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Mine

Julio de 1991

—No, joven, no estoy inválido. No hace falta que me lleves. Puedo caminar solo…

—¡Menos lobos, abuelo! Agárrate a la barandilla. Estoy justo detrás de ti.

Mine, que estaba arriba de la escalera, reía y lloraba a la vez. Le gritó a Karl-Erich que fuera poco a poco y prestara atención a los escalones asimétricos. Alzó la vista hacia ella y sonrió. Le gritó que preparara café, podía beber una taza al día y la quería ahora mismo. ¡Ay, Dios mío! Tenía el rostro congestionado. Con que no se fatigase en exceso… Subía la escalera como un cervato…

En el último descansillo tuvo que tomar aliento, pero no dejó que Ulli le echase una mano.

—¡Quita, joven! Solo tengo que respirar un momento, porque de lo contrario no podré saludar como es debido a la jovencita de allí arriba. —Volvió a alzar la vista y sonrió con picardía. Como si tuviese pensado hacer algo con ella. Cosas que hacían antes, y no poco. Karl-Erich había sido un muchacho salvaje, lo hacía tres veces seguidas y a la mañana siguiente volvía a empezar. Cielos, ¿por qué pensaba ahora en eso? La pasión fogosa había terminado hacía ya mucho. Pero aún la conservaban en algún lugar de su interior, tan mayores como eran; al menos el recuerdo seguía vivo.

—¡Vamos, que si no se me escapa! —exclamó y encaró los últimos peldaños. Ulli iba detrás de él, muy atento para agarrarlo inmediatamente en caso de que el abuelo tropezase o perdiese el equilibrio. Ay, Ulli, de no ser por él… Parecía muy serio, solo cuando alzó un segundo la mirada hacia ella se le dibujó una alegre sonrisa en el rostro.

—¡Bueno, cariño! ¿Me has sido fiel? —jadeó Karl-Erich en el último peldaño.

Mine se echó a llorar cuando su marido la abrazó. Seguía oliendo a clínica, a productos desinfectantes o algo así. Además, iba bien afeitado, algo poco habitual.

—No hace falta que llores —le reprendió él con cariño. Le pasó los dedos torcidos por la mejilla húmeda y la besó en la boca. Menudo loco. Al hacerlo se apoyó en ella con todo su peso y a punto estuvo de tirarla.

—Ven, abuelo —dijo Ulli—. Entremos. El doctor ha dicho que debes acostarte.

—Ahora no. Ahora quiero tomar café. Con vosotros dos, en la cocina. Vamos, Mine, no te quedes ahí plantada, mujer. Hazle a tu marido una taza de café solo.

—Sí, sí, calma, calma —le sosegó Mine, sonriendo.

Necesitó un poco de tiempo para separarse de ella, pero luego fue cojeando él solo por el umbral hasta la cocina y se dejó caer en su silla. Mine, que ya trajinaba en la cocina, se alegró de haber puesto la almohada de crin para que no le molestase la ciática.

—Voy un momento a coger su bolsa del coche. ¡Vuelvo enseguida, abuela! —exclamó Ulli y volvió a bajar corriendo. Mine oyó cómo hablaba abajo con Kruse. Por supuesto, la vecina estaba otra vez en el pasillo. No se le pasaba una.

Karl-Erich había apoyado los brazos y miraba parpadeando por la ventana, sobre la que daba el sol del mediodía.

—Ya lo he visto —dijo—. El tejado está a punto. Y cubierto con tejas buenas de verdad. Queda presuntuoso, ¿verdad? Es más alto que antes. Bueno, la señora baronesa tiene muchas pretensiones.

—Tienes mucho que agradecerle —observó Mine, que puso el hervidor en el centro de la cocina.

—Es cierto —asintió—. Es como su padre, el señor barón. Siempre ha cuidado de su gente y se ha preocupado. —Y después dijo algo muy sorprendente. También Ulli, que acababa de entrar en el piso con la bolsa del hospital de Karl-Erich, lo oyó—. Está bien que la señora baronesa vuelva a estar aquí. Sí, ahora me alegra de veras. Y en el pasado por Grete, no pudo hacer nada.

Ulli y Mine intercambiaron una mirada de sorpresa, después la anciana se volvió hacia el bote de café y Ulli puso los panecillos que había traído en una pequeña cesta.

—¡Mermelada de cereza y bien de mantequilla encima! —exclamó Karl-Erich lleno de ilusión—. ¡Madre, qué harto estoy de las galletas secas del hospital!

Mine echó el agua hirviendo en el filtro. Enseguida, el aroma a café recién hecho se extendió por la cocina. ¿Le habían dado algo en la clínica para que estuviera tan alegre?

—Quiero la taza grande —insistió cuando ella le puso una taza delante de las narices—. La de allí arriba, sobre el armario.

Era una taza de sopa que Ulli y Angela les habían traído una vez de unas vacaciones en Hungría. En ella cabía tres veces más café que en una de las normales.

Ulli cogió la taza del armario y la pasó por el grifo porque estaba llena de polvo.

—Por lo menos vais a estrenar nuestro regalo —bromeó.

Mine se ahorró la protesta; de todas formas, no serviría de nada. Sin embargo, hizo el café bastante flojo para que no le sentase mal a Karl-Erich. Estaba tan contenta de volver a tenerlo a su lado. Cuando estuvo tan sola, pensó que no quería vivir si Karl-Erich no volvía. Por supuesto, a Ulli, que la visitaba siempre que podía, no le había dicho nada de eso.

—¿Qué tal por el astillero? —preguntó Karl-Erich mientras removía el azúcar en el café con leche.

Ulli eludió la pregunta. Lo hacía siempre por no inquietar a sus abuelos, pero se daban cuenta de que tenía mucho tiempo entre semana. Jornada reducida. O algo peor.

—He recibido una carta de Angela —contó—. Ahora ya no quiere divorciarse.

Mine y Karl-Erich estaban indignados. Eso no podía ser. No podía cambiar de opinión según soplase el viento. Debía decidirse. O lo tomas o lo dejas. Además, a Mine le gustaba que Ulli estuviese tanto con Mücke últimamente. Pero no dijo nada. Por precaución. Para que Ulli no volviese a decir que quería emparejarlo o algo así. ¡Si al menos se librase de Angela!

Llamaron a la puerta. Mine quiso levantarse, pero Ulli dijo que se quedara sentada.

—Si es la señora Kruse porque necesita un huevo o una cucharada de azúcar, dile que luego bajo…

Sin embargo, acto seguido oyó la voz de Jenny. ¡Ay, Dios mío! Pero ¿qué quería esta vez? Siempre iba cuando estaban sentados a la mesa.

—¡La futura baronesa! —exclamó Karl-Erich, afable—. ¡Pasa! Todavía nos queda café. ¡Siempre para las mujeres guapas!

Mine estaba ahora totalmente convencida de que le habían dado estimulantes. El día anterior ya le habían llamado la atención las bromas que gastaba a las enfermeras. Volvía a hacerse el gallito, su Karl-Erich. Con las patas y las alas cortadas, pero la cresta roja bien levantada. ¡Hombres!

Jenny entró en la cocina como si estuviese en su casa. Saludó a Karl-Erich con un abrazo, le apretó su ensortijada melena pelirroja en la mejilla y dijo que era genial que se encontrara bien de nuevo. Claro que el anciano estaba entusiasmado. Ulli se había quedado en la puerta, con el gesto torcido. «Bien hecho», pensó Mine. Parecía que se había acabado su pasión por la futura baronesa.

—¡Vaya!, ¿tenéis mermelada de cereza casera? ¡Qué rica! —Untó medio bollo con mantequilla sin parar de charlar. Tenía un rato libre porque Mücke había ido a pasear con la pequeña Julia, las obras de la mansión avanzaban bien, hacía un calor tremendo fuera, una no sabía qué ponerse y demás trivialidades.

Ulli se sentó en su sitio sin decir nada, estiró las piernas y tamborileó sobre el hule, con la mirada fija en Jenny. «Claro», pensó Mine. Cómo se vestía ahora. Ni siquiera llevaba sujetador debajo de la camiseta. ¿Ya no daba el pecho? Y Ulli, el pobre, está ansioso. Angela se había ido hacía ya mucho. Así va. Entonces también era así. Tenía la misma melena pelirroja. Brillaba al sol como el cobre. Y ella también miraba así. Se movía igual. Así que él no tuvo alternativa. Y pasó…

—Tengo que haceros una pregunta a ambos —dijo Jenny de repente y sonrió a Mine como si fuese su abuela.

—Dispara —respondió Karl-Erich, al que el café, si era posible, había excitado aún más.

—¿Os acordáis de Walter Iversen? Estaba prometido con la abuela y los nazis lo asesinaron. Horrible, ¿verdad? Se supone que estuvo involucrado en el atentado contra Hitler…

Mine miró a Ulli. También él le había preguntado por Iversen, pero le dijo que no se acordaba bien. No insistió, pero ahora Karl-Erich se embaló y fue muy penoso, porque Ulli se dio cuenta de que ella había mentido.

—El comandante Iversen —dijo y asintió para sí—. Sí, claro. Me acuerdo bien de él. Era una persona agradable. Afable. Nada arrogante, como otros. Y era apuesto, ¿verdad, Mine? Tú también lo adorabas. Bueno, admítelo, mujer. Hace ya mucho tiempo…

Mine sirvió café a Jenny y Ulli, y murmuró que no se acordaba con detalle. Fue una tontería, pues Karl-Erich siguió hablando.

—¿No te acuerdas? ¿Aunque viviera durante un año allí, en la mansión, con Sonja? No, Mine, ahora esto tiene que salir, hay que decirlo porque es la verdad.

Golpeó la mesita de café con la mano torcida y miró a Mine tan indignado que ella se puso muy nerviosa. Si no hubiese hablado de más por esas pastillas…

Masticando, Jenny miró sucesivamente a Mine y Karl-Erich.

—¿A qué se refiere, Karl-Erich? ¿Cuándo vivió Walter Iversen en la mansión?

—Bueno, en los años cincuenta. ¿Cuándo se fue Sonja, Mine? En el sesenta y tres o sesenta y cuatro. Más o menos…

Mine decidió decir lo menos posible. Para no poner a Karl-Erich en su contra, solo asintió y dejó la cafetera con mucho esmero sobre el salvamanteles.

—Un momento —intervino ahora Ulli en la conversación—. ¿Walter Iversen, el que yace allí arriba, en el cementerio, estuvo prometido con la señora Kettler? ¿Y luego lo asesinaron los nazis?

—Sí —dijo Jenny.

—No —la contradijo Karl-Erich.

Mine no dijo nada, pero vio cómo Ulli y Jenny intercambiaban miradas de desconcierto. Al final se iba a destapar todo porque Jenny quería atar a Ulli. Igual que Elfriede entonces. A ella también se le ocurría siempre algo nuevo para que el comandante Iversen tuviese que ocuparse de ella.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Jenny.

Karl-Erich se limpió con esmero un resto de mermelada de la comisura de los labios con una servilleta de papel.

—Volvió. A ella le mintió la Gestapo, los muy cerdos. Mandaron una sentencia de muerte, pero no la ejecutaron. Los rusos liberaron a los prisioneros de los nazis en el cuarenta y cinco, entre ellos Iversen. Pero cuando vino, la futura baronesa Franziska y su madre ya se habían ido.

Jenny estaba tan sobrecogida por estas noticias que tuvo que volver a dejar el bollo mordido en el plato.

Ulli lanzó a Mine una mirada de reproche. Era capaz de mirar muy mal. Pero Mine lo hacía con buenas intenciones. No siempre era una bendición conocer el pasado. Era mejor olvidar algunas cosas, que solo traían nuevos pesares.

—¿Cómo que ya se habían ido? —quiso saber Jenny—. ¿Al Oeste? ¿Y por qué no las siguió? Al fin y al cabo, la abuela era su prometida. Y arriesgó su vida para sacarlo de la cárcel, lo que demuestra que tuvo que haberlo querido mucho.

Eso tampoco lo sabía Karl-Erich con tanto detalle. Después de todo, por aquel entonces estaba preso en Rusia, pero Mine lo había presenciado todo. Lanzó una mirada exhortativa a su mujer y ella comprendió que ya no servía de nada guardar silencio.

—Fue así —empezó con dificultades—. El comandante Iversen sí que las siguió, pero no las encontró. Los rusos echaban y martirizaban a todos los nobles, así que la baronesa Von Dranitz y la futura baronesa Franziska pasaron al sector inglés. Por eso la búsqueda del señor comandante no tuvo éxito.

A Jenny le pareció que era raro. Le sonaba como si él hubiese buscado a su prometida con pocas ganas.

—Estaba enfermo —lo defendió Mine—. Lo habían torturado y quién sabe qué más. Parecía un fantasma cuando llamó a la puerta de nuestra casa.

Jenny apretó los labios, después se volvió de nuevo hacia su medio bollo.

—¿Y entonces vivió más tarde aquí con esa tal Sonja? Así que el comandante Iversen se consoló. ¿Se casó con ella?

Mine suspiró y miró enojada a Karl-Erich, que sorbía la última gota de su taza de café.

—Sonja no era su mujer —respondió Mine—. Era su hija. La crio él solo porque su mujer murió en el parto.

Jenny frunció el ceño, masticó con ímpetu, después cogió la taza de café y la volvió a dejar porque ya estaba vacía.

—Ahora caigo —continuó después—. Su mujer era mi tía Elfriede. Está enterrada arriba, en el cementerio, ¿verdad? Walter Iversen, que estuvo prometido con mi abuela, se casó más tarde con su hermana pequeña. Ambos tienen una hija. Sonja. ¡Qué fuerte! ¿Y por qué nadie nos lo ha dicho? Vosotros dos lo habéis sabido todo este tiempo, ¿no?

Karl-Erich se quedó de repente completamente callado porque la futura baronesa parecía muy indignada.

«Ves», le hubiese gustado decir a Mine, «lo has conseguido». Pero tampoco serviría de nada.

—Dame las pastillas de mi bolsa, Ulli —pidió él, apocado—. Ahí delante, a la derecha, en el bolsillo de la cremallera…

Cuánto se parecía Jenny a Elfriede. Se podía enfadar de verdad, «acalorarse», como decía entonces el señor barón. Las vueltas que daba la vida. Franziska von Dranitz había tenido una nieta que se parecía a su hermana pequeña…

—Pero ¿cómo es que la tía Elfriede no se fue con la abuela y su madre al Oeste? ¿Se la olvidaron aquí?

—Elfriede tenía entonces tifus y estaba en el hospital militar. Por eso no se la pudieron llevar —aclaró Mine, ahora también indignada. ¿Qué pensaba esta mocosa? ¡Como si la buena de la baronesa Margarethe hubiese dejado a una de sus hijas en la estacada sin motivo!

Jenny asintió.

—Entiendo. ¿Y qué es de Walter Iversen y su hija, Sonja? ¿Dónde están? ¿En Rostock quizá?

Ulli puso a su abuelo tres cajas distintas junto a la taza de café y le llevó un vaso de agua antes de volver a sentarse a la mesa. Mine notó que el asunto no le gustaba.

—No exageres, Jenny —protestó él—. También se puede hablar tranquilamente. ¡Al fin y al cabo ya no son unos chavales!

Jenny respiró hondo y se apoyó en el respaldo de la silla.

—Lo siento.

Ulli le pasó a Mine el papel que ponía qué pastillas tenía que tomar Karl-Erich en cada momento. Luego le contó las píldoras al abuelo y las puso en la cuchara de café. Karl-Erich pudo cogerlas y metérselas en la boca.

—Sonja se casó con dieciocho o diecinueve años —siguió Mine—. Y después se marchó al Oeste con su marido. Tampoco era fácil entonces, pero salieron a escondidas. El señor Iversen tuvo problemas con la Stasi. Después se mudó a Rostock. Lo que ha hecho allí no lo sabemos. No volvió a dar señales de vida.

—Se hizo registrador de barcos —supuso Ulli—. Lo pone en la guía telefónica.

—¿Apuntaste también el número? —quiso saber Jenny—. Bueno, da igual: podemos llamar a información.

Karl-Erich se tragó las píldoras, se enjuagó con agua, se atragantó y tosió.

—So, caballo —dijo con voz ronca—. Si llamáis sin más a Iversen y le decís que su antigua prometida, Franziska von Dranitz, está aquí, al final todavía le dará algo.

Jenny se encogió de hombros despreocupada y dijo que en realidad un reencuentro así, tras tantos años de separación, era una gran alegría.

—Al fin y al cabo, ambos fueron pareja —agregó con una sonrisa.

—Eso sí —soltó Mine con cuidado—. Pero han pasado muchas cosas entretanto. Y lo de Elfriede no va a alegrar precisamente a la señora baronesa.

—¡Qué va! —exclamó Jenny e hizo un movimiento con la mano como si quisiese barrer toda la vajilla junto con la cafetera de la mesa—. La abuela siempre ha hablado muy bien de su hermana. Según cuenta, su madre y ella no dejaron de buscarla, y la entristecía mucho la muerte prematura de Elfriede. ¡Seguro que se alegra muchísimo de tener una sobrina!

—En todo caso deberías hablar con tu abuela primero de todo, antes de llamar a Rostock —opinó Ulli.

Jenny quitó una mancha de mermelada del plato con el último bollo que quedaba, se lo metió en la boca y se levantó.

—Ya veremos —respondió despreocupada—. Ha sido todo un detalle por vuestra parte que me hayáis contado todo esto. ¡Muchísimas gracias! —Abrazó a los tres para despedirse y poco después salió por la puerta.

—Hemos activado una bomba de relojería —dijo Ulli con mala conciencia cuando Jenny se hubo marchado.

Qué listos eran siempre los hombres, pensó Mine. Después.

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