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Prólogo

Las rutinas, los planes, los sueños y las costumbres son características presentes en gran parte de nuestras vidas, sobre todo cuando entramos en la adultez, y más aún, al momento de independizarnos. 

Entre las tantas costumbres que tuve, despertar a las cinco de la mañana, diez minutos antes de la hora programada en el despertador de mi celular, fue una de las que más me caracterizó. No por estar obligado a madrugar, sino porque me gusta admirar los amaneceres.

Tal vez, para muchos el amanecer sea una simple normalidad diaria, un suceso tan común en el que pocos nos tomamos la molestia a la hora de admirar la magia que hay en ello. Supongo que mi vocación profesional influye en mi perspectiva, aunque de igual manera, me encanta mirar la forma en que el cielo cambia sus matices conforme las nubes vuelan a gran velocidad y el saliente sol aviva la mañana.

Sin embargo, aquella mañana del 9 de octubre, al levantarme conforme frotaba mis ojos y dejaba escapar un suspiro escuché un sonido particular. Insistentes golpes leves aunque sonoros contra la ventana de nuestra habitación y la ausencia del canto matutino de las aves, me permitió intuir que amaneció lloviendo.

Así que me di la vuelta y eché un vistazo a la mujer que dormía conmigo.

Aquella, a quien alguna vez creí inalcanzable por su gran belleza, seguía durmiendo a gusto, por lo que caminé con sumo cuidado hacia el baño con tal de no interrumpir su reparador sueño.

Sin embargo, fue en vano el intento de no despertarla, pues respiró profundo y preguntó la hora sin abrir los ojos; refunfuñó cuando supo que era temprano.

Antes de entrar al baño, corrí un poco la cortina de la ventana y eché un vistazo al horizonte.

Las nubes cargadas y el gran aguacero apenas permitían un vistazo de la ciudad, así que cerré la cortina y continué con mi rutina mañanera.

Al cabo de unos minutos, después de lavar mi rostro con agua fría para terminar de despertar, me pareció oír los pasos de mi novia en la habitación. La curiosidad me llevó a salir del baño pensando que se había levantado, pero al hacerlo, noté que seguía en la cama. Así que sequé mi cara y me vestí con ropa cómoda para ir a la cocina.

Ese día cumplíamos nuestro quinto aniversario de noviazgo, por ende, quería sorprenderla y demostrarle que, a pesar de que cocinar no era mi fuerte, era capaz de hacerlo por ella, aunque de igual manera busqué en Google una receta sencilla de panqueques.

Concentrado en mi faceta de chef, no me percaté de su repentina presencia, pues entró en la cocina con pasos cautelosos para morder mi hombro, tal cual acostumbraba en nuestros primeros años de noviazgo.

—¡Feliz aniversario! Amor mío, corazón mío... ¡Todo mío! —exclamó emocionada.

Por poco dejé caer el recipiente en el que tenía la mezcla para panqueques. De hecho, vertí demás en la sartén, por lo que me salió un panqueque grueso.

—¡Carajo! Me vas a matar de un susto un día de estos —reclamé disgustado mientras ella reía—, feliz aniversario —dije después, encantado con su belleza al reír.

Ella se sirvió una taza de café y se sentó en el comedor para verme cocinar. Esbozaba una sonrisa que cambió mi humor de inmediato.

—¿Cómo quieres tus panqueques? —pregunté.

—Hoy voy por la vía sana, solo con miel y avena —respondió.

Minutos después, sentados en el comedor mientras desayunábamos y conversábamos sobre las nuevas tendencias de arte, frunció el ceño y me miró con un aire de tristeza.

—Hice lo mejor que pude —me anticipé a decir.

Ella esbozó otra sonrisa, aunque en su mirada persistía ese aire de tristeza.

—¿Ocurre algo? —le pregunté.

—No tengo ganas de trabajar hoy. Quiero quedarme contigo y celebrar nuestro aniversario —respondió.

—Yo también quisiera quedarme contigo —dije—, pero tenemos cuentas por pagar y hay que priorizar nuestros ahorros.

—Lo sé, pero… —hizo una pausa y dejó escapar un suspiro—, me gustaría hacer una excepción, además está lloviendo mucho, podríamos usar eso de excusa.

Mi sentido de la responsabilidad titubeó, por lo que hice un llamado a mi jefa para decirle que no podía asistir esa mañana. Ella hizo lo propio con sus superiores y obtuvo una respuesta positiva al igual que yo, por lo que a fin de cuentas, pudimos quedarnos en casa durante nuestro aniversario.

Miranda Ferrer, esa hermosa mujer que conocí en el Instituto Nacional de Bellas artes y de quien me enamoré conforme más la conocía, era maestra en el Colegio Católico de Ciudad Esperanza y también estaba encargada de los eventos culturales de la institución.

Mientras que yo, me desvié un poco de mi vocación y trabajaba en la Inmobiliaria Mendoza, una de las empresas más importantes del país, y donde fungía como asistente de la jefa de Recursos Humanos.

Para dar sentido a nuestra relación, debo remontarme a mis días de universitario, cuando asistía a la Universidad de Río Grande.

Era la única universidad en mi ciudad natal que tenía entre sus carreras la licenciatura en Artes Plásticas.

Aunque fue gracias a la beca que obtuve por parte del Instituto Nacional de Bellas Artes lo que me permitió, más allá de aventurarme en Ciudad Esperanza, la capital del país, y formarme profesionalmente, conocer a la chica de la que me enamoré perdidamente.

 

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