Alia se retorció en vano otra vez.
Atrapada: había quedado atrapada ella, cuando los que tenían que verse retrasados eras sus dos captores. Alia no lo podía creer, la buena suerte la había abandonado con seguridad. De hecho, había sido así desde el día en que cumplió los dieciséis años.
Ella había conseguido avanzar bastante en la maleza cuando una horrible y gigantesca cosa apareció bajo sus pies, provocando un temblor de tierra. Lo que parecía ser una planta, sin darle tiempo a reaccionar la había engullido.
En efecto, si las flores tenían estómago, Alia se encontraba casi que en el interior de uno de aquellos. Se trataba de una especie de inmenso capullo y dentro de este el calor era tan agobiante que estaba comenzando a sofocarla. Los pétalos de aquello estaban apretados a su alrededor y ya iban por la altura de su pecho; para su disgusto Alia podía sentir cómo la estaban succionando lentamente. Entonces, renunciando a su orgullo, ella gritó por ayuda.
Lo primero que había considerado Alia era la cara que iba a poner el patán de Iaago que, por lo menos, se iba a reír de ella.
Entonces avistó a sus dos celadores: delante a Atlas y después a Iaago. El primero luciendo preocupado y el segundo notablemente enojado. Mas no habían dado dos pasos cautelosos en su dirección cuando fueron atrapados cada uno por una flor similar a la suya. Ahora Alia las vio claramente: ellas habían surgido desde el interior de la tierra sorprendiendo irremediablemente a ambos. Eran unos capullos enormes de un fuerte color púrpura con grandes hojas moradas y la que tenía al trol era particularmente descomunal.
Al verse atrapado el juramento de Iaago fue sonoro y Alia hubiese disfrutado su enojo si no estuvieran todos en aquella precaria situación. Ciertamente nunca pensó que alguna vez se iba a alegrar de ver a aquellos dos. Ahora, en efecto, lo hacía. Esperanzada se quedó observándolos atentamente, tratando de no rendirse al cruel calor dentro de la monstruosa planta. Sin embargo, al cabo de unos instantes y para su sorpresa, vio cómo resultaba infructuosa cuanta cosa hacían.
Oh no puede ser...
- ¡Ustedes! ¡Hagan algo! - gritó Alia entre desesperada y enojada.
Ante su amonestación Iaago enfureció notablemente así que le lanzó tal mirada que casi logró hacerla zambullirse dentro de la flor. El hada del viento sacudió la cabeza con su acostumbrada altivez y dirigiéndose a su amigo comenzó a cavilar en voz alta.
- Nada funciona, ningún encantamiento. Y probar a fuerza sólo empeora las cosas… ¿Qué plantas son estas, Atlas?
Su gris compañero lucía concentrado y pensativo, pero sobre todo extrañamente calmado. Alia lo miraba desconcertada pero cuando la
flor succionó nuevamente y ella se quedó sólo con su cabeza fuera la desesperación la tomó por completo.
- ¡Iaago…!
El aludido la miró sorprendido aparentemente hasta que el enojo borró cualquier otra expresión de su rostro y se volteó hacia su compañero.
- ¡Atlas! ¿No te haces llamar a ti mismo un herbolario? ¡Por todos los vientos haz algo, no pienso morir aquí!
Pero Atlas estaba negando con la cabeza y a Alia se le cayó el alma a los pies.
- Nada da resultado, hasta he probado el truco de la campana carnívora pero no funciona - Atlas suspiró fuerte: - ¡Tú, muchacha!
Esta vez Alia brincó, dentro de la flor sus piernas le escocían desagradable y dolorosamente. Ella miró como pudo al trol porque estaba comenzando a ver mal y tenía que alzar mucho la cara para que el caliente vapor de la planta no la sofocara.
- ¿Tu gente sabe de plantas y flores, no puedes hacer algo?
Fue en ese momento que Alia casi que perdió toda esperanza. Ella sabía que estaba roja cuando contestó:
- No he aprendido magia ni... tengo algún otro conocimiento que sea de utilidad.
El trol pareció sopesar su respuesta por unos terribles segundos y entonces con una seña de entendimiento en su cara la volvió a llamar.
- ¡Canta algo! - Le pidió el trol.
- ¿Qué? - Alia pensó que no había entendido sus palabras.
- ¡Qué! - Tronó Iaago. La expresión de incredulidad siendo pronunciada por ambos como un perfecto coro.
En respuesta Atlas viró los ojos y gritó hacia Alia:
- ¡Vamos, sólo canta muchacha!
- Yo… no canto.
Ahora ambos, Iaago y Atlas, se miraron con cara de perplejidad; evidentemente no podían creer que un hada de primavera no cantase.
- Es cosa mía… yo…
- ¡Y al diablo! ¡Canta o verás lo que es bueno! - Le soltó Iaago rojo como una amapola. Viéndolo así, Alia estuvo a punto de contestarle con otra imprecación, no obstante la detuvo la voz de Atlas casi que rogando:
- Muchacha por favor... o estamos muertos, ya lo he probado todo…
Alia, aunque irritada e incómoda, no podía sentir terror a umbrales de una venidera muerte. Quizás porque no creía que en realidad moriría allí. Entonces tras mirar de uno a otro ella tomó una decisión.
- Alia -Dijo con calma.
- ¡Qué! - Gritó otra vez Iaago irritado, luciendo como si pudiera hervir y evaporarse de pura furia de un momento a otro.
En respuesta Alia estuvo a punto de gritarle sin embargo al final consiguió calmarse y hablar con sosiego: - Mi nombre, es Alia - Y comenzó a cantar:
Nubes oscuras del horizonte tomen mi lamento y vuelen
Las gotas de lluvia traen arcoíris de grises
Y los vientos que tristes soplan en el prado ver suelen
Cómo se marchita hasta la última flor
Así la alegría sucumbió
Así la primavera terminó
Así sigue mi canción
Cuando el viento no sopló sobre el prado bajo el sol
Con voz cálida exhaló su más desolada canción
El último niño cantor que solo en silencio quedó
Con sus tonadas contó
Sobre el lamento de la más bella flor
Así la alegría sucumbió
Así la primavera terminó
Así sigue mi canción