de mi clase, quienes me pusieron al tanto de todas las asignaturas y tareas que ya habían realizado, por ende tuve buenas calificaciones.
Poco a poco fui haciendo más amigos. Mi buen sentido del humor me permitió llamar la atención de aquellos a quienes la mayoría consideraba populares en el colegio. En cuestión de semanas ya había cumplido mi cometido, aunque con ese seudónimo de «chico nuevo».
Durante las primeras semanas, papá se tomó el tiempo de llevarme y buscarme en el colegio, por lo que pedía que diese aventones a varios compañeros que formaban parte de mi creciente círculo social.
Los aventones no duraron mucho, pues una vez que papá me enseñó las diferentes rutas que me llevaban desde la parada de autobús del vecindario al colegio, y viceversa, me pidió que utilizase el transporte público. Mamá estuvo en desacuerdo con esa decisión, aunque con el paso de los días, terminó aceptándolo.
La parada estaba a solo tres cuadras de casa, en un lugar frecuentado por personas que se dirigían a diario al centro de la ciudad. Esta se abarrotaba de gente si no llegabas a buena hora, incluso había ocasiones en que se hacían largas filas para poder subir a un autobús; era un poco deficiente el servicio de transporte público.
Es irónico, tal vez, la forma en que un día la tardanza me permitió conocer a la chica que causó un gran impacto en mi vida con el paso de los años. Porque una mañana en la que me quedé dormido, llegué a hora pico a la parada de autobús.
La fila era bastante larga, y la gente no paraba de reprochar el pésimo servicio del transporte público.
La paciencia se puso en práctica, así como también el sentido de la vista, pues conforme esperaba un autobús, me tomé el tiempo de analizar el ambiente a mi alrededor. Detrás de la parada, algunos comercios abrían sus puertas y varios grupos de jóvenes caminaban hacia estos; la mayoría eran empleados.
La avenida mostraba el ajetreo que implica toda zona comercial; era increíble la cantidad de vehículos que iban y venían. Al otro lado, cruzando la calle, los establecimientos comerciales, en su mayoría, eran puestos de comida rápida y un par de cafeterías cuyos clientes, sentados al aire libre, fumaban y disfrutaban del canto de una chica que llamó mi atención.
Estaba de pie frente a una de las cafeterías, tocando su guitarra y demostrando su talento al poco público que le prestaba atención.
Algunos señores le dieron dinero y ella, a modo de agradecimiento, hacía una reverencia con la gracia de un artista.
«No sería mala idea echar un vistazo», pensé, así que crucé la calle y me dirigí a la cafetería.
Conforme me acercaba y su canto se hacía audible, no pude evitar asombrarme al escuchar una melodiosa voz al compás del sonido que producía su guitarra; la combinación era simplemente perfecta.
Hay gran espacio y tú y yo
Cielo abierto que ya
No se cierra a los dos
Pues sabemos lo que es necesidad…
Y el crescendo impactó en mi pecho cuando entonó el famoso coro de Víveme.
Una corriente recorrió todo mi cuerpo, haciendo que mi piel se erizase. La chica no desafinó en ningún instante y para mí, fueron los minutos más hermosos que viví ese día.
Me hubiese encantado quedarme ahí toda la mañana y tener el placer de escucharla, pero tenía que ir al colegio. Así que saqué unas monedas de mi bolsillo y se lo entregué, acto que correspondió con una sonrisa y una reverencia; juro que desde ese instante la admiré.
Pasé toda la mañana pensando en esa chica, no podía sacarla de mis pensamientos. Creí que su voz me hizo víctima de un hechizo que mis compañeros catalogaron de enamoramiento, pero no se trataba de eso. Simplemente, no pude creer que alguien con semejante talento cantase por solo unos céntimos.
Resulta que esa chica era una indigente, alguien que apenas subsistía con las pocas limosnas que las buenas personas le daban a cambio de demostrar su talento. Fue duro aceptar que viviese en esa situación. Era un hecho de esos que te hace cuestionar la vida y su sentido; la realidad y su crudeza.
«El nuevo se enamoró», empezaron a rumorear, como si el hecho de enfrentar por primera vez un dilema acerca de la vida implicase un amor. Pero, ¿qué iban a saber ellos? Si eran igual de inmaduros que yo. Por eso no presté atención a esas palabras.
Los rumores se difunden igual o más rápido que los chismes, y eso lo pude comprobar durante el receso cuando comía un pastel de chocolate y pensaba en «la chica de la guitarra», como la apodé desde ese mismo día.
Quería ayudarla y apoyarla, pero mis ideas fueron interrumpidas por una chica que, con notable recelo, se sentó junto a mí.
—Así que te enamoraste —dijo con desdén.
—¿Te conozco? —pregunté confundido.
—Ahora sí, y estoy segura de que eres otro más del montón… Me envías cartas anónimas de amor y también te enamoras de otra chica —respondió indignada.
—Pues déjame decirte que estás muy equivocada… En primer lugar, yo no escribo cartas de amor, me parece cursi y ridículo. Segundo, no estoy enamorado de nadie. Tercero y para concluir, deja de creer que el mundo gira a tu alrededor, que aunque bonita eres, desagradas bastante con tu prepotencia —repliqué.
Ella frunció el ceño y se mostró bastante ofendida.
—¡Idiota! ¿Cómo te atreves? —reclamó.
—Solo ejerzo mi derecho a la libertad de expresión, y gracias por permitirme conocer tu verdadera personalidad —respondí.
Su mandíbula se tensó al escuchar mis palabras. Pensé que me insultaría o me golpearía, pero tan solo se dio la vuelta y se marchó.
De regreso a casa, cuando bajaba del autobús, noté que «la chica de la guitarra» comía de un envase desechable. Me reconfortó verla tan contenta degustando un merecido almuerzo, aunque más me alegró el hecho de que un señor saliese de la cafetería y le entregase otro lonche. Supuse que tenía un familiar al cual llevarle de comer.
La nostalgia hizo que se me formase un nudo en la garganta, sobre todo cuando me le acerqué y la noté tan contenta mientras comía.
«Alguien que se alegre así por la comida, debe apreciar los alimentos de una manera totalmente distinta a la mía», pensé.
Entonces, tanteé dentro de mi bolsillo para buscar un fajo pequeño de billetes que no dudé en entregárselo.
Admito que fue la única vez en que me enorgullecí por ser tacaño, pues poco gastaba el dinero que mis padres me daban a diario para el colegio, razón por la cual solía acumularlo semana tras semana.
—Gracias —musitó «la chica de la guitarra» sin dejar de comer.
—No hay de qué —dije emocionado.
—¿Eres millonario? —preguntó.
—Los millonarios… —hice una pausa para pensar mi respuesta, aunque nada interesante se me ocurrió—, los millonarios no andan a pie.
—Bueno, gracias, es muy amable de tu parte.
—No es nada, tienes un talento increíble, admiro eso.
Ella me miró con asombro, no me esperaba que me dejase apreciar sus bellos ojos color avellana.
—¿Dije algo malo? —pregunté confundido.
—No, al contrario, aprecio que admires mi talento y que además seas amable.
—Es un gusto, espero poder seguir apoyándote. Bueno, ya me tengo que ir, cuídate.
—Sí, tu igual, y nuevamente, gracias, aprecio que me hayas dado este dinero.
Apenas asentí y me despedí de ella con una sensación gratificante en mi pecho, esa energía positiva que te hace sentir increíblemente bien, al punto de tararear una de mis canciones favoritas y caminar con un andar animado. Supe entonces que quería sentirme así todos los días, y no solo por ayudar a «la chica de la guitarra», sino a todas las personas posibles; seguía siendo inmaduro, lo admito.