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Sánchez miraba con los ojos muy abiertos la escena que se desarrollaba ante él.
Apenas a unos diez pasos de distancia, en el piso, Kiba estaba recostado contra la pared. En su regazo, Graciana estaba sentada, con los pechos al aire.
Hace apenas un momento ella sintió la tela alrededor de su pecho desaparecer. Estaba segura de que no era alguna habilidad, sino más bien la magia de sus manos. Era como si sus dedos hubieran dominado el arte de quitar la ropa con el menor esfuerzo posible.
Kiba tomó sus maravillosamente suaves pechos y frotó sus pulgares sobre los círculos marrón chocolatados alrededor de sus pezones. Ni un solo bulto en su areola escapó a su escrutinio experto.
Fuera la textura, la suavidad, la firmeza o todo lo demás, sus tetas eran perfectas.
—¿Quieres seducirme con estos bollos lechosos? —preguntó Kiba.
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