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La casualidad es inesperada. Intrigas del cacique. Anécdotas de historia. Un hombre misterioso (parte II)

Continúa el viejo.

—¡Gracias, amigo! -y con su mano forma un ademán levantando la copa en son de cumplimiento jovial, bebe, y retoma-. La cuestión nomás es que el viejo Hipólito Yrigoyen no sabía nada de esgrima y le dijeron que desistiera, pero valiente el peludo se lanzó sin más argumento. Li- sandro, que era también bien aguerrido, citó: Voy a usar el sable porque

lo voy a moler a planazos a ese viejo de mierda. Y la contienda fue en el Jockey Club. Media hora duró el duelo entre idas y vueltas. Se puede de- cir que se sacaron un empate de común acuerdo. Milagroso para De la Torre que tenía heridas en un antebrazo, la cabeza, la nariz y sus mejillas.

Interrumpo un segundo para citar un comentario.

—Por ese tajo en ella, usaría barba de por vida, don Lisandro.

—¡Así, pues es!! -dice Rodrigo-, conozco la historia. Se podría de- cir que eran los últimos caudillos, ¿no?

—¡Claro! -expresó.

—¿Y cómo termino aquel asunto con los ojos iluminados? -pre- gunta don José. Michelle observa sin decir palabra alguna, ya que no es compañera de las riñas.

—¡No me gustan estas cuestiones! -objeta Michelle-. Creo que levantar el ego de las personas es solo un síntoma de violencia,

¿por qué será?

—Es por cuestiones de respeto -replica don José-. Cuando se tiene una imagen y es calumniada uno quiere redención.

—¿Y por qué de esta manera? -retoma la pregunta ella-. ¿Es necesa- rio inmolarse en una barbarie solo por respeto?

—¡Por nada!, es solo respeto -me explayo-. Si vamos por la vida sin ofender al prójimo, sin causar daño, ¿por qué debemos ser tolerantes al insulto?

—Porque la violencia descarga violencia, amigo mío -dice con la cabeza gacha Rodrigo-. Por eso el mundo está convulsionado en de- sastres y guerras.

—Somos el lobo del hombre hobbiano -manifiesta don José-, so- mos una raza que se autodestruirá si no piensa.

—Es la empatía la que podrá salvar al mundo -dice Michelle-, la compasión.

—Solo se está permitida en una forma -dice Rodrigo Todos los mi- ramos-. Cuando nuestra libertad sea corrompida.

—¡Ah! Querido Rodrigo, aquí es el poder el que insulta, la codicia, desde la Roma sádica hasta la colonización humillante de las Amé-

ricas. El poder genera la maldad que habita en los corazones, genera dictaduras, guerras, hambre.

—Y el dinero -aclaro con efusión -. ¡¡El dinero domina el mundo!!

—Estamos perdidos por siempre, por eso nos unimos en lucha

-cita Rodrigo.

—Por un mundo mejor -manifiesta el anciano-. Terminaré esta historia.

—¡Por favor!! -le expresa Michelle.

—De la Torre con heridas, Hipólito no tenía un solo rasguño. Era in- creíble que un tipo que no sabía nada estuviera sano y salvo y otro exper- to lastimado. Este le tiró el sable a los pies en el momento de estrecharse las manos. Y solo se volvieron a ver años después, en el Hotel España, en cuestiones de elecciones, pero es otra historia y a partir de allí jamás se volvieron a encontrar. Ambos habían demostrado su hombría y honor. Uno sería presidente y el otro estaría en el Poder Legislativo. En la llama- da Década Infame, Lisandro recibiría un disparo de un maleante sicario, y era este una molestia para la clase de la oligarquía y políticas dictatoria- les injustas por la venta de carne a los ingleses de forma escandalosa. ¿Ve por qué Rodrigo citó al general Perón en ciertos aspectos, don Horacio?

—El general Juan Domingo Perón podrá haber tenido calificati- vos deshonrosos, pero junto a su primera dama Eva Duarte de Perón impulsaron ciertos métodos de inclusión que puede que en adelante no se hayan respetado. Sí, seguro que Armando estará de acuerdo con- migo, los sistemas de una dictadura son aberrantes y mi vida ha sido tal que es hasta nuestros tiempos en que aún escapo con la destreza de un ser que posee otro nombre, ya no soy el periodista que podría ser, las masacres de aquella época y mis cartas quedaron ahí guardadas esperando salir. El presidente utilizaba su poder contra las corpora- ciones maleantes, como decía Juan Manuel de Rosas, que si bien era consciente de sus males citaba… Llegará el día en que desapareciendo las sombras solo queden las verdades…

—que no dejarán de conocerse por más que quieran ocultarse entre el to- rrente oscuro de las injusticias -termino la frase, asiente Rodrigo con aplauso.

—Utilizaba un cierto poder dictatorial, pero no contra el pueblo, sino en contra de los cobardes, Perón hizo lo mismo hasta la llamada Revolución Libertadora (con sus dos manos en alto hace una seña de comillas Rodrigo), en la cual Aramburu lo derroca.

—Se dice -cuenta el viejo- que había unos túneles desde la Plaza de Mayo y otras partes de la ciudad.

—¡En efecto! -digo con acierto-. La ciudad en su parte céntrica tiene túneles que comunican o irían a comunicar en ciertos puntos clave. No se sabe a ciencia cierta su objetivo. Para algunos construidos por los jesuitas para torturar y esclavizar, supuestamente; para otros a fin de evitar invasiones en la ciudad de Buenos Aires. Dos españo- les tuvieron la idea de poner explosivos ante la inminente llegada de los ingleses, solo que quedó inconcluso cuando estos se rindieron. Un método rápido, y expedito de escape de diferentes gobiernos de turno. También en la etapa rosista para guardar armas. Y aquí uno que parece que podría comunicar con el Río de la Plata como hipó- tesis. Algunos revisionistas hablan de que no existe, sino que hay un búnker que tenía comunicando las alas desde la calle Alem hasta la Av. Madero, todavía no se sabe exactamente bien si los utilizó o no.

-Se hablan muchas leyendas y mitos como el que queremos develar del general Quiroga. Historias de nazis alemanes que llegaron a la Argentina con las puertas abiertas. Un búnker en la provincia de Mi- siones perdido en medio de la selva y la llegada de Hitler a Bariloche y una posible base militar científica en la misma ciudad. Son cuentos en busca de la verdad.

—Hay un hotel perdido en La Falda, cuyas leyendas hablan de unos hermanos alemanes que intercambiaban cartas con ese hombre, y aho- ra el miedo de los pueblerinos por supuestos fantasmas que rondan en aquel lugar perdido en las sierras cordobesas. ¡Pues son otras historias!

—Lo verdaderamente insólito es que somos una nación que siempre vuelve a retroceder. Llegamos a una dictadura, luego otra, ahora una joven democracia, ¿y luego que nos deparará el futuro? -dice Rodrigo.

—¡Liberalismo seguro! -aplica irónicamente don José-. Cuando Sa-

lazar tomó por sus métodos toda la nación portuguesa. Nuestras gentes se armaron en la clandestinidad ante el régimen. La música de fado era representativa de la libertad, corrompida por las fuerzas armadas y la élite financiera que apoyaba a don Antonio de Oliveira Salazar. Deja- ron de lado la monarquía con una nueva Constitución, con el Estado novo totalmente corporativista. Con simpáticas profascistas logra con timidez acercarse a Gran Bretaña y los Estados Unidos. Vean lo que el poder puede, ¿no? ¿Los famosos aliados? Los salvadores del mundo. Pi- ratas, bucaneros, colonizadores, en lo político, económico y social con su bendito consumo dominando las mentes de nuestra gente. Y su prin- cipio del fin fue a partir de la década del setenta. Hasta entonces éramos comunistas en la sangre con nuestras barbas creciendo, nuestros ideales volando por los cielos. Éramos clandestinos en bares, y casas. Como lo han hecho ustedes escapando a los dragones del infierno. Huyendo de la miseria que ello provee. Fue en Portugal, y en otros países.

—Como en la España de Franco, cuando los sublevados vencie- ron a los republicanos, y la guerra, la famosa guerra civil que llevó a muchos a emigrar a otras tierras, la música flamenca, los trovadores como Joan Manuel Serrat con poemas cantados en catalán, de Miguel Hernández y Antonio Machado, y Granada que tiene guardado por ahí el cuerpo de García Lorca -cita Rodrigo.

—Usted lo ha dicho, mi amigo.

—Todos somos amigos -confiesa el viejo.

—Todos somos amigos -cita el portugués-, cuando el sistema de Salazar cayó, Portugal en la Revolución de Claveles, vio la luz. Las calles se llenaron de esperanza, pero somos una nación no preparada para tanta libertad que hemos visto coartada desde épocas de antaño con los moros otomanos, y califatos en toda la península ibérica. Hoy se enaltece la corrupción como nueva arma del poder.

—Ella siempre existió -le comento al portugués.

—Cierto, y ahora más que nunca está desarrollándose y mutando con claridad -cita Rodrigo.

—Estamos en épocas de cambios -expresa Michelle- en las cuales se

expondrán nuevas guerras, nuevos modelos sobre la base del neolibe- ralismo. Ya no hay keynesianos. Habrá sí concientización calculo, y el planeta, bueno, se desgastará.

—Lo dices con tanta elocuencia y verosimilitud que el miedo me invade, querida.

—Es lo que la raza humana tiene en mente, queriendo encontrar. Es eso mismo que entrañablemente se choca con la intolerancia del ser humano. Mi tierra ha sufrido antes que todo desde sus comienzos. Con la esclavitud y el prejuicio interracial. En el sur con la revolución de los harapos (revolucao farroupinha), de gauchos contra el sistema estanciero y la necesidad de ser una nación libre de la mano de Bento González, el norte con la revolución bahiana. Todo cuando el imperio portugués se instaló huyendo de su país por la llegada de Napoleón Bonaparte nombrando a su hermano al poder en la península ibérica. Nuestro presidente Getulio Vargas, electo dos veces por voto directo que se suicidó al observar con desagrado y desaliento que todo lo que había hecho por el país era en vano. Si bien parecía una dictadura con su Estado novo (estado nuevo) era porque no se podía confiar en la plena corrupción en el Brasil de esos años. Era una infamia.

—Don Perón, el general, también dictó la llamada Constitución justicialista y de ahí es que tenemos ciertos derechos laborales y so- ciales que por suerte perduraron, cuando fue derogada -dice Rodrigo.

—Lo normal -continúa Michelle- es que se instaló con ello una intervención estatal fuerte, abolió impuestos en las fronteras interes- taduales, creó rentas, y un nacionalismo económico con una fuerte impulsión de la industria. Se reglamentó el trabajo de menores, de la mujer, el nocturno, y la jornada de ocho horas.

Rodrigo asiente.

—En la época peronista, se instauró el voto femenino -cita Rodrigo mientras corta un pedazo de carne del asado.

—Él asumió, si no me equivoco, un gobierno sobre un espiral infla- cionario, ¿no? -expresa don José.

—¡Exactamente! -aclara Michelle-. En 1954 las fuerzas militares

querían que dimitiera con una muchedumbre atrás convulsionada. Él escribió una nota y unos instantes después tomó su revólver y lo pegó a su rostro y se dio un disparo certero que le quitaría la vida. En su carta plasmó que los grupos económicos y financieros internacionales son los que dominan el mundo y por ello nunca podremos ser libres y en textuales palabras dijo: Luché contra las privaciones en el Brasil. Luché con el pecho abierto. El odio, las infamias y la calumnia no abati- rán mi ánimo. Les daré mi vida. Ahora les ofrezco mi muerte. Nada de temor. Serenamente doy el primer paso al camino de la eternidad y salgo de la vida para entrar en la historia. Ese personaje era don Getulio Vargas -se queda pensativa Michelle-. Todos comíamos y escuchába- mos el relato en aquella mesa de políticas e historias diversas.

—¡Salud! Mis amigos -se levanta Horacio-. ¡Salud!, por los males que algún día si Dios quiere se acabarán ¡y por el bien de la humanidad!

—¡Salud! -gritamos con elocuencia.

—Y como dice el dicho criollo -replico-. ¡Un aplauso para el asador! La luna se entremezcló con un leve viento que levantó las partículas de las brasas del carbón que se esparcían por el aire, un perro perdi- do de los pagos del pueblo se nos acercó y recibió como buen canino una tajada de un pedazo de carne. Aquí convidamos a todo aquel que quiera participar. A lo mejor también tenía su historia, ya que por increíble que parezca un perro tiene mucho para contar de sus aventu- ras. De lo que pisa, come, bebe, observa. De las veces que ha movido la cola como ahora, cuando Michelle le acaricia la cabeza, en cuanto los ojos del animal se ponen brillosos reflejándose en las luces de las estre- llas. Tiene mucho para narrar. De cómo conoció al amor de su vida, lo que conlleva el sacrificio de un callejero vagabundo de las rutas y cuántas veces ha sorteado la muerte. Es otro ser aliado de la libertad y

por eso merece más que todos el respeto de formar parte de la mesa.

Las tiras del asado se terminaban, don José se disculpó un momen- to y fue hasta su cuarto, caminó tambaleándose un poco, por el efecto etílico. Al volver, de una bolsa de nylon sacó una sorpresa. Una precio- sa botella de oporto vino blanco Ferreira.

—Quería compartir con ustedes, amigos, esta especialidad que he traído -habla con impetuosidad mi amigo.

—Abra, nomás, abra, que estamos listos -toma el vaso el viejo.

—Vamos a ver, ¿qué tal? -dice Michelle con emoción.

Quita el corcho de la botella con sumo cuidado, y sirve cada copa. Primero las damas. Michelle deja de acariciar al perro de las calles, y toma su copa para ser llenada, luego el viejo, Rodrigo y por último su servidor, y por supuesto él. Nos paramos y hacemos un nuevo brin- dis. ¡Salud!, el perro ladra acompañándonos en tal servicio. ¡¡Salud!! Cerramos la velada con algunas nimias conversaciones, sin sentido, el primero en retirarse fue Rodrigo y luego el anciano, mientras me quedé en la mesa charlando el asunto del general Quiroga con don José y Michelle.

—Me preocupa lo que nos diga el indio ranquel, mi amigo -suspi- ro al hablar.

—Puede que nos dé pistas, ¿ahora cómo llegar a un fantasma que se haya perdido apareciendo en montes y desiertos?

—La verdadera razón del misterio se guarda en sus mentes, queri- dos -dice Michelle-, ustedes crean incertidumbres y a través de ellas preguntas, y más preguntas, luego respuestas. Ocurre en el amor, ¿no lo creen así? En las parejas, cuando se piensa que la otra parte miente se genera en la cabeza un compendio de infinidad de teoremas, que dar con falsas palabras que llevan a otros teoremas, hipótesis, que li- mitan la libertad del otro.

—No comprendo -digo.

—¡Usted es complicado, Armando! Con su mujer, y perdón que lo diga, ha llegado al extremo del tedio, de la desconfianza, es por eso por lo que sus caminos se están separando. Como consejo le diré que sea más compañero, interésese por ella, en otros puntos. Otros objetivos. Hágale ver otros caminos posibles. Y no sea un hombre atrapado en un libro de historia, o en lógicas bobas. Ella estará proyectando un emprendimiento oculto, ¿lo sabe?

—¿Un emprendimiento?

—¡Está perdido, don Armando! -se ríe.

Pensé que todo estaba en orden, concluí internamente desde la última vez.

—¿Y no le dijo de venir con su hijo aquí?

—Lo evalué, pero creo que pueden exponerse a algo que no entenderían.

—Error garrafal, ella debe estar aquí como su hijo, deben compar- tir la aventura.

—Y qué proyecto tiene en mente.

—Escribir, como don José, escribir por medio de usted. Escribir lo que siente, lo que desea, el cariño que se gesta.

—Ella sí que sabe -dice don José abrazando a Michelle-. No sea tonto, mi amigo, luego de poder esclarecer todo este barullo, juéguese sus cartas del destino. Usted sabe bien cómo debe hacerlo.

Permanecí meditabundo, cavilando, mientras rascaba el lóbulo de- recho de mi oreja, sobre estas definiciones que debo tomar con Mila- gros por el bien de ambos. Un compañero en todas las letras. La fortu- na de tener una dama delante como Michelle que podía discernir con un paso al frente cómo llevar mi vida y con ello al pequeño Rodolfo.

—Si me disculpan me voy a mi cuarto a descansar -manifiesta con un bostezo la mujer que abrió mi mente-. Mañana será un largo día.

—¡Hasta mañana! -le da un beso don José.

—¡Hasta mañana! -digo aún impertérrito en mis lamentos como esposo.

—¡Bien, mi amigo! -Toma el libro que estaba en la mesa don José y abre la página a la que siempre accedemos es la del indio-. ¿Y usted dice que luego de evacuada la pista pasamos a la siguiente?

—¡En efecto!, la primera trata de una batalla con el general Paz, luego una historia del general y en adelante el relato del cacique de la provincia de San Luis. Cada relato como puede determinar son capí- tulos abiertos y encerrados en casi veinte o treinta páginas.

Don José lee el segundo párrafo que esclarece el sueño de Quiroga.

—¿Se ha dado cuenta de que hay un pacto malogrado? ¿Quiroga accedió con el amo del averno y aparentemente batalló con él?

—Eso parece, hay dos personajes de los cuales tomé debida nota. Uno es un oficial unitario, Fausto Cruz, se une con el llamado Gaucho el Rojo. Ambos combatieron en medio de un desierto como aclara uno de los ca- pítulos que le manifesté, en un duelo. Ambos alimentaban la visión pueril de aquellos tiempos.

—¿Un duelo? ¿Como el de Lisandro de la Torre e Hipólito Yrigoyen?

—Algo parecido, lo persiguió luego de terminada la batalla, parece.

-Tomo el libro y abro la cara de los últimos párrafos. Aparentemente un paisano de los campos le habla de aquella historia.

—Tienen muchas palabras rebuscadas como un libro en contra- tiempo de fragmentos que cambian, léame, mi amigo, a ver qué pistas vemos en este periplo.

—Bien, esta narración en microrrelato se llama el duelo:

Eran tiempos tumultuosos, luego de la batalla desastrosa, había ven- ganzas que tomarse y el mandinga no quería que la cosa fuera así de cierta y la historia de estos dos comienza. Desde una pulpería se expresa que el impulso de los diablos es pura fuerza y cita…

Temblaban las manos de lo coloradas que estaban. Tenía un brazo lastimado en su hombro izquierdo. Aquella dio justo en el centro de aquella anatomía deforme de un cuerpo delgado. El mediodía le ofreció alguna yerba para comer y uno que otro lagarto de desierto. Cuídate, le dijeron antes de arrancar aquella batalla con los del otro lado. ¡¡Viva Buenos Aires!!, gritaron los de gorro azul. Fue la masacre de ese pequeño grupo en el cual se encontraba.

Le tiemblan las manos. Pobre rojo. De milagro el gaucho salió con vida. Ahora lo persigue una cuadrilla de unitarios.

Te tengo, rojo. ¡¡Ya te voy a agarrar infeliz!! Fausto con su sable en su cintura. Sus dientes filosos. No aquel vencido de aquella vez que escapó como ahora el rojo lo hacía.

Te tiemblan las manos coloradas, ¿no, rojo? Un hombre tiene la fuerza de voluntad que a veces olvida.

Rojo, te conozco. Tú nunca olvidas y ahora estás en pleno desierto procurando un poco de agua para tu miserable vida.

Camina en la sierra árida de cactus y chicharras que cantan el ré- quiem para el gaucho malherido que de milagro salió rezando al padre nuestro que está en el cielo mirando su sufrimiento.

Tengo que llegar pa' el otro lado de la sierra. La angurria de llegar al catre a donde poder descansar. Este cimbrón de los pacos me dio duro. Si tuviera bagual a la vista. Acá solo hay leones.

El calor del páramo era tan fuerte que los demonios preferían quedar- se en el infierno antes que salir por esos pagos.

Le tiemblan las manos al rojo. El facón está caliente como las brasas de un volcán.

Te tengo, rojo. Estás herido y la lengua seca de esa boca podrida pide por agua. Tu sangre de salvaje te salva. Cada palabra del unitario era sangre de risa del malo. El gualicho estaba dentro de ellos como dicen los ranqueles. La violencia es muerte.

Y no puedo dejar que el recuerdo rompa el esquema del tiempo en que prometí que estaría a tu lado, mi dulce Ana, por la que juré amor. Y te deje el día del funeral de las rosas. Todas estaban marchitas y tú en aquella cama postrada con la matrona que rezaba por un segundo más de tu respiración. Al llegar estabas ahí inmóvil e intangible en todo tu cuerpo, y junto a las flores que en mis manos traía para adornar tu alma te otorgué una tarde del espíritu que me quedaba. Era la cura precisa. Al cerrar las puertas de la casa no quise mirar atrás. Ese había sido el pacto de andar al que la bruja que a tu lado estaba me reclamaba. Y me fui. Canté al cielo una plegaria mientras las lágrimas vertían en el suelo. Ellas quedaron ahí para que algún día crezcan de la madre tierra nuevas rosas que puedas querer tanto como me quisiste.

Ahora Fausto Cruz marcha de batalla en batalla.

Vagar ha enseñado dice, y voy por ti, rojo, asesino de unitarios.

Fausto observa montado en su corcel una flor que de vida se mantiene en el desierto. Le arroja agua de su botella. Merece una oportunidad, pensó el sargento.

Voy a continuar solo -dice el sargento a su grupo-. Al rojo lo puedo aventajar. Está herido el muy cobarde.

—Sargento, ¿está seguro?

—¿Me está desafiando, soldado?

Está bien, mi sargento, vaya con cuidado.

Le tiemblan las manos coloradas, el rojo intenta llegar al otro lado del cerro. Ve un río. Una línea fina que se esparce desde arriba de la montaña. El rojo se agacha a tomar un poco. El cuerpo ya gastado no quería tan solo un descanso. El hambre lo atacó al estómago y no quedó opción otra que cazar un sapo que por ahí estaba. El rojo lo tomó de las patas y lo mató a sangre fría como a muchos soldados. Crudo se lo comió el muy salvaje saciando el apetito.

Se oían voces.

Cada vez estoy más cerca y quién sabe lo que haré al hallar a la cabeza tan buscada de Buenos Aires. Una pica espera por quien llama a la muerte cada vez que del filo de su faca refleja al ser que ha de caer. Y la sangre roja llena las fauces de acero que se alimenta como un vampiro que pide sin cesar.

Digno es el rojo de ser un adversario aguerrido. Algo que Fausto Cruz sabía con certeza la primera vez que se batieron en duelo.

Y esta vez no habrá intermediarios y de haberlo solo será el señor, el vuelo de los pájaros para celebrar la muerte de alguno de los dos y el fierro fiel zaino de su dueño.

No te preocupes, estoy solo. Solo yo y el corcel, mi fiel compañero. No te preocupes, ninguno del regimiento estará encima de tus talones. Si alguien ha de darte sepultura seré yo, rojo. Porque no hay espada que merezca lastimar tu reputación y si la merece jamás logrará hacerlo. Tus huesos son tan fuertes como los míos. Y tus heridas han alcanzado la gravedad que muy pocos sabemos explicar.

El rojo escucha voces que vienen.

Este zaino está cerca. Se cortó seguro. Se cortó nomás. Es valiente el criollo este. Te voy a esperar, Fausto. Escucha mis gritos, entinao te voy a esperar y que la suerte le premie aquel que no espiche, ¡carajo!

Se oía la voz. El eco en las montañas. El rugir de los tigres que no tenían más marcas que heridas en el cuerpo, como en el alma.

—Oigo el sonido de los vientos que de su soplido atrae el polvillo del sedimento que nos quema el cuerpo, y tu querido fierro no paras un se- gundo. Somos uno, y uno seremos como el reflejo de dos pares que sienten el mismo andar y vamos por ese forajido al que juré guerra.

Otra flor pide por aquel sargento. Y agua ha de otorgar.

Te tengo en mis manos -se oye reproducir la voz que el viento lanza en dirección al oeste.

El sonido envuelve al rojo. Esperando, él aguarda.

Vení con esa lata si es que el coraje te ha enseñado a usarlo, criollo. Que para tener valor hace falta decisión y eso, compadre, no viene más que corazón cuando el pecho se infla de osadía de quien no le teme a la muerte. Venga nomás que acá lo poco que queda de la vida lo enfrenta como muchas veces enfrentó al malón, al malevo, al guerrero y al man- dinga. Por eso soy quien soy, el rojo. Venga nomás.

Esta calmado y la tarde está llegando. Hay leguas para llegar al rojo y Fausto pisa el tiempo y lo amasa para estirarlo. La tarde no quiere caer y el sol tampoco. Al rojo lo calcinará el desierto, pero Fausto no se lo permite. El rojo tiene que morir en sus manos porque así lo predijo el destino. O en ma- nos del rojo morirá Fausto Cruz. Pase lo que tenga pasar entonces. El Fausto ha andado demasiado y cuando se anda se adquiere experiencia de que las desgracias de lo que vendrá no se pueden evitar, tan solo recibir de la ma- nera justa, y darle pelea con la conciencia del hombre que juega y arriesga.

Una flor más en las tierras y lo que queda del agua para el fierro y ella. El Fausto visualiza el lago y el olor al rojo se hace presente. Aquí estuvo y aquí juró pelea. El eco de su voz podía escucharse. Los vientos no mienten.

Voy por ti, rojo.

Te espero, criollo, como terne que soy en la temeridad de los yuyos se- cos que arden como fuego. Este gaucho sabe sacudir el polvo. Y el regocijo de mi facón va a tocar tu cuerpo jodido.

Acá aguanto al porteño con el gastado sabor del filo que tanto ha de arremeter a esos mal nacidos del puerto.

Las aguas de aquel río que corta en dos partes el desierto le dan un poco de esperanza a quienes llegan abrumados por terrible agotamiento de un verano.

El rojo se tira en alguna sombra de árbol seco que le sirve de techo en- tre el cielo y la tierra. Está atento como toda la vida lo estuvo desde que salió del vientre de la madre ya luchando sin llorar. El rojo no sabe lo que es una lágrima porque las perdió cuando vino al mundo como muchas otras sensaciones a lo largo de su trayecto con ropas rasgadas, símbolo de la caridad cristiana que alguien le otorgó con el favor incluido de no desertar si algún día tuviera un sueño.

Al sargento Fausto la desdicha lo agarró desprevenido el día que debió abandonar a la mujer de su vida. Abandonarse él mismo. Se encuentra en el recuerdo de unos zapatos sucios que son la imagen viva de quien ha tenido que andar para que el olvido se haga presente.

Ningún hombre ha de pasar por donde estas historias se hacen presen- te mi amigo. Le cuento lo que las leyendas de tantos lugares hablan. Las palabras de ayer son contadas hoy para ser recordadas mañana.

Casi te tengo, rojo. A paso, gaucho de llanuras. No te acobardes. Am- bos sabíamos desde un principio que la suerte nos cruzaría entre sable y facón. Entre la unión y el federalismo.

El cielo está comenzando a nublarse y teñirse de gris oscuro como si las plegarias de los vivos presentes hubieran sido escuchadas. Las aguas están por llegar en un diluvio.

Y sabe, mi amigo, aquel día el aguacero salvó los campos y a los ani- males y dos compadres se cruzaron en duelo. La lluvia limpió la sangre de los ataúdes manchados antes de dar sepultura a los caídos en batalla y se mezcló con las lágrimas de sus familiares. Es así de divino el cielo cuando de dolor ajeno se trata.

El rojo descansa. El sol se esconde entre el nubarrón. El viento del oeste trae el olor a muerte. El rojo la recibe. Tapa su rostro con su gorro de gaucho poniendo su mano en la cabeza para que este no vuele. Las primeras gotas del agua caen. Más y más potente el remolino del aire que hace una vuelta

de tornado llevando algún pastizal seco junto a las hojas del suelo. El soplido del cielo calma un instante. El rojo levanta la cabeza para observar enfrente la sombra que se hacía presente. La figura de negro. El perseguidor. El rojo se puso tieso y luego respiró hondo. Infló el pecho de vigor como un pavo real en guardia. La mirada se le agudizó. Fijamente no quitaba los ojos de aquel tigre cazador. El sargento Fausto Cruz estaba frente a él. El rojo del interior y el criollo porteño se iban a medir. El rojo sacó como tantas veces aquel facón gastado. Se tocó su hombro palpando a ciencia cierta que su herida no sería un motivo para retroceder, ni molestia ante el dolor. El criollo sacó su sable desenvainando con lujuria de lucha. El fierro quedó atrás. Quieto y manso. No era el centauro de llanura. Ahora debían separarse. Entonces los truenos del cielo hablaron de la epopeya que los dioses iban a presenciar enviando las lluvias torrenciales que comenzaron a caer como piedras. Un vapor se levantó del averno, eran los húsares del infierno que salían como gusanos aguardando la guadaña cercenadora de cuerpos de la parca.

Al fin te tengo, rojo. Ahora rendí las cuentas que olvidaste si es que el valor te sobra como dicen los federales.

Pa' cobardes ya tenemos a los gringos y los indios. Te va a caer bien una cercenada en el lomo. Y ese zaino (señaló con su cuchillo al fierro. Ese va a ser de propiedad del rojo). El rojo sacó su poncho y lo enrolló en una de sus manos como escudo.

Fausto Cruz al voltear a ver su corcel se dio vuelta enseguida. Total- mente empapado caminando en dirección al rojo aprovechó la señal de la fuerte polvareda que se levantó y escondido se lanzó al gaucho. De aquella neblina de polvo solo una punta podía verse. El rojo lo esquiva y tira un facazo en diagonal de manera descendente, dando con el brazo izquierdo de Fausto. Otro lance de Fausto y el rojo se arremete en el pe- cho, pero recibe un golpe de puño con espada en mano del criollo.

El polvo y el agua dificultaron los movimientos de ambos rivales. En varias oportunidades Fausto pudo dar al rojo, pero la suerte del clima era tal que cegaba. Al rojo le bastaba cubrirse, pero la herida de la batalla añeja todavía estaba en su carne cruda y putrefacta.

El rojo aplica una estocada para rematar al estómago. Estocada al fin y en punta y Fausto tan frío en mente se estira con su arma pareciendo chocarlo. El rojo resbala por el lodo. Los gusanos de abismo tomaban sus pies para que este tropezara y así el unitario tomar ventaja. Gracia perdi- da de una oportunidad valiosa si no fuera que el gaucho atajó la espada con el poncho de su mano arremangado al brazo. Valió la herida del filo que la muerte misma. Y el facón se introdujo en el muslo derecho, dando un fuerte grito de dolor Fausto Cruz.

Cuánta pena en tanta lucha. ¿O no, compadre?

Así dicen las historias de aquellos dos. Y morir por las ideas.

Es que las ideas son lo único que al hombre le queda para seguir delante de tanto ruedo en el mundo.

El rojo embarrado se zafa y rueda en círculos para el lado del río. Aga- chado se queda Fausto tomándose la rodilla. De inmediato rompió su camisa y se hizo un nudo con parte de ella como torniquete. Rengueando se incorporó. El rojo ya estaba de pie. Respiraba con suma fati—ga¿.Usted dice que los dos estaban vencidos?

Desde el principio lo estaban, pero no lo sabían.

—¿Y por qué?

Por las ideas.

La lluvia continuaba sin cesar. La arena impregnada en los cuerpos se unía a la adrenalina.

En el precipicio las voces pedían un sacrificio en aquel páramo de llu- vias, vientos y cadáveres.

Cruz retoma fuerzas de un ser interior y ataca al gaucho que sin poder mover su cuerpo recibe gustoso el punzante filo del arma atajándolo con su mano antes que aquella golpee su pecho y contraataca a la mano que lleva- ba la espada unitaria con el óxido de la cuchilla. Ambos caen arrodillados sin perderse la vista. Sin dejar que uno aventajase al otro y viceversa.

Las voces del trueno pedían un alto al fuego y las lluvias, los vientos, ángeles y demonios cesaron de gritar y soplar por las presas. La efigie de la sombra del gualicho los consumía, hay que tomarse el jugo en cuanto las al- mas están listas. Ansioso frotaba sus manos, esperando la muerte de ambos.

Ambos continuaron sin perderse de vista. Sabían del sacrificio y no decían tan solo palabras con sus vistas.

—¿Y cómo concluyó el asunto tan terrible? ¿Quién ganó entonces?

-dice quien escucha esta historia.

—¡Esa es la parte que nunca se supo, don! No hay pruebas, ni pala- bras, ni nada -cita el paisano.

Sin dejar de catalogar. Ya no quedaban rastros de alguna fuerza que impulsara. El rojo asintió agachando la cabeza sin dejar de observar. El criollo asintió agachando la cabeza. Ambos firmaron un pacto de rea- nudar, y encontrarse. ¿Quién sabe dónde? ¿Quién sabe cuándo? Propio de la dignidad guerrera dieron media vuelta. Cada uno en su camino.

Una flor había en medio del lodo. Fausto la vio en una escasa opor- tunidad. Ya taciturno y sonrió. El rojo caminó la línea del río. Dentro del infierno aún podía encontrarse un ápice de bondad. No era necesario que la muerte ganase hoy. Los dos hombres lo supieron entonces. El malo enfadado dijo los volveré a ver, mientras tanto vagarán por lo siglos de los siglos y los buscaré siempre que pueda para que vengan conmigo. Y la sombra se esfumó.

Nunca se supo de ellos -sentencia el paisano-, ni se supo si el guali- cho los llevó.

—¿Y por qué?

No sé, tal vez la flor se marchitó y la muerte los alcanzó al final. O el malo cobró las almas, o fueron santificados de sus pecados y aguardan en el cielo como soldados.

—¿Se habrá enojado pues la muerte? ¿O el mandinga?, ¿o quién sabe?

O habrán optado ellos por luchar eternamente en otro mundo, ya no como enemigos, pero eso no lo sabemos. Nunca lo sabremos.

—Vuelve el tiempo a sus comienzos de quien lea esto.

—¡¡Asombroso!! -cita don José tomándose la barbilla con la mano izquierda y mirando a las estrellas. Un duelo en lo inmemorial de los tiempos. Dos almas guerreras que no descansan.

—Tengo la corazonada de que ambos tenían lo que Rodrigo y va-

gan por el mundo como espectros. Tengo la corazonada que el general Quiroga es quien debe poner fin al asunto. Tengo muchas hipótesis, mi amigo, y muchas dudas por esclarecer.

—¿Si fuera así? ¿No deberían aparecer? -expresa don José.

—¡No lo sé!, ¡hay mucho por resolver!

—Es sencillo. El tal Quiroga accedió a un pacto. Ahora siento pena por él. Lo llevó a la muerte en Barranca Yaco. Su alma cabalga por todos los rumbos del país. Dentro de ese pacto hay dos hombres más. Un gaucho federal y un soldado unitario. ¡Que fueron elegidos por ser los más bravos! El señor del hades recoge lo mejor de lo mejor para su ejército el día del juicio final y no dejaría escapar a estos dos hom- bres, ¿no cree? No dejaría escapar al general Quiroga. El día del juicio vendrá y las huestes del bien lucharán con los húsares del mal, esa es la verdad para todo cristiano. Y debemos estar preparados.

—¿Lo cree, don José? ¿Cree que estamos luchando contra algo su- perior a todo mal?

—Mi amigo, a esta altura estoy dispuesto a creer en lo que sea. He roto ese escepticismo que en un comienzo tenía, producto de mi ob- tusa manera de cambiar. -Don José se toma la cruz, y la frota con la yema de sus dedos.

—Es hora de descansar -le digo.

—Tiene razón, buen hombre, mañana será otro día -piensa el portugués.

Al retirarnos fuimos a nuestros cuartos, pasé por el cuarto de Ro- drigo para verificar que todo estuviese en orden, y que no ocurrieran los eventos de la noche anterior. Por suerte roncaba y dormía como un hurón. Don José estaba en lo cierto, mañana será otro día. Hice una leve guardia de poco tiempo para cerciorarme, ya que no tenía sueño. Comencé a presentir un aire pesado y mofado, como si el calor del vera- no se introdujera en un interior en pequeños pálpitos desde el suelo en descenso y generando una pequeña síntesis de seudo-neblina. El cuerpo de mi amigo temblaba y como siempre transpiraba por sus poros. Don José apareció de repente. También tenía el pálpito de Rodrigo.

—¡Puede que suceda!, ¿mi amigo?

—¡¡Tal vez!!, hace mucho calor en esta habitación y las reminiscen- cias de niebla me parecen un tanto extrañas.

—¡Abriré la ventana!

Don José se acercó y corrió las cortinas y luego giró la perilla de la ventana para abrirla cuidadosamente. La complexión anatómica del ser en la litografía de Quiroga parecía mudar la expresión del rostro. Inmediatamente mi camarada advirtió que una figura enigmática estaba del lado de afuera a unos metros. Había una niebla un tanto extraña que envolvía la plutónica noche. Era espesa e incipiente. En ella se entremezclaba de forma prematura una especie de hombre en- capuchado a pie, cerca de la parrilla. A paso veloz fuimos hacia afuera creyendo que fuera una suerte de ladrón o cuatrero.

Al llegar a acercarnos, cuidadosamente no encontramos nada. Pues no se veía nada. Nos miramos pensativos en medio de la noche. Los caballos estaban tranquilos, y el perro callejero dormía plácidamente. No era nada, absolutamente podía decirse que solo era la paranoia que nace en las mentes, propia de la invidencia.

Resolvimos volver a nuestros cuartos. Un ruido extravagante de un pitillo nos convenció de quedarnos. Era un sonido agudo incesante y demagogo en su escala musical por la finura de aquel. El portugués miraba para todos los sectores, mientras yo estaba divisando del otro lado. Entre los arbustos, y las tinieblas, se hizo una aparición de aque- lla sombra. "Tranquilos, vengo a dejarles un mensaje del general". Era un señor con una capa grande y negra azabache, al descubrirla en su cuerpo y parte diminuta de la cara pudimos notar que tenía un bigote. Un chaleco de frac, de esos que utilizaban los unitarios. Tranquilos, nos expresa. ¡Tranquilos!

—¿Quién es usted?!

—Soy un viejo enemigo del general Quiroga, Soy una sombra que vaga. Un condenado por la historia. Una inmortalidad innata que no descansa.

Nos miramos con don José. Esta noche sería larga, y parecía que no terminaría.

—Vea en su libro y encontrarán las respuestas sobre mí. Las heridas son la pista, deben ver al anciano cacique; él les dará algo importante para continuar su viaje.

—¿Y quién es usted?

—¿Qué busca? ¿Qué sabe? -Pone su mano en el hombro de aquel señor misterioso don José.

—Hay que atreverse a hacer semejante prueba de valor. Nadie pone una mano al general de las Múltiples heridas. Les ahorro la valentía. Les ahorros el deseo de saber quién soy.

Don José siente un calor fuerte, como si quemara su mano, y rápi- damente suelta el hombro de aquel.

—¿Qué pista nos dará?, ¿Qué nos dirá?

—Nada, deben ir con el cacique. Él les otorgará las claves precisas.

—¿Por qué hace esto?

—Le debo favores al general, le debo la gracia y caballerosidad que solo los enemigos se tienen cuando son amigos. Le debo el cuidado de mi amada e hijos para reencontrarme con ellos. Le debo mi prestigio y nombre como colega. Todos se han ido y yo por condena seguiré vivo. El general debe librar una última batalla, y ahí estaré con él, esta vez no como enemigo, sino como compañero de lucha fiel para que rompamos los maleficios, pero antes deben ir tras el alma de su señor y liberar la esencia para que se una a su cuerpo. Liberen su alma. Libé- renla y que él defina su choque de espadas una vez más.

—¿Debemos llegar? ¿Y cómo? ¿Es usted el que ha aparecido por las noches en el cuarto de Rodrigo?

—Ese ser peligroso nos tiene en condena. Su amigo y ustedes han de ayudarnos, y con ello liberarnos a todos, incluyendo a Rodrigo. Antes que desaparezca su espíritu que cada noche pierde un poco de su brillo. No lo comprenden. Lo veo en sus rostros, tengan presente lo que les dije. Soy el hombre de las múltiples heridas, ¡relean el primer capítulo y se darán cuenta!

En efecto era cierto. No entendíamos qué hacer, ¿y cómo? El hombre se dio media vuelta y se fue caminando. Don José le pidió que se quede,

que evacue dudas; pero en medio de la noche una bruma se nos vino en- cima, y la espesa neblina nos confundió mimetizándose ese hombre en objeto, al introducirse en el arbusto gigante de yuyos esparcidos, como si aquel se lo tragara. Como si la materia se esfumara. Era como viajar en otra dimensión. Tal como fuera comentada la leyenda de los indios comechingones. Un papel en el piso cerca de aquel, escrito en tinta con las palabras de una carta del general Quiroga. Don José la tomó, la miró como queriendo leer el castellano antiguo y colonial de un ser humano que no usaba tinterillo, y lo depositó en mi mano.

—¿Qué dice, mi amigo? -expresa con curiosidad.

Lo tomé y la niebla se estaba disipando, aunque no podía verse cla- ramente, encendimos una luz en las cercanías de la puerta de entrada y retomé la tarea de poder saber qué decía en tan complicada letra:

Señor general don… Tucumán, 24 de noviembre de 1831. General: Desde que oí resonar su nombre por mil acciones heroicas que Vd. hizo contra los enemigos de nuestra independencia, me mereció el aprecio más distinguido, y esta ha sido la causa o fundamento principal para que viniéramos a ser los más mortales enemigos, de lo cual voy a hacer a Vd. una exacta explicación… (FQ)

Las demás palabras estaban borrosas e ininteligibles, por lo que pude leer algunos párrafos. Los fundamentales para entender la situación. De antemano este hombre querría eso.

General, hay algo más. Hallándose una noche en Buenos Aires varios generales reunidos, y entre ellos Juan Manuel de Rosas, en casa de don Braulio Costa, en la cual yo paraba, uno de ellos dijo que Vd. no había prestado jamás un servicio a la patria, y no pudiendo mi alma sufrir tal injusticia, les dije: ¿Cuál de Vds. fue el terror y espanto (en Bolivia) de los enemigos de nuestra independencia? ¿No fue el mismo que dicen Vds. no haber prestado un servicio a la patria? Dígase que ahora anda errante, que ha abrazado mala causa y que obra como el mayor de los malvados, pero no se le niegue que prestó servicios muy importantes en la guerra de nuestra independencia, ¡como ninguno de Vds. lo ha hecho! ¡Todos callaron y ninguno halló qué contestarme!

Luego dice como mayor entendimiento:

Su familia, sin embargo, ha sido despachada a reunirse con Vd., por haberlo ella solicitado, desdeñando los ofrecimientos que le hice.

¡Adiós, general!, hasta que nos podamos juntar para que uno de los dos desaparezca, porque esta es la resolución inalterable de su enemigo. Atte. Firmado Facundo Quiroga. (FQ)

Es una carta, mi amigo - le digo a don José-. Un documento de la historia. El hombre que estuvo con nosotros posiblemente sea quien pienso que es.

Fuimos al interior de la casa. Tomé el libro sin hacer ruido para no despertar a nadie. Lo abrí y buscamos el primer capítulo en el cual for- mulaba la criatura de las múltiples heridas. Un párrafo aparte citaba:

En el Tala en 1826, aquel fue derrotado por el Tigre de los llanos, pero dio origen antes de su muerte a la leyenda del inmortal. Un pelotón de quince soldados montoneros se le vino encima, a los que enfrentó en soledad. Muchas fueron sus heridas. Un tabique roto, cortadura en el es- mago, y un tiro que podía haberle quitado la vida en su cabeza, y aun así continuaba luchando. Era el inmortal. Logró sobrevivir sin resen- timiento para volver nuevamente al ruedo. La derrota fue inminente. Era el general Gregorio Aráoz de La Madrid. Los rumores de su muerte caminaban por los campos, hasta que apareció para una nueva batalla en el Rincón enfrentando nuevamente a Quiroga. El hombre de las múl- tiples heridas. Dicen ciento cuarenta, doscientas, ¿quién sabe?

¿Usted tiene la certeza de que haya sido él? -me dice don José.

Posiblemente, pero ¿cuál es la razón?

Todo se está entramando en un laberinto y el cacique nos tiene que esclarecer el camino. Nos ha indicado. Este hombre quiere encon- trar a Quiroga. Tal vez por agradecimiento o por desprecio.

¡Ha dicho que ha de luchar a su lado!

Ahora sí será mejor ir a descansar.

¡Excelente idea!

Nos retiramos. Esta vez no había guardias, ni nada. Cada uno durmió como corresponde, para madrugar a la mañana de un viaje apresurado.

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