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5.3

En cuestión de segundos la neblina apareció y se esparció por toda la zona, ocultando a todos los robots; y cuando el viento se disipó, Oliver ya se encontraba en medio de una calle, frente a su casa. Aunque buscó a sus amigos, no los encontró por ninguna parte.

«No, de nuevo no», se lamentó en su mente.

—¿Qué haces ahí parado? Ya es hora de dormir — se escuchó la voz cálida y familiar de una mujer, detrás del niño.

El pequeño Oliver brincó del susto, luego giro sobre su propio eje para encontrar a su madre que ya lo esperaba dentro de la casa. Ahora, la mujer tenía una sonrisa radiante, misma que no veía en años. La luminaria comenzó a fallar; uno de los focos que estaba encima del niño, se fundió.

—¿Oliver? — llamó una voz femenina, muy diferente a la voz de su mamá.

—¿Mamá? — El niño tenía miedo, se le notaba en sus ojos. No quería entrar a la casa, pero su madre se encontraba adentro.

Luego se acercó, cada paso más vacilante que el otro, hacia donde se encontraba la puerta abierta de par en par. Melinda cortó la poca distancia y lo recibió con un caluroso abrazo, como si no lo hubiera visto en meses o en años. El niño se aferró a ella mientras sus ojos no dejaban de derramar lágrimas.

Por primera vez desde que llegó al mundo virtual, Oliver se dio el permiso de sentirse como el niño que es y siempre ha sido, pues ya no quería actuar como un adulto que resuelve problemas o mantiene la compostura para evitar críticas.

En ese momento, Oliver prescindió de los juicios de su padre o de sus compañeros de clase. Estaba cansado de guardar las apariencias y de luchar contra su propio ser. En esta ocasión, Oliver había llegado a casa sin la necesidad de romper cosas, derribar todo aquello que se interpusiera en su camino o gritar angustiado, con el objetivo de aliviar su creciente agonía. En su mente, Oliver pidió perdón a su madre por gritarle y desafiarla, por ser el hijo ingrato que siempre la culpaba de aguantar a su padre. Hace rato que el niño se convenció de la historia creada por Samuel, donde los antagonistas eran su esposa e hijo. Ahora la culpa correspondía al verdadero responsable. 

—¡Mamá, te extrañé mucho! — dijo el niño desde lo más profundo de su corazón, herido y agotado física y mentalmente.

—¿Cómo que me extrañaste? Sí, siempre he estado aquí en la casa —dijo Melinda riendo. Luego se llevó la palma a la boca como si pretendiera evitar una sonora carcajada.

—Yo…tengo miedo… mamita, quiero regresar a casa — reveló el niño con su vocecita casi afónica.

—Pero, si aquí estas, nunca te has ido, ¿Qué sucede, mi niño?

La mujer rompió el abrazo para ponerse al nivel de su hijo y mirarlo a los ojos. Le acarició la frente removiendo mechones de cabello cubiertos por sudor y polvo. Oliver se pasó la manga de la chamarra por las mejillas, en un intento por limpiarse las lágrimas y los mocos que no dejaban de fluir.

—¿Qué sucedió en la escuela? — insistió Melinda, con el ceño fruncido.

—Nada.

—¿Entonces?, ¿Por qué lloras?

—Creo que me siento mal, mamá. Ya no puedo…aguantar las ofensas de mi papá. Estoy muy triste y no… no tengo a nadie. Ya no puedo vivir así, pero no sé qué hacer.

Oliver esperaba una respuesta que lo salvará o que por lo menos le diera esperanza. Aunque estaba cansado de la situación que le tocó vivir, tampoco quería morir ni huir de su hogar. No cuando aquello significará la soledad.

El mundo virtual de los histriónicos le parecía similar a lo que muchas veces escuchó en boca de su abuela. La anciana solía decir que al morir nuestra alma viaja al purgatorio, al cielo o al infierno (dependiendo del comportamiento que tuvimos en vida). Sin importar a donde vayas, siempre te encontrarás en un lugar desolado y sin nadie a tu lado por toda la eternidad. Tu familia dejará de existir. Cualquier posibilidad que Oliver se planteara, acrecentaba todos sus temores. Ahora, el niño tenía una idea más clara de lo que él creía, significaba la muerte.

«Si muero ya no te veré nunca más, mamá».

—No digas eso, me tienes a mí. Yo jamás te dejaré, mi angelito. Eres mi vida, mi orgullo y mi razón para luchar.

—Es que…papá…

Melinda esbozó una ligera sonrisa en su rostro.

—Tú papá tiene serios problemas en su trabajo, no le prestes demasiada atención. Él quiere lo mejor para nosotros, solo está enojado consigo mismo — afirmó la mujer con una serenidad que rayaba en lo incongruente.

—¿Enojado consigo mismo?

—Así es.

—Pero, ¿por qué se desquita conmigo? Si tiene problemas, ¿por qué no pide ayuda?

—Eres muy pequeño para entenderlo.

—¿Mamá?, ¿por qué lo defiendes?

—Oliver, eres tú quien se equivoca. Creo que mejor no hubieras nacido.

El chico abrió los ojos y entendió lo que de verdad sucedía. La madre de Oliver nunca diría esas palabras, menos aquellas tan hirientes. Cada vez que Samuel llegaba colérico a la casa, Melinda lo enfrentaba y exigía que dejara de molestar a su hijo. Que ya no descargará sus frustraciones en contra de un pequeño de apenas once años. Después de los jaloneos, gritos o acusaciones de adulterio, la mujer terminaba recluida en el cuarto de su hijo; encerrados bajo llave hasta que el señor Tavares se cansara de azotar la puerta.

—¿Ya te sientes mucho mejor? — preguntó Melinda un instante después, ignorando por completo el grito de ayuda en los ojos de su hijo.

Con la mirada desencajada, Oliver se quedó en silencio. En ese preciso instante, una sombra humana comenzó a oscurecer la sala donde se encontraban. La mujer seguía sonriendo, pero ahora su atención se concentraba en el hombre que sostenía la puerta, en la entrada de la casa. Oliver lo reconoció de inmediato, no obstante, retrocedió en cuanto el susodicho se acercó a ellos. El señor Tabares dejó la mochila, que siempre lo acompaña a su jornada laboral, encima del sofá.

—¿Mamá? No vayas — llamó Oliver mientras se alejaba en reversa y, como no obtuvo respuesta, decidió subir las escaleras para esconderse. Algo que solía hacer cada noche antes de que los objetos salieran volando de un lado al otro.

—¡Volviste! — se limitó a decir la mujer mostrando una sonrisa radiante de oreja a oreja.

Enseguida, la luz de los focos comenzó fallar. Oliver se detuvo en medio de las escaleras cuando observó que una mariposa celeste, traslúcida y brillosa, pasó a un lado de él y avanzó hacia la puerta de entrada que seguía abierta. La mariposa revoloteó alrededor de una sombra femenina que yacía en medio de la oscuridad y de la luz del exterior. El corazón de Oliver comenzó a latir estrepitosamente.

—¡Querido!, llegaste temprano. ¿Cómo te fue en el trabajo? — preguntó la mujer mientras le ayudaba a quitarse la chamarra. 

El señor Tavares no respondió. Se le veía distraído, con la cara contraída y los ojos desorbitados. Estuvo a punto de caer, pero logró sujetarse de su esposa a quien empujó contra la pared.

Oliver sintió que su piel desprendía el característico olor nauseabundo a cerveza y el olor casi le provocó el vómito. No lograba entender cómo era posible que aquella insoportable fragancia emanará de su cuerpo cuando él no era el borracho.

Samuel terminó desparramado en el sofá mientras contemplaba la luz de techo. No decía nada, aunque tampoco hacía falta. 

En ese momento, la sombra femenina avanzó hacia el señor y la señora Tavares. Oliver retrocedió unos cuantos pasos en dirección al pasillo que conduce a las habitaciones de la segunda planta. En puntillas, elevó la cabeza para observar que su padre caminaba hacia la cocina. En ese momento, Melinda se detuvo debajo del foco, cuya bombilla explotó. Oliver se quedó a ciegas hasta que aparecieron a su alrededor cientos de lucecitas azules. Al principio eran borrosas, pero al final tomaron forma definida. Parecían pequeños angelitos luminosos.

—¿Samuel?, ¿quieres decirle la verdad a tu hijo? — la voz pertenecía al extraño ser que acechaba en la oscuridad.

El señor Tavares guardó silencio, aunque por el movimiento de sus ojos, era evidente que había escuchado la pregunta. A continuación, Samuel abrió la caja de huevos situada en la alacena, sacó dos blanquillos y los quebró dentro de un vaso de cristal. Luego, vació dos tercios de la botella de vino y comenzó a beber enérgicamente hasta la última gota.

De pronto, una pequeña esfera luminiscente se encendió frente a la cara de Araxe mostrando dos ojos del color del fuego, enormes y saltones. La brillosa bola poseía una boca roja alargada en una horripilante sonrisa, rodeada por decenas de colmillos largos, anchos y afilados, convirtiéndola en una creatura mucho más siniestra que su creadora.

El niño tragó saliva para deshacer el creciente nudo en la garganta cuando el robot humanoide echó un vistazo en su dirección. Quedó paralizado sin tener idea de qué hacer. Ni siquiera podía hablar o emitir algún sonido por más que gesticulara con la boca.

—Oliver, ¿aún quieres volver a una casa donde todos los días hay malos tratos? — cuestionó el robot con forma de esfera. Su sonrisa se agrandó tanto que deformó la perfecta curvatura de su cuerpo. — ¡Ayúdame a terminar con tu sufrimiento!

Oliver no podía dar crédito a lo que sus ojitos atestiguaban. Se dio cuenta de que ni su mamá ni su papá se percataron de la presencia de Araxe, pues Melinda seguía lavando los trastes mientras que Samuel ahora se tragaba los huevos con todo y cascaron.

—De-déjame tranquilo, vete — exclamó el chico entre pausas. Terminó recargado a la pared, a punto de desmayarse.

—Soy la conciencia de los robots, creada por los humanos que juraron vencer la maldad. Yo puedo ayudarte a evitar el dolor que sientes. Nada tienes que hacer en un lugar donde no te valoran — afirmó la esfera cada vez más cerca de Oliver.

El niño negó con la cabeza en respuesta al ser malvado que lo miraba divertido. El ritmo natural de su respiración se desbarató al grado de hacerlo caer de un sentón.

 La esfera subió las escaleras y se detuvo en el último peldaño. Así pues, Oliver pudo observar la constitución robusta del robot esfera: traslúcida y gelatinosa, igual que una medusa. También tenía dos pequeños cuernos curvos que sobresalían desde la nariz. Los ojos contenían las pupilas dilatadas y amarillas, mientras que afilados dientes sobrepasaban el contorno de una boca que desprendía vapor a intervalos haciendo que el niño se sintiera acalorado y sofocado.

—Las cosas no cambiaran por mucho que lo intentes. Tu seguirás estudiando y tu padre continuará culpándote de su fracaso. Si decides quedarte en el Mundo de los Histriónicos, te asignaré al robot Adam que por la eternidad estará bajo tus órdenes, ¿Qué te parece? Serán uno solo— continuó la esfera.

Oliver no respondió, no por que estuviera pensando en la oferta, sino porque todo a su alrededor estaba dando vueltas, producto del calor generado por la esfera. Alzó una mano para ventilarse, pero era insuficiente. Pronto, escuchó los gritos desesperados de una niña que suplicaba que dejaran de atormentarla.

—Oliver, conviértete en un soldado. Únete a mi causa y no te defraudaré — insistió Araxe detrás de la esfera.

—Yo…no. No. Quiero…a mi mamá — la voz del niño se apagó. Sin embargo, se hizo entender. Ya estaba casi en las ultimas de lo que podía soportar. El golpe de calor estaba surtiendo efectos contra la salud del pequeño.

—Muy bien, te di una oportunidad, pero tu malvada esencia predomina más que cualquier cualidad. No tienes remedio — reprendió Araxe.

A vuelta de rueda, la esfera se fue alejando y explotó cuando alcanzó la barandilla. Oliver cerró los ojos. La luz se propagó por todo lo ancho de la propiedad hasta llegar al único filamento de tungsteno en la cocina. Algunos segundos después, en la oscuridad, la luz dentro de la bombilla de vidrio regresó y con ello toda la vivienda se iluminó. Cuando el niño recuperó la vista ni el humanoide ni la esfera se encontraban en la casa. El niño había vencido al humanoide.

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