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—La turbiedad en los ojos de Huberto se disipó mientras Roy, Julián, las criadas y los gemelos le daban la espalda.
—Sus ojos antes marrones se tiñeron de rojo inmediatamente, llenos del deseo de monopolizar y se mantuvieron fijos en la espalda de Roy.
—Al mismo tiempo, las puntas de sus orejas se volvieron puntiagudas y una membrana acuosa, algo escamosa, cubrió todo su cuerpo.
—Su rostro se desdibujó, transformándose de nuevo en su aspecto original, digno.
—Ya no parecía Huberto, el anciano que manoseó a su propia hija desde que era joven y le hizo lo indecible cuando se convirtió en una réplica perfecta de su esposa antes de matarla y enterrarla bajo la tierra y difundir la falsa noticia de que le saqueó su riqueza y se fugó con un hombre para ganarse la simpatía de los aldeanos simplones y engañarlos.
—Ahora parecía el Dios que castigó a Huberto por el pecado de arruinar la inocencia y pureza de su hija, dándole muerte instantánea y condenándolo al infierno.
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